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Ioannes Paulus PP. II Ecclesia de Eucharistia IntraText CT - Texto |
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EN LA ESCUELA DE MARÍA, 53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía. 102 Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él. A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, « concordes en la oración » (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos « en la fracción del pan » (Hch 2, 42). Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio. Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios » (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino. « Feliz la que ha creído » (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en « tabernáculo » –el primer « tabernáculo » de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como « irradiando » su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística? ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: « Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros » (Lc 22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz. Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente. Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la « pobreza » de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se « derriba del trono a los poderosos » y se « enaltece a los humildes » (cf. Lc 1, 52). María canta el « cielo nuevo » y la « tierra nueva » que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!
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102 Cf. n. 21: AAS 95 (2003), 20. |
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