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Ioannes Paulus PP. II
Redemptor hominis

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  • IV. LA MISIÓN DE LA IGLESIA Y LA SUERTE DEL HOMBRE
    • 19. La Iglesia responsable de la verdad
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19. La Iglesia responsable de la verdad

 

Así, a la luz de la sagrada doctrina del Concilio Vaticano II, la Iglesia se presenta ante nosotros como sujeto social de la responsabiIidad de la verdad divina. Con profunda emoción escuchamos a Cristo mismo cuando dice: «La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado».141 En esta afirmación de nuestro Maestro, ¿no se advierte quizás la responsabilidad por la verdad revelada, que es «propiedad» de Dios mismo, si incluso Él, «Hijo unigénito» que vive «en el seno del Padre»,142 cuando la transmite como profeta y maestro, siente la necesidad de subrayar que actúa en fidelidad plena a su divina fuente? La misma fidelidad debe ser una cualidad constitutiva de la fe de la Iglesia, ya sea cuando enseña, ya sea cuando la profesa. La fe, como virtud sobrenatural específica infundida en el espíritu humano, nos hace partícipes del conocimiento de Dios, como respuesta a su Palabra revelada. Por esto se exige de la Iglesia, cuando profesa y enseña la fe, esté intimamente unida a la verdad divina 143 y la traduzca en conductas vividas de «rationabile obsequium»,144 obsequio conforme con la razón. Cristo mismo, para garantizar la fidelidad a la verdad divina, prometió a la Iglesia la asistencia especial del Espíritu de verdad, dio el don de la infalibilidad 145 a aquellos a quienes ha confiado el mandato de transmitir esta verdad y de enseñarla 146 —como había definido ya claramente el Concilio Vaticano I 147 y, después, repitió el Concilio Vaticano II 148— y dotó, además, a todo el Pueblo de Dios de un especial sentido de la fe.149

Por consiguiente, hemos sido hechos partícipes de esta misión de Cristo, profeta, y en virtud de la misma misión, junto con Él servimos la verdad divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad significa también amarla y buscar su comprensión más exacta, para hacerla más cercana a nosotros mismos y a los demás en toda su fuerza salvífica, en su esplendor, en su profundidad y sencillez juntamente. Este amor y esta aspiración a comprender la verdad deben ir juntas, como demuestran las vidas de los Santos de la Iglesia. Ellos estaban iluminados por la auténtica luz que aclara la verdad divina, porque se aproximaban a esta verdad con veneración y amor: amor sobre todo a Cristo, Verbo viviente de la verdad divina y, luego, amor a su expresión humana en el Evangelio, en la tradición y en la teología. También hoy son necesarias, ante todo, esta comprensión y esta interpretación de la Palabra divina; es necesaria esta teología. La teología tuvo siempre y continúa teniendo una gran importancia, para que la Iglesia, Pueblo de Dios, pueda de manera creativa y fecunda participar en la misión profética de Cristo. Por esto, los teólogos, como servidores de la verdad divina, dedican sus estudios y trabajos a una comprensión siempre más penetrante de la misma, no pueden nunca perder de vista el significado de su servicio en la Iglesia, incluido en el concepto del «intellectus fidei». Este concepto funciona, por así decirlo, con ritmo bilateral, según la expresión de S. Agustín: «intellege, ut credas; crede, ut intellegas»,150 y funciona de manera correcta cuando ellos buscan servir al Magisterio, confiado en la Iglesia a los Obispos, unidos con el vínculo de la comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro, y cuando ponen al servicio su solicitud en la enseñanza y en la pastoral, como también cuando se ponen al servicio de los compromisos apostólicos de todo el Pueblo de Dios.

Como en las épocas anteriores, así también hoy —y quizás todavía más— los teólogos y todos los hombres de ciencia en la Iglesia están llamados a unir la fe con la ciencia y la sabiduría, para contribuir a su recíproca compenetración, como leemos en la oración litúrgica en la fiesta de San Alberto, doctor de la Iglesia. Este compromiso hoy se ha ampliado enormemente por el progreso de la ciencia humana, de sus métodos y de sus conquistas en el conocimiento del mundo y del hombre. Esto se refiere tanto a las ciencias exactas, como a las ciencias humanas, así como también a la filosofía, cuya estrecha trabazón con la teología ha sido recordada por el Concilio Vaticano II.151

