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San Juan Bautista de la Concepción Obras III - S. Juan B. de la C. IntraText CT - Texto |
1. El texto que presentamos ahora, con cuyo sobrio encabezamiento lo abre el mismo autor, sigue en el tomo VI manuscrito al precedentemente editado (Un breve tratado sobre los hermanos donados), extendiéndose concretamente entre los ff. 121r-185r. Hemos aportado nosotros todas las subdivisiones y todos los títulos y subtítulos, que faltan en el original.
Una serie de alusiones a escritos pasados y, sobre todo, la frase siguiente del inicio del c.XV: "Lo cual [lo anterior] pienso que se escribió en mayo del año pasado y hoy, en diez de marzo de 607, he tornado a escribir dende esta digresión que dejo hecha [desde el f.166r]", permiten datar una parte -la primera, hasta el f.166r- en mayo de 1606 y el resto en marzo de 1607, todo ello escrito en Madrid 1. En ese período san Juan Bautista de la Concepción está viviendo intensamente su experiencia de primer ministro provincial o prelado superior de la descalcez (1605-1608). Y tiene detrás una historia, igualmente intensa, de servicio a varias de las primeras comunidades de la Reforma (Valdepeñas, Alcalá de Henares, Madrid...) en calidad de ministro o prelado local.
2. A lo largo y ancho de su producción literaria, el Reformador se muestra insistente y profuso en tratar de los ministros o prelados, impartiendo para ellos enseñanzas teóricas y consejos prácticos de todo tipo. Les recuerda a menudo la exigencia de humildad, de espíritu de servicio y de buen ejemplo inherente a su cargo 2. sobre todo es el presente tratado el que evidencia su honda inquietud por dotar a la descalcez de ministros o prelados capaces de inocular en las comunidades la pasión por vivir el espíritu trinitario original y perseguir la santidad. Afirma sin rodeos que la "conservación" de la congregación depende de la calidad de los superiores; más aún, que son ellos los que "la hacen y deshacen", ellos "la levantan o derriban, perficionan y acaban".
El escrito desarrolla dos puntos principales: en primer lugar, se habla de las cualidades del prelado o ministro 3 y del modo correcto de gobernar; sucesivamente, se aborda la cuestión de su elección. Además, el autor abre y cierra toda la exposición con unas confesiones personales impresionantes acerca de su vivencia martirial de la función de prelado (reformador, guía) de los trinitarios descalzos. Como colofón, desvela crudamente ese trasfondo autobiográfico, poniendo en evidencia la "táctica" de Dios para mantenerle al frente de su "obra", esto es, la reforma trinitaria.
3. Las cualidades y obligaciones que atribuye al prelado van parejas con su altísimo concepto del cargo. Basta "saber que (los prelados) son la regla, el nivel, la cuerda, el compás y relox por donde se miden, ordenan y componen los súbditos", sostiene. Les aplica in directo las metáforas evangélicas de la sal y la luz... Les pide paciencia, mansedumbre, humildad, desasimiento de todo, prudencia, piedad, misericordia... Han de ser ejemplares en la observancia religiosa, por lo que precisan de buena salud y de amor al sacrificio. Por otra parte, han de poseer un temperamento equilibrado, sin ribete alguno de enojo, melancolía, ligereza. En una palabra, "el que ha de ser prelado ha de ser un Cristo vivo, un verdadero retrato" de Cristo. Reconoce que es prácticamente imposible la concentración de tal cúmulo de virtudes y carismas en un sujeto, máxime en la fase incipiente en que se encuentra aún la Reforma. De ahí que se ofrezca la necesidad de preferir unas dotes a otras, en cuyo caso aconseja anteponer la santidad a las letras, pero una santidad que vaya acompañada de la debida solicitud por la casa, sin olvidar que, en realidad, "el virtuoso es verdaderamente sabio". Se comprende su exhortación a los electores: que "miren y remiren en quién ponen los ojos".
