CAPÍTULO IV
EUCARISTÍA
Y COMUNIÓN ECLESIAL
34.
En 1985, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos reconoció en la «
eclesiología de comunión » la idea central y fundamental de los documentos del
Concilio Vaticano II. 67 La Iglesia, mientras peregrina aquí
en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios
trinitario como la comunión entre los fieles. Para ello, cuenta con la Palabra
y los Sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de la cual « vive y se desarrolla
sin cesar »,68 y en la cual, al mismo tiempo, se expresa a
sí misma. No es casualidad que el término comunión se haya convertido en
uno de los nombres específicos de este sublime Sacramento.
La Eucaristía se
manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a
perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo
Unigénito, por obra del Espíritu Santo. Un insigne escritor de la tradición
bizantina expresó esta verdad con agudeza de fe: en la Eucaristía, « con
preferencia respecto a los otros sacramentos, el misterio [de la comunión] es
tan perfecto que conduce a la cúspide de todos los bienes: en ella culmina todo
deseo humano, porque aquí llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión
más perfecta ».69 Precisamente por eso, es conveniente
cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí
ha nacido la práctica de la « comunión espiritual », felizmente difundida desde
hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida espiritual.
Santa Teresa de Jesús escribió: « Cuando [...] no comulgáredes y oyéredes misa,
podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho [...], que es
mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor ».70
35.
La celebración de la Eucaristía, no obstante, no puede ser el punto de partida
de la comunión, que la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a
perfección. El Sacramento expresa este vínculo de comunión, sea
en la dimensión invisible que, en Cristo y por la acción del Espíritu
Santo, nos une al Padre y entre nosotros, sea en la dimensión visible,
que implica la comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y
en el orden jerárquico. La íntima relación entre los elementos invisibles y
visibles de la comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como sacramento
de salvación. 71 Sólo en este contexto tiene lugar la
celebración legítima de la Eucaristía y la verdadera participación en la misma.
Por tanto, resulta una exigencia intrínseca a la Eucaristía que se celebre en
la comunión y, concretamente, en la integridad de todos sus vínculos.
36. La comunión invisible, aun siendo
por naturaleza un crecimiento, supone la vida de gracia, por medio de la cual
se nos hace « partícipes de la naturaleza divina » (2 Pe 1, 4), así como
la práctica de las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, sólo de este
modo se obtiene verdadera comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la gracia santificante y en
la caridad, permaneciendo en el seno de la Iglesia con el « cuerpo » y con el «
corazón »; 72 es decir, hace falta, por decirlo con palabras
de san Pablo, « la fe que actúa por la caridad » (Ga 5, 6).
La integridad de
los vínculos invisibles es un deber moral bien preciso del cristiano que quiera
participar plenamente en la Eucaristía comulgando el cuerpo y la sangre de
Cristo. El mismo Apóstol llama la atención sobre este deber con la advertencia:
« Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa » (1 Co
11, 28). San Juan Crisóstomo, con la fuerza de su elocuencia, exhortaba a los
fieles: « También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no
sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer
esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil
veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo ».73
Precisamente en
este sentido, el Catecismo de la Iglesia
Católica establece: « Quien tiene conciencia de estar en pecado
grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a
comulgar ».74 Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y
lo estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha
concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para
recibir dignamente la Eucaristía, « debe preceder la confesión de los pecados,
cuando uno es consciente de pecado mortal ».75
37. La Eucaristía y la Penitencia son
dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía, al hacer
presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente,
significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de
respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de
Corinto: « En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! » (2
Co 5, 20). Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado grave
está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la
Reconciliación para acercarse a la plena participación en el Sacrificio
eucarístico.
El juicio sobre el estado de gracia, obviamente,
corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración de
conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento externo grave,
abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado
pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede
mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se
refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la
comunión eucarística a los que « obstinadamente persistan en un manifiesto
pecado grave ».76
38. La comunión eclesial, como antes
he recordado, es también visible y se manifiesta en los lazos
vinculantes enumerados por el Concilio mismo cuando enseña: « Están plenamente
incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu
de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación
establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo,
que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos, mediante los lazos
de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión
».77
La Eucaristía, siendo la suprema manifestación
sacramental de la comunión en la Iglesia, exige que se celebre en un
contexto de integridad de los vínculos, incluso externos, de comunión. De
modo especial, por ser « como la consumación de la vida espiritual y la
finalidad de todos los sacramentos », 78 requiere que los
lazos de la comunión en los sacramentos sean reales, particularmente en el
Bautismo y en el Orden sacerdotal. No se puede dar la comunión a una persona no
bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe sobre el Misterio eucarístico.
