13. La Iglesia profesa la misericordia de Dios
y la proclama
La Iglesia
debe profesar y proclamar la misericordia
divina en toda su verdad, cual nos ha sido transmitida por la revelación.
En las páginas precedentes de este documento hemos tratado de delinear al menos
el perfil de esta verdad que encuentra tan rica expresión en toda la Sagrada
Escritura y en la Tradición. En la vida cotidiana de la Iglesia la verdad
acerca de la misericordia de Dios, expresada en la Biblia, resuena cual eco
perenne a través de numerosas lecturas de la Sagrada Liturgia. La percibe el
auténtico sentido de la fe del Pueblo de Dios, como atestiguan varias
expresiones de la piedad personal y comunitaria. Sería ciertamente difícil
enumerarlas y resumirlas todas, ya que la mayor parte de ellas están vivamente
inscritas en lo íntimo de los corazones y de las conciencias humanas. Si
algunos teólogos afirman que la misericordia es el más grande entre los
atributos y las perfecciones de Dios, la Biblia, la Tradición y toda la vida de
fe del Pueblo de Dios dan testimonios exhaustivos de ello. No se trata aquí de
la perfección de la inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la
misma divinidad, sino de la perfección y del atributo con que el hombre, en la
verdad intima de su existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras
veces con el Dios vivo. Conforme a las palabras dirigidas por Cristo a
Felipe,112 « la visión del Padre »—visión de Dios mediante la fe—halla
precisamente en el encuentro con su misericordia un momento singular de
sencillez interior y de verdad, semejante a la que encontramos en la parábola
del hijo pródigo.
« Quien me
ha visto a mí, ha visto al Padre ».113 La Iglesia profesa la
misericordia de Dios, la Iglesia vive de ella en su amplia experiencia de fe y
también en sus enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo, concentrándose
en EL, en su vida y en su evangelio, en su cruz y en su resurrección, en su
misterio entero. Todo esto que forma la « visión » de Cristo en la fe viva y en
la enseñanza de la Iglesia nos acerca a la « visión del Padre » en la santidad
de su misericordia. La Iglesia parece profesar de manera particular la
misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al corazón de Cristo. En efecto,
precisamente el acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón, nos permite
detenernos en este punto en un cierto sentido y al mismo tiempo accesible en el
plano humano—de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha
constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre.
La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia—el
atributo más estupendo del Creador y del Redentor—y cuando acerca a los hombres
a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y
dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante
de la palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en la Eucaristía y en el sacramento de la
penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte: en
efecto, « cada vez que comemos de este pan o bebemos de este cáliz », no sólo
anunciamos la muerte del Redentor, sino que además proclamamos su resurrección,
mientras esperamos su venida en la gloria.114 El mismo rito
eucarístico, celebrado en memoria de quien en su misión mesiánica nos ha
revelado al Padre, por medio de la palabra y de la cruz, atestigua el amor inagotable, en virtud del cual
desea siempre El unirse e identificarse con nosotros, saliendo al encuentro de
todos los corazones humanos. Es el sacramento de la penitencia o reconciliación
el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de
grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera
singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado. Se
ha hablado ya de ello en la encíclica Redemptor
Hominis; convendrá sin embargo volver una vez más sobre este tema
fundamental.
Precisamente
porque existe el pecado en el mundo, al que « Dios amó tanto.. que lo dio su
Hijo unigénito »,115 Dios que « es amor » 116 no puede revelarse de otro modo si no es
como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese
amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo
que es su patria temporal.
La misericordia
en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito es también infinita.
Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos
pródigos que vuelven a casa. Son
infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del
valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca
por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre
puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en
la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación,
oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la
cruz y de la resurrección de Cristo.
Por tanto,
la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste
siempre en descubrir su misericordia, es
decir, ese amor que es paciente y benigno 117 a medida del Creador y
Padre: el amor, al que « Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo » 118
es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el
hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La
conversión a Dios es siempre fruto del « reencuentro » de este Padre, rico en
misericordia.
El
auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es
una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo
acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo.
Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo « ven » así, no pueden
vivir sino convirtiéndose sin cesar a El. Viven pues in statu conversionis; es este estado el que traza la componente
más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris. Es evidente que la
Iglesia profesa la misericordia de Dios, revelada en Cristo crucificado y
resucitado, no sólo con la palabra de sus enseñanzas, sino, por encima de todo,
con la más profunda pulsación de la vida de todo el Pueblo de Dios. Mediante
este testimonio de vida, la Iglesia cumple la propia misión del Pueblo de Dios,
misión que es participación y, en cierto sentido, continuación de la misión
mesiánica del mismo Cristo.
La Iglesia
contemporánea es altamente consciente de que únicamente sobre la base de la
misericordia de Dios podrá hacer realidad los cometidos que brotan de la
doctrina del Concilio Vaticano II, en primer lugar el cometido ecuménico que
tiende a unir a todos los que confiesan a Cristo. Iniciando múltiples esfuerzos
en tal dirección, la Iglesia confiesa con humildad que solo ese amor, más fuerte que la debilidad de las
divisiones humanas, puede realizar
definitivamente la unidad por la que oraba Cristo al Padre y que el
Espíritu no cesa de pedir para nosotros « con gemidos inenarrables
».119
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