4. Con las páginas que presentamos el reformador trinitario nos abre una ventana ancha para acceder sin rodeos en el ámbito de su conciencia vocacional como ministro provincial. El contexto, general y particular, fundamentalmente autobiográfico, se impone al anonimato de las formas gramaticales; y, por si fuera poco, nuestro santo autor concluye (c.XVIII) con una confesión impresionante sobre la inspiración autobiográfica de todo el texto. Escribe acuciado por el deseo de averiguar las causas y los efectos de los cambiantes trabajos interiores con los que Dios le mantiene atado a la causa de la Reforma. Y desde su experiencia cree poder ayudar a sus hermanos prelados o ministros. Cual hilo conductor de sus reflexiones, se detecta la convicción de que, si Dios le ha puesto en esta senda y le fuerza a no abandonarla, las cruces que le manda, por inauditas que parezcan, tienen una relación directa con esa su misión. En este sentido, saltan a su pluma una serie de frases evocadoras de su opción definitiva (Roma 1599) de seguir hasta el fin la vocación/misión reformadora. El es el "varón justo" (XV,7) que, "con oraciones, ansias, fatigas y suspiros, obliga a Dios a que le dé a conocer su voluntad"; y Dios, interesado en asirle a la "obra" (reforma), "revélale y descúbrele la certidumbre de los fines" de ella, pero ocultándole "los trabajos que en los medios había de tener para conseguir aquellos fines". Precisará ulteriormente el alcance y el resultado de la revelación o visión profética que le cupo 4: una doble certeza, acerca de la concreta voluntad de Dios y acerca de los "trabajos" en ello implicados, aunque desconocidos e imprevisibles.
Luego explica el doble efecto que le produjo dicho contraste. La certidumbre en torno a la ejecución final de la obra da razón de su indómita perseverancia ("aunque le pongan delante mil infiernos, no dejará de llevarla adelante"). El desconocimiento de los medios trabajosos riega su sendero de dudas, congojas, sobresaltos. Amor y temor, apego al proyecto divino y desapego del oficio, todo a beneficio de la Reforma y de sí mismo. Se ve atravesado por una dinámica de
lucha sin cuartel entre dos contendientes irreconciliables: el hombre interior y el exterior; el conocimiento y el sentimiento; el bien común y el particular; la adhesión espiritual a la obra en atención a sus fines y el rechazo natural de los trabajos que su realización comporta. Vence el conocimiento (espíritu, voluntad), mortificado en lo más vivo, la parte sensible.
Tras haber recordado que su elección como ministro provincial se debió exclusivamente a la iniciativa de Dios, "bien contra mi dictamen particular, amor propio e intereses sensibles", describe con trazos espeluznantes la contraposición frontal entre su natural y tendencias sensibles por una parte y la autoridad que se le había asignado, por otra. El aborrecimiento natural del oficio de prelado -a "mandar y gobernar a otros"- le pinta como preferibles el cautiverio en Argel "sujeto a las penas más graves que en aquel estado padece un cautivo" e incluso las penas del infierno "por algún tiempo". Con los trabajos, sobre todo interiores -cuenta-, Dios le ha traído encadenado a su voluntad, arrastrado, "atado a no hacer mi voluntad sino la de Dios". Para garantizar esa perseverancia, le ha dado a conocer vivamente sea los bienes futuros vinculados al oficio sea los males y las penas del mismo en el presente: lo primero le anima a "llevar la carga por sólo la honra y gloria de Dios"; lo segundo le mueve a la vigilancia y al temor de ofender a Dios, manteniéndose "muy desasido de todo lo que le puede causar algún género de elación, presunción o soberbia".
