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Ioannes Paulus PP. II
Redemptor hominis

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  • IV. LA MISIÓN DE LA IGLESIA Y LA SUERTE DEL HOMBRE
    • 22. La Madre de nuestra confianza
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22. La Madre de nuestra confianza

 

Por tanto, cuando al comienzo de mi pontificado quiero dirigir al Redentor del hombre mi pensamiento y mi corazón, deseo con ello entrar y penetrar en el ritmo más profundo de la vida de la Iglesia. En efecto, si ella vive su propia vida, es porque la toma de Cristo, el cual quiere siempre una sola cosa, es decir, que tengamos vida y la tengamos abundante.188 Esta plenitud de vida que está en Él, lo es contemporáneamente para el hombre. Por esto, la Iglesia, uniéndose a toda la riqueza del misterio de la Redención, se hace Iglesia de los hombres vivientes, porque son vivificados desde dentro por obra del «Espíritu de verdad»,189 y visitados por el amor que el Espíritu Santo infunde en sus corazones.190 La finalidad de cualquier servicio en la Iglesia, bien sea apostólico, pastoral, sacerdotal o episcopal, es la de mantener este vínculo dinámico del misterio de la Redención con todo hombre.

Si somos conscientes de esta incumbencia, entonces nos parece comprender mejor lo que significa decir que la Iglesia es madre191 y más aún lo que significa que la Iglesia, siempre y en especial en nuestros tiempos, tiene necesidad de una Madre. Debemos una gratitud particular a los Padres del Concilio Vaticano II, que han expresado esta verdad en la Constitución Lumen Gentium con la rica doctrina mariológica contenida en ella.192 Dado que Pablo VI, inspirado por esta doctrina, proclamó a la Madre de Cristo «Madre de la Iglesia»193 y dado que tal denominación ha encontrado una gran resonancia, sea permitido también a su indigno Sucesor dirigirse a María, como Madre de la Iglesia, al final de las presentes consideraciones, que era oportuno exponer al comienzo de su ministerio pontifical. María es Madre de la Iglesia, porque en virtud de la inefable elección del mismo Padre Eterno194 y bajo la acción particular del Espíritu de Amor,195 ella ha dado la vida humana al Hijo de Dios, «por el cual y en el cual son todas las cosas»196 y del cual todo el Pueblo de Dios recibe la gracia y la dignidad de la elección. Su propio Hijo quiso explícitamente extender la maternidad de su Madre —y extenderla de manera fácilmente accesible a todas las almas y corazones— confiando a ella desde lo alto de la Cruz a su discípulo predilecto como hijo.197 El Espíritu Santo le sugirió que se quedase también ella, después de la Ascensión de Nuestro Señor, en el Cenáculo, recogida en oración y en espera junto con los Apóstoles hasta el día de Pentecostés, en que debía casi visiblemente nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad.198 Posteriormente todas las generaciones de discípulos y de cuantos confiesany aman a Cristo —al igual que el apóstol Juan— acogieron espiritualmente en su casa 199 a esta Madre, que así, desde los mismos comienzos, es decir, desde el momento de la Anunciación, quedó inserida en la historia de la salvación y en la misión de la Iglesia. Así pues todos nosotros que formamos la generación contempóranea de los discípulos de Cristo, deseamos unirnos a ella de manera particular. Lo hacemos con toda adhesión a la tradición antigua y, al mismo tiempo, con pleno respeto y amor para con todos los miembros de todas las Comunidades cristianas.

Lo hacemos impulsados por la profunda necesidad de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, si en esta difícil y responsable fase de la historia de la Iglesia y de la humanidad advertimos una especial necesidad de dirigirnos a Cristo, que es Señor de su Iglesia y Señor de la historia del hombre en virtud del misterio de la Redención, creemos que ningún otro sabrá introducirnos como María en la dimensión divina y humana de este misterio. Nadie como María ha sido introducido en él por Dios mismo. En esto consiste el carácter excepcional de la gracia de la Maternidad divina. No sólo es única e irrepetible la dignidad de esta Maternidad en la historia del género humano, sino también única por su profundidad y por su radio de acción es la participación de María, imagen de la misma Maternidad, en el designio divino de la salvación del hombre, a través del misterio de la Redención.

