14. La Iglesia trata de
practicar la misericordia
Jesucristo
ha enseñado que el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios,
sino que está llamado a « usar misericordia » con los demás: « Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia ».120 La
Iglesia ve en estas palabras una llamada a la acción y se esfuerza por
practicar la misericordia. Si todas las bienaventuranzas del sermón de la
montaña indican el camino de la conversión y del cambio de vida, la que se
refiere a los misericordiosos es a este respecto particularmente elocuente. El
hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él
mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo.
Este proceso
auténticamente evangélico no es sólo una transformación espiritual realizada de
una vez para siempre, sino que constituye todo un estilo de vida, una
característica esencial y continua de la vocación cristiana. Consiste en el
descubrimiento constante y en la actuación perseverante del amor en cuanto fuerza unificante y a la vez
elevante: —a pesar de todas las dificultades de naturaleza psicológica o
social—se trata, en efecto, de un amor
misericordioso que por su esencia es amor creador. El amor misericordioso,
en las relaciones recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o un
proceso unilateral. Incluso en los casos en que todo parecería indicar que sólo
una parte es la que da y ofrece, mientras la otra sólo recibe y toma (por
ejemplo, en el caso del médico que cura, del maestro que enseña, de los padres
que mantienen y educan a los hijos, del benefactor que ayuda a los
menesterosos), sin embargo en realidad, también aquel que da, queda siempre
beneficiado. En todo caso, también éste puede encontrarse fácilmente en la
posición del que recibe, obtiene un beneficio, prueba el amor misericordioso, o
se encuentra en estado de ser objeto de misericordia.
Cristo crucificado, en este sentido, es para nosotros
el modelo, la inspiración y el impulso más grande. Basándonos en este desconcertante modelo, podemos con toda
humildad manifestar misericordia a los demás, sabiendo que la recibe como
demostrada a sí mismo.121 Sobre la base de este modelo, debemos
purificar también continuamente todas nuestras acciones y todas nuestras
intenciones, allí donde la misericordia es entendida y practicada de manera
unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto, es realmente
un acto de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos
profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por parte de quienes la
aceptan de nosotros. Si falta esta bilateralidad, esta reciprocidad, entonces
nuestras acciones no son aún auténticos actos de misericordia, ni se ha
cumplido plenamente en nosotros la conversión, cuyo camino nos ha sido
manifestado por Cristo con la palabra y con el ejemplo hasta la cruz, ni
tampoco participamos completamente en la
magnífica fuente del amor misericordioso que nos ha sido revelada por El.
Así pues,
el camino que Cristo nos ha manifestado en el sermón de la montaña con la
bienaventuranza de los misericordiosos, es mucho más rico de lo que podemos
observar a veces en los comunes juicios humanos sobre el tema de la
misericordia. Tales juicios consideran la misericordia como un acto o proceso
unilateral que presupone y mantiene las distancias entre el que usa
misericordia y el que es gratificado, entre el que hace el bien y el que lo
recibe. Deriva de ahí la pretensión de liberar de la misericordia las
relaciones interhumanas y sociales, y basarlas únicamente en la justicia. No
obstante, tales juicios acerca de la misericordia no descubren la vinculación
fundamental entre la misericordia y la justicia, de que habla toda la tradición
bíblica, y en particular la misión mesiánica de Jesucristo. La auténtica misericordia es por decirlo así
la fuente más profunda de la justicia. Si ésta última es de por sí apta
para servir de « árbitro » entre los hombres en la recíproca repartición de los
bienes objetivos según una medida adecuada el amor en cambio, y solamente el
amor, (también ese amor benigno que llamamos « misericordia ») es capaz de
restituir el hombre a sí mismo.
La misericordia auténticamente cristiana es también, en cierto
sentido, la más perfecta encarnación de
la « igualdad » entre los hombres y por consiguiente también la encarnación más
perfecta de la justicia, en cuanto
también ésta, dentro de su ámbito, mira al mismo resultado. La igualdad
introducida mediante la justicia se limita, sin embargo al ámbito de los bienes
objetivos y extrínsecos, mientras el amor y la misericordia logran que los
hombres se encuentren entre sí en ese valor que es el mismo hombre, con la
dignidad que le es propia. Al mismo tiempo, la « igualdad » de los hombres
mediante el amor « paciente y benigno » 122 no borra las diferencias:
el que da se hace más generoso, cuando se siente contemporáneamente gratificado
por el que recibe su don; viceversa, el que sabe recibir el don con la
conciencia de que también él, acogiéndolo, hace el bien, sirve por su parte a
la gran causa de la dignidad de la persona y esto contribuye a unir a los
hombres entre si de manera más profunda.
Así pues,
la misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu del
más profundo respeto de lo que es humano y de la recíproca fraternidad. Es
imposible lograr establecer este vínculo entre los hombres si se quiere regular
las mutuas relaciones únicamente con la medida de la justicia. Esta, en todas
las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar por decirlo así, una notable « corrección » por
parte del amor que—como proclama san Pablo—es « paciente » y « benigno », o
dicho en otras palabras lleva en sí los caracteres del amor misericordioso tan esenciales al
evangelio y al cristianismo. Recordemos además que el amor misericordioso indica también esa cordial ternura y sensibilidad, de que tan elocuentemente nos habla la
parábola del hijo pródigo 123 o la de la oveja extraviada o la de la
dracma perdida.124 Por tanto, el amor misericordioso es sumamente
indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre
padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación y en la
pastoral.