Cristo es la verdad y da testimonio de la verdad (cf. Jn 14, 6; 18, 37);
el Sacramento de su cuerpo y su sangre no permite ficciones.
39. Además, por el carácter mismo de
la comunión eclesial y de la relación que tiene con ella el sacramento de la
Eucaristía, se debe recordar que « el Sacrificio eucarístico, aun celebrándose
siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola
comunidad: ésta, en efecto, recibiendo la presencia eucarística del Señor,
recibe el don completo de la salvación, y se manifiesta así, a pesar de su
permanente particularidad visible, como imagen y verdadera presencia de la
Iglesia una, santa, católica y apostólica ».79 De esto se
deriva que una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma,
como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con todas
las demás comunidades católicas.
La comunión
eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y
con el Romano Pontífice. En efecto, el Obispo
es el principio visible y el fundamento de la unidad en su Iglesia particular. 80
Sería, por tanto, una gran incongruencia que el Sacramento por excelencia de la
unidad de la Iglesia fuera celebrado sin una verdadera comunión con el Obispo.
San Ignacio de Antioquía escribía: « se considere segura la Eucaristía que se
realiza bajo el Obispo o quien él haya encargado ».81
Asimismo, puesto que « el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el
principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos
como de la muchedumbre de los fieles »,82 la comunión con él
es una exigencia intrínseca de la celebración del Sacrificio eucarístico. De
aquí la gran verdad expresada de varios modos en la Liturgia: « Toda
celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo con el propio obispo
sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero y con el
pueblo entero. Toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión
universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como
en el caso de las Iglesias cristianas separadas de Roma ».83
40.
La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. San Pablo escribía a
los fieles de Corinto manifestando el gran contraste de sus divisiones en las
asambleas eucarísticas con lo que estaban celebrando, la Cena del Señor. Consecuentemente, el Apóstol les invitaba a reflexionar sobre la
verdadera realidad de la Eucaristía con el fin de hacerlos volver al espíritu
de comunión fraterna (cf. 1 Co 11, 17-34). San Agustín se hizo eco de
esta exigencia de manera elocuente cuando, al recordar las palabras del
Apóstol: « vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su
parte » (1 Co 12, 27), observaba: « Si vosotros sois el cuerpo y los
miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros
mismos y recibís el misterio que sois vosotros ».84 Y, de
esta constatación, concluía: « Cristo el Señor [...] consagró en su mesa el
misterio de nuestra paz y unidad. El que recibe el misterio de la unidad y no
posee el vínculo de la paz, no recibe un misterio para provecho propio, sino un
testimonio contra sí ».85
41. Esta peculiar eficacia para
promover la comunión, propia de la Eucaristía, es uno de los motivos de la
importancia de la Misa dominical. Sobre ella y sobre las razones por las que es
fundamental para la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, me he
ocupado en la Carta apostólica sobre la santificación del domingo Dies
Domini, 86 recordando, además, que participar en la
Misa es una obligación para los fieles, a menos que tengan un impedimento grave,
lo que impone a los Pastores el correspondiente deber de ofrecer a todos la
posibilidad efectiva de cumplir este precepto. 87 Más
recientemente, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, al
trazar el camino pastoral de la Iglesia a comienzos del tercer milenio, he
querido dar un relieve particular a la Eucaristía dominical, subrayando su
eficacia creadora de comunión: Ella –decía– « es el lugar privilegiado donde la
comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la
participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día
de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de
sacramento de unidad ».88
42. La salvaguardia y promoción de
la comunión eclesial es una tarea de todos los fieles, que encuentran en la
Eucaristía, como sacramento de la unidad de la Iglesia, un campo de especial
aplicación. Más en concreto, este cometido atañe con particular responsabilidad
a los Pastores de la Iglesia, cada uno en el propio grado y según el propio
oficio eclesiástico. Por tanto, la Iglesia ha dado normas que se orientan a
favorecer la participación frecuente y fructuosa de los fieles en la Mesa
eucarística y, al mismo tiempo, a determinar las condiciones objetivas en las
que no debe administrar la comunión. El esmero en procurar una fiel observancia
de dichas normas se convierte en expresión efectiva de amor hacia la Eucaristía
y hacia la Iglesia.
43. Al considerar la Eucaristía como
Sacramento de la comunión eclesial, hay un argumento que, por su importancia,
no puede omitirse: me refiero a su relación con el compromiso ecuménico.
Todos nosotros hemos de agradecer a la Santísima Trinidad que, en estas últimas
décadas, muchos fieles en todas las partes del mundo se hayan sentido atraídos
por el deseo ardiente de la unidad entre todos los cristianos. El Concilio Vaticano II,
al comienzo del Decreto sobre el ecumenismo, reconoce en ello un don especial
de Dios. 89
Ha sido una gracia eficaz, que ha hecho emprender el camino del ecumenismo
tanto a los hijos de la Iglesia católica como a nuestros hermanos de las otras
Iglesias y Comunidades eclesiales.