Este misterio se ha formado, podemos decirlo, bajo el corazón de la Virgen de Nazaret, cuando pronunció su «fiat». Desde aquel momento este corazón virginal y materno al mismo tiempo, bajo la acción particular del Espíritu Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va hacia todos aquellos que Cristo ha abrazado y abraza continuamente en su amor inextinguible. Y por ello, este corazón debe ser también maternalmente inagotable. La característica de este amor materno que la Madre de Dios infunde en el misterio de la Redención y en la vida de la Iglesia, encuentra su expresión en su singular proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes. En esto consiste el misterio de la Madre. La Iglesia, que la mira con amor y esperanza particularísima, desea apropiarse de este misterio de manera cada vez más profunda. En efecto, también en esto la Iglesia reconoce la vía de su vida cotidiana, que es todo hombre.

El eterno amor del Padre, manifestado en la historia de la humanidad mediante el Hijo que el Padre dio «para que quien cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna»,200 este amor se acerca a cada uno de nosotros por medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos más comprensibles y accesibles a cada hombre. Consiguientemente, María debe encontrarse en todas las vías de la vida cotidiana de la Iglesia. Mediante su presencia materna la Iglesia se cerciora de que vive verdaderamente la vida de su Maestro y Señor, que vive el misterio de la Redención en toda su profundidad y plenitud vivificante. De igual manera la misma Iglesia, que tiene sus raíces en numerosos y variados campos de la vida de toda la humanidad contemporánea, adquiere también la certeza y, se puede decir, la experiencia de estar cercana al hombre, a todo hombre, de ser «su» Iglesia: Iglesia del Pueblo de Dios.

Frente a tales cometidos, que surgen a lo largo de las vías de la Iglesia, a lo largo de la vías que el Papa Pablo VI nos ha indicado claramente en la primera Encíclica de su pontificado, nosotros, conscientes de la absoluta necesidad de todas estas vías, y al mismo tiempo de las dificultades que se acumulan sobre ellas, sentimos tanto más la necesidad de una profunda vinculación con Cristo. Resuenan como un eco sonoro las palabras dichas por Él: «sin mí nada podéis hacer».201 No sólo sentimos la necesidad, sino también un imperativo categórico por una grande, intensa, creciente oración de toda la Iglesia. Solamente la oración puede lograr que todos estos grandes cometidos y dificultades que se suceden no se conviertan en fuente de crisis, sino en ocasión y como fundamento de conquistas cada vez más maduras en el camino del Pueblo de Dios hacia la Tierra Prometida, en esta etapa de la historia que se está acercando al final del segundo Milenio. Por tanto, al terminar esta meditación con una calurosa y humilde invitación a la oración, deseo que se persevere en ella unidos con María, Madre de Jesús,202 al igual que perseveraban los Apóstoles y los discipulos del Señor, después de la Ascensión, en el Cenáculo de Jerusalén.203 Suplico sobre todo a Maria, la celestial Madre de la Iglesia, que se digne, en esta oración del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que formamos la Iglesia, es decir, el Cuerpo Mistico de su Hijo unigénito. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el Espíritu Santo que desciende sobre nosotros 204 y convertirnos de este modo en testigos de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra»,205 como aquellos que salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés.

Con la Bendición Apostólica.

 

Dado en Roma, junto a San Pedro, el dia 4 de marzo, primer domingo de cuaresma del año 1979, primero de mi Pontificado.

 




188. Cfr. Jn 10, 10.



189. Jn 16, 13.



190. Cfr. Rom 5, 5.



191. Cfr Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 63-64: AAS 57 (1965) 64.



192. Cfr. cap. VIII, 52-69: AAS 57 (1965) 58-67.



193. Pablo VI, Discurso de Clausura de la III Sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015.



194. Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 56: AAS 57 (1965) 60.



195. Ibid.



196. He 2, 10.



197. Cfr. Jn 19, 26.



198. Cfr. He 1, 14; 2.



199. Cfr. Jn 19, 27.



200. Jn 3, 16.



201. Jn 15, 5.



202. Cfr. He 1, 14.



203. Cfr. He 1, 13.



204. Cfr. He 1, 8.



205. Ibid.






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