Su radio de
acción, no obstante, no halla aquí su término. Si Pablo VI indicó en más de una
ocasión la « civilización del amor » 125 como fin al que deben tender
todos los esfuerzos en campo social y cultural, lo mismo que económico y
político, hay que añadir que este fin no se conseguirá nunca, si en nuestras
concepciones y actuaciones, relativas a las amplias y complejas esferas de la
convivencia humana, nos detenemos en el criterio del « ojo por ojo, diente por
diente » 126 y no tendemos en cambio a transformarlo esencialmente,
superándolo con otro espíritu. Ciertamente, en tal dirección nos conduce
también el Concilio Vaticano II cuando hablando repetidas veces de la necesidad
de hacer el mundo más humano,127 individúa
la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo precisamente en la
realización de tal cometido. El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más
humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones
humanas y sociales, junto con la justicia, el « amor misericordioso » que
constituye el mensaje mesiánico del evangelio.
El mundo de
los hombres puede hacerse « cada vez más humano », solamente si en todas las
relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos el momento del
perdón, tan esencial al evangelio. El perdón atestigua que en el mundo está
presente el amor más fuerte que el
pecado. El perdón es además la condición fundamental de la reconciliación,
no sólo en la relación de Dios con el nombre, sino también en las recíprocas
relaciones entre los hombres. Un mundo, del que se eliminase el perdón, sería
solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada
uno reivindicaría sus propios derechos respecto a los demás; así los egoísmos
de distintos géneros, adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y
la convivencia humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de
los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos contra los
otros.
Por esto,
la Iglesia debe considerar como uno de sus deberes principales—en cada etapa de
la historia y especialmente en la edad contemporánea—el de proclamar e introducir en la vida el misterio de la
misericordia, revelado en sumo grado en Cristo Jesús. Este misterio, no sólo
para la misma Iglesia en cuanto comunidad de creyentes, sino también en cierto
sentido para todos los hombres, es fuente
de una vida diversa de la que el hombre, expuesto a las fuerzas prepotentes
de la triple concupiscencia que obran en él,128 está en condiciones de
construir. Precisamente en nombre de este misterio Cristo nos enseña a perdonar
siempre. ¡Cuántas veces repetimos las palabras de la oración que El mismo nos
enseñó, pidiendo: « perdónanos nuestras
deudas como nosotros perdonamos a
nuestros deudores », es decir, a aquellos que son culpables de algo respecto a
nosotros!129 Es en verdad difícil expresar el valor profundo de la
actitud que tales palabras trazan e inculcan. ¡Cuántas cosas dicen estas
palabras a todo hombre acerca de su semejante y también acerca de sí mismo! La
conciencia de ser deudores unos de otros va pareja con la llamada a la
solidaridad fraterna que san Pablo ha expresado en la invitación concisa a
soportarnos « mutuamente con amor »,130 ¡Qué lección de humildad se
encierra aquí respecto del hombre, del prójimo y de sí mismo a la vez! ¡Qué
escuela de buena voluntad para la convivencia de cada día, en las diversas
condiciones de nuestra existencia! Si desatendiéramos esta lección, ¿qué
quedaría de cualquier programa « humanístico » de la vida y de la educación?
Cristo
subraya con tanta insistencia la necesidad de perdonar a los demás que a Pedro,
el cual le había preguntado cuántas veces debería perdonar al prójimo, le
indicó la cifra simbólica de « setenta veces siete »,131 queriendo
decir con ello que debería saber perdonar a todos y siempre. Es obvio que una
exigencia tan grande de perdonar no anula
las objetivas exigencias de la
justicia. La justicia rectamente entendida constituye por así decirlo la
finalidad del perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el perdón, y ni
siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el
mal, para con el escándalo, la injuria, el ultraje cometido. En todo caso, la
reparación del mal o del escándalo, el resarcimiento por la injuria, la
satisfacción del ultraje son condición del perdón.
Así pues la
estructura fundamental de la justicia penetra siempre en el campo de la
misericordia. Esta, sin embargo, tiene la fuerza de conferir a la justicia un
contenido nuevo que se expresa de la manera más sencilla y plena en el perdón.
Este en efecto manifiesta que, además del proceso de « compensación » y de «
tregua » que es específico de la justicia, es necesario el amor, para que el
hombre se corrobore como tal. El cumplimiento de las condiciones de la justicia
es indispensable, sobre todo, a fin de que el amor pueda revelar el propio
rostro. Al analizar la parábola del hijo pródigo, hemos llamado ya la atención
sobre el hecho de que aquél que perdona y
aquél que es perdonado se encuentran en un punto esencial, que es la
dignidad, es decir, el valor esencial del hombre que no puede dejarse perder y
cuya afirmación o cuyo reencuentro es fuente de la más grande
alegría.132
La Iglesia
considera justamente como propio deber, como finalidad de la propia misión, custodiar la autenticidad del perdón, tanto
en la vida y en el comportamiento como en la educación y en la pastoral. Ella
no la protege de otro modo más que custodiando la fuente, esto es, el misterio de la misericordia de Dios mismo,
revelado en Jesucristo.
En la base
de la misión de la Iglesia, en todas las esferas de que hablan numerosas
indicaciones del reciente Concilio y la plurisecular experiencia del
apostolado, no hay más que el « sacar de las fuentes del Salvador »:133
es esto lo que traza múltiples orientaciones a la misión de la Iglesia en la
vida de cada uno de los cristianos, de las comunidades y también de todo el
Pueblo de Dios. Este « sacar de las fuentes del Salvador » no puede ser
realizado de otro modo, si no es en el espíritu de aquella pobreza a la que nos
ha llamado el Señor con la palabra y el ejemplo: « lo que habéis recibido
gratuitamente, dadlo gratuitamente ».134 Así, en todos los cambios de
la vida y del ministerio de la Iglesia—a través de la pobreza evangélica de los
ministros y dispensadores, y del pueblo entero que da testimonio « de todas las
obras del Señor »—se ha manifestado aún mejor el Dios « rico en misericordia ».
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