La aspiración a la meta de la unidad nos impulsa a
dirigir la mirada a la Eucaristía, que es el supremo Sacramento de la unidad
del Pueblo de Dios, al ser su expresión apropiada y su fuente insuperable. 90
En la celebración del Sacrificio eucarístico la Iglesia eleva su plegaria a
Dios, Padre de misericordia, para que conceda a sus hijos la plenitud del
Espíritu Santo, de modo que lleguen a ser en Cristo un sólo un cuerpo y un sólo
espíritu. 91 Presentando esta súplica al Padre de la luz, de
quien proviene « toda dádiva buena y todo don perfecto » (St 1, 17), la
Iglesia cree en su eficacia, pues ora en unión con Cristo, su cabeza y esposo,
que hace suya la súplica de la esposa uniéndola a la de su sacrificio redentor.
44. Precisamente porque la unidad de
la Iglesia, que la Eucaristía realiza mediante el sacrificio y la comunión en
el cuerpo y la sangre del Señor, exige inderogablemente la completa comunión en
los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del gobierno
eclesiástico, no es posible concelebrar la misma liturgia eucarística hasta que
no se restablezca la integridad de dichos vínculos. Una concelebración sin
estas condiciones no sería un medio válido, y podría revelarse más bien un
obstáculo a la consecución de la plena comunión, encubriendo el sentido de
la distancia que queda hasta llegar a la meta e introduciendo o respaldando
ambigüedades sobre una u otra verdad de fe. El camino hacia la plena unidad no
puede hacerse si no es en la verdad. En este punto, la prohibición contenida en
la ley de la Iglesia no deja espacio a incertidumbres, 92 en
obediencia a la norma moral proclamada por el Concilio Vaticano II. 93
De todos modos,
quisiera reiterar lo que añadía en la Carta encíclica Ut unum sint,
tras haber afirmado la imposibilidad de compartir la Eucaristía: « Sin embargo,
tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y
este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos
dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más “con un mismo corazón” ».94
45.
Si en ningún caso es legítima la concelebración si falta la plena comunión, no
ocurre lo mismo con respecto a la administración de la Eucaristía, en
circunstancias especiales, a personas pertenecientes a Iglesias o a
Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica.
En efecto, en este caso el objetivo es satisfacer una grave necesidad
espiritual para la salvación eterna de los fieles, singularmente considerados,
pero no realizar una intercomunión, que no es posible mientras no se
hayan restablecido del todo los vínculos visibles de la comunión eclesial.
En este sentido
se orientó el Concilio Vaticano II, fijando el comportamiento que se ha de
tener con los Orientales que, encontrándose de buena fe separados de la Iglesia
católica, están bien dispuestos y piden espontáneamente recibir la eucaristía
del ministro católico. 95 Este modo de actuar ha sido
ratificado después por ambos Códigos, en los que también se contempla, con las
oportunas adaptaciones, el caso de los otros cristianos no orientales que no
están en plena comunión con la Iglesia católica. 96
46.
En la Encíclica Ut unum sint, yo mismo he manifestado aprecio por
esta normativa, que permite atender a la salvación de las almas con el
discernimiento oportuno: « Es motivo de alegría recordar que los ministros
católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los
sacramentos de la Eucaristía, de la Penitencia, de la Unción de enfermos a
otros cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica, pero
que desean vivamente recibirlos, los piden libremente, y manifiestan la fe que
la Iglesia católica confiesa en estos Sacramentos. Recíprocamente,
en determinados casos y por circunstancias particulares, también los católicos
pueden solicitar los mismos Sacramentos a los ministros de aquellas Iglesias en
que sean válidos ». 97
Es necesario fijarse bien en estas condiciones, que son
inderogables, aún tratándose de casos particulares y determinados, puesto que
el rechazo de una o más verdades de fe sobre estos sacramentos y, entre ellas,
lo referente a la necesidad del sacerdocio ministerial para que sean válidos,
hace que el solicitante no esté debidamente dispuesto para que le sean
legítimamente administrados. Y también a la inversa, un fiel católico no puede comulgar en una
comunidad que carece del válido sacramento del Orden. 98
La fiel
observancia del conjunto de las normas establecidas en esta materia99
es manifestación y, al mismo tiempo, garantía de amor, sea a Jesucristo en el
Santísimo Sacramento, sea a los hermanos de otra confesión cristiana, a los que
se les debe el testimonio de la verdad, como también a la causa misma de la
promoción de la unidad.
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