7. El Espíritu Santo y
la era de la Iglesia
25.
« Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra
(cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar
indefinidamente a la Iglesia y para
que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un
mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). El es
el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien el Padre
vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos
mortales en Cristo (cf. Rom 8, 10-11
) ».92
De este
modo el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día de
Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación definitiva de lo
que se había realizado en el mismo Cenáculo el domingo de Pascua. Cristo
resucitado vino y « trajo » a los apóstoles el Espíritu Santo. Se lo dio
diciendo: « Recibid el Espíritu Santo ». Lo que había sucedido entonces en el interior del Cenáculo, «
estando las puertas cerradas », más tarde, el día de Pentecostés es manifestado
también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del Cenáculo y los
apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén
con ocasión de la fiesta, para dar testimonio de Cristo por el poder del
Espíritu Santo. De este modo se cumple el anuncio: « El dará testimonio de mí. Pero también
vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio ».93
Leemos en
otro documento del Vaticano II: « El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el
mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés
descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la
Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del
Evangelio por la predicación entre los paganos ».94
La era de la Iglesia empezó con la « venida », es decir,
con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de
Jerusalén junto con María, la Madre del Señor.95 Dicha era empezó en el
momento en que las promesas y las
profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la
verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los
apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia. De esto hablan
ampliamente y en muchos pasajes los Hechos
de los Apóstoles de los cuáles resulta que, según la conciencia de la
primera comunidad , cuyas convicciones expresa Lucas, el Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo
«perceptible»— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían
profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu
Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado.
Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu
Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores.
Pues la gracia del Espíritu Santo, que los apóstoles dieron a sus colaboradores
con la imposición de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación
episcopal. Luego los Obispos, con el sacramento del Orden hacen partícipes de
este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el sacramento
de la Confirmación, sean corroborados por él todos los renacidos por el agua y
por el Espíritu; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la gracia de
Pentecostés.
Como
escribe el Concilio, «el Espíritu habita
en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3,
16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4, 6; Rom 8, 15-16.26). Guía
a la Iglesia a
toda la verdad (cf. Jn 16, 13),
la unifica en comunión y misterio, la provee y gobierna con diversos dones
jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus
frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22) con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su
Esposo ».96
26.
Los pasajes citados por la Constitución conciliar Lumen gentium nos indica que, con la venida del Espíritu Santo,
empezó la era de la Iglesia. Nos indican también que esta era, la era de la Iglesia, perdura. Perdura a través de los siglos y las generaciones.
En nuestro siglo en el que la humanidad se está acercando al final del segundo
milenio después de Cristo, esta «era de la Iglesia», se ha manifestado de
manera especial por medio del Concilio
Vaticano II, como concilio de nuestro siglo. En efecto, se sabe que éste ha
sido especialmente un concilio « eclesiológico », un concilio sobre el tema de la Iglesia. Al mismo tiempo, la
enseñanza de este concilio es esencialmente « pneumatológica », impregnada por la verdad sobre el Espíritu
Santo, como alma de la Iglesia. Podemos decir que el Concilio Vaticano II
en su rico magisterio contiene propiamente todo lo « que el Espíritu dice a las
Iglesias » 97 en la fase presente de la historia de la salvación.
Siguiendo
la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio junto con él, el Concilio
ha dado una especial ratificación de la
presencia del Espíritu Santo Paráclito. En cierto modo, lo ha hecho
nuevamente « presente » en nuestra difícil época. A la luz de esta convicción
se comprende mejor la gran importancia de todas las iniciativas que miran a la
realización del Vaticano II, de su magisterio y de su orientación pastoral y
ecuménica. En este sentido deben ser también consideradas y valoradas las
sucesivas Asambleas del Sínodo de los Obispos,
que tratan de hacer que los frutos de la verdad y del amor —auténticos
frutos del Espíritu Santo— sean un bien duradero del Pueblo de Dios en su
peregrinación terrena en el curso de los siglos. Es indispensable este trabajo
de la Iglesia orientado a la verificación y consolidación de los frutos
salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto conviene
saber « discernirlos » atentamente de todo lo que contrariamente puede provenir
sobre todo del « príncipe de este mundo ».98 Este discernimiento es
tanto más necesario en la realización de la obra del Concilio ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual, como
aparece claramente en las importantes Constituciones conciliares Gaudium et spes y Lumen gentium.
Leemos en
la Constitución pastoral: « La comunidad cristiana (de los discípulos de
Cristo) está integrada por hombres que, reunidos en Cristo son guiados por el
Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la
buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia
».99 « Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve,
responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se
sacia plenamente con solos los elementos terrenos ».100 « El Espíritu
de Dios ... con admirable providencia guía
el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra ».101
|