En este campo del conocimiento humano, que continuamente se amplía y al mismo tiempo se diferencia, también la fe debe profundizarse constantemente, manifestando la dimensión del misterio revelado y tendiendo a la comprensión de la verdad, que tiene en Dios la única fuente suprema. Si es lícito —y es necesario incluso desearlo— que el enorme trabajo por desarrollar en este sentido tome en consideración un cierto pluralismo de métodos, sin embargo dicho trabajo no puede alejarse de la unidad fundamental en la enseñanza de la Fe y de la Moral, como fin que le es propio. Es, por tanto, indispensable una estrecha colaboración de la teología con el Magisterio. Cada teólogo debe ser particularmente consciente de lo que Cristo mismo expresó, cuando dijo: «La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado».152 Nadie, pues, puede hacer de la teología una especie de colección de los propios conceptos personales; sino que cada uno debe ser consciente de permanecer en estrecha unión con esta misión de enseñar la verdad, de la que es responsable la Iglesia.

La participación en la misión profética de Cristo mismo forja la vida de toda la Iglesia, en su dimensión fundamental. Una participación particular en esta misión compete a los Pastores de la Iglesia, los cuales enseñan y, sin interrupción y de diversos modos, anuncian y transmiten la doctrina de la fe y de la moral cristiana. Esta enseñanza, tanto bajo el aspecto misionero como bajo el ordinario, contribuye a reunir al Pueblo de Dios en torno a Cristo, prepara a la participación en la Eucaristía, indica los caminos de la vida sacramental. El Sínodo de los Obispos, en 1977, dedicó una atención especial a la catequesis en el mundo contemporáneo, y el fruto maduro de sus deliberaciones, experiencias y sugerencias encontrará, dentro de poco, su concreción —según la propuesta de los participantes en el Sínodo— en un expreso Documento pontificio. La catequesis constituye, ciertamente, una forma perenne y al mismo tiempo fundamental de la actividad de la Iglesia, en la que se manifiesta su carisma profético: testimonio y enseñanza van unidos. Y aunque aquí se habla en primer lugar de los Sacerdotes, no es posible no recordar también el gran número de Religiosos y Religiosas, que se dedican a la actividad catequística por amor al divino Maestro. Sería, en fin, difícil no mencionar a tantos laicos, que en esta actividad encuentran la expresión de su fe y de la responsabilidad apostólica.

Además, es cada vez más necesario procurar que las distintas formas de catequesis y sus diversos campos —empezando por la forma fundamental, que es la catequesis «familiar», es decir, la catequesis de los padres a sus propios hijos— atestigüen la participación universal de todo el Pueblo de Dios en el oficio profético de Cristo mismo. Conviene que, unida a este hecho, la responsabilidad de la Iglesia por la verdad divina sea cada vez más, y de distintos modos, compartida por todos. ¿Y qué decir aquí de los especialistas en las distintas materias, de los representantes de las ciencias naturales, de las letras, de los médicos, de los juristas, de los hombres del arte y de la técnica, de los profesores de los distintos grados y especializaciones? Todos ellos —como miembros del Pueblo de Dios— tienen su propia parte en la misión profética de Cristo, en su servicio a la verdad divina, incluso mediante la actitud honesta respecto a la verdad, en cualquier campo que ésta pertenezca, mientras educan a los otros en la verdad y los enseñan a madurar en el amor y la justicia. Así, pues, el sentido de responsabilidad por la verdad es uno de los puntos fundamentales de encuentro de la Iglesia con cada hombre, y es igualmente una de las exigencias fundamenales, que determinan la vocación del hombre en la comunidad de la Iglesia. La Iglesia de nuestros tiempos, guiada por el sentido de responsabilidad por la verdad, debe perseverar en la fidelidad a su propia naturaleza, a la cual toca la misión profética que procede de Cristo mismo: «Como me envió mi Padre, así os envio yo ... Recibid el Espíritu Santo».153

 




141. Jn 14, 24.



142. Jn 1, 18.



143. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 5, 10, 21: AAS 58 (1966) 819; 822; 827s.



144. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, 3; Denz-Schönm., 3009. 



145. Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus: l.c.



146. Cf. Mt 28, 19.



147. Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus: l.c.



148. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 18-27: AAS 57 (1965) 21-33.



149. Ibid., 12, 35: l.c., p.16-17; 40-41.



150. Cf. S. Agustín, Sermo 43, 7-9: PL 38,257s.



151.Cf. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 44.57.59.62: AAS 58 (1966) 1064s; 1077ss; 1079s; 1082ss; Decr. Optatam totius, 15: AAS 58 (1966) 722.



152. Jn 14, 24.



153. Jn 20, 21s.






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