Profundiza en la cruz misma que le atraviesa y crucifica, "cruz así sola desnuda". Califica de "martirio" y de "obra muy heroica" el doble duelo que experimenta: olvido y renuncia del bien personal para desvivirse por los hermanos; antagonismo y lucha feroz entre lo sensible y lo conocido con certeza intelectual. "Siempre he dicho y confesado haber sido Dios servido camine con este martirio, contradiciendo lo que entendía a lo que sentía. Y sola la razón desnuda ha sido la que me ha traído ya nueve años ha en pies bien aperreados y cansados". Vive en estado de martirio, porque se deja "morir de hambre" en lo sensible por quitarse el pedazo de pan de su boca y darlo al prójimo; porque tiene el alma "descoyuntada" entre la razón que le tira a solo Dios y los afectos que le tiran al propio interés, sin poderse desenganchar de ninguno de los dos extremos; porque "sintiendo propias ganancias en el ser súbdito", sólo por obediencia asume el "ser prelado"; porque se dedica al bien de los hermanos "descalzo de todo género de interés" y de gusto, con "voluntad desnuda", sólo por amor de Dios. "Este tal -él mismo- se sacrifica y ofrece en holocausto su voluntad". Pero todavía anota algunas cruces más hondas y lacerantes con que Dios le ha distinguido, comprendida la falta total de luz sobrenatural para afrontar la contienda del espíritu. "¿Qué remedio tiene este tal? Yo no lo sé; callar cuando Dios le diere sufrimiento y quejarse cuando no pudiere más y esperar se acabe la vida y disponga y haga Dios lo que fuere servido".
5. El décimo capítulo expone algunas cuestiones relativas al voto de no pretender dignidades y prelacías dentro y fuera de la Orden (votum non ambiendi), denominado también por ello voto de humildad. Es el escrito que más atención presta a este cuarto voto, que instauró el Reformador, como voto simple, comenzando por el colegio de Alcalá y siendo el primero en emitirlo. En su decisión influyó el ejemplo de los carmelitas descalzos de Italia, sin descartar el estímulo que le pudo venir de los jesuitas y de otros institutos religiosos. Pero las razones
de fondo hay que buscarlas en su talante espiritual: profunda humildad, deseo de poner remedio a la ambición de cargos (uno de los vicios más comunes entre los calzados) y garantizar el máximo respeto hacia el protagonismo de Dios Trinidad 5.
Con la experiencia del primer capítulo provincial (1605), replantea el tema y hace nuevas propuestas. Lo ocurrido con "aquella primera elección" se encargó de mostrar a sus ojos la ineficacia del voto "simple" en orden a cortar de raíz, como había soñado, los impulsos naturales de ambición y las rencillas entre hermanos. Entre los "inconvenientes" allí verificados, todos lesivos del espíritu de humildad, el autor señala los siguientes: 1) Habiéndolo dejado como facultativo para los religiosos ya profesos, algunos no habían emitido el voto, quedando así una puerta abierta a maquinaciones urdidas por quien "fuere ambicioso y sin voto"; 2) se generalizó la "opinión que uno se puede absolver de este voto por la bula de la cruzada", de modo que el interesado, "habiéndose absuelto, puede a lo secreto pretender"; 3) "después de este voto, dan por lícito la simple comunicación, y nadie puede juzgar cuándo pasa de raya".
Tras ratificar el valor del voto en cuanto "acertadísimo remedio" para garantizar elecciones acertadas, reclama las medidas jurídicas que lo refuercen: "Debe este voto hacerse con licencia de Su Sanctidad para quitar opiniones. Y, en el entretanto, pues se hace simple y con publicidad y el absolverse de él será secreto, al que lo quebrantare castigarlo público con pena de eterna inhabilitación de cualquier officio". La obligatoriedad del cuarto voto se alcanzó de forma cumplida con el breve Quae pie et sancte (10.2.1610) de Paulo V 6. Mas el Reformador quiere mayores garantías para el proceso electoral, por lo que propone un cambio en el sistema vigente para "quitar a los súbditos de cualquier ocasión de quebrantamiento" del voto.
6. En la Regla primitiva trinitaria se lee: "Electio ministri per commune fratrum consilium fiat, nec eligatur secundum dignitatem generis, sed secundum vitae meritum et sapientiae doctrinam. Ille vero qui eligitur sacerdos sit vel clericus ordinibus aptus. Minister vero, sive maior sive minor, sacerdos sit" (art.27). El Santo dificulta por motivos prácticos el sistema de elección: "per commune consilium fratrum fiat", que sea por votos de los religiosos. Y parece da a entender sean los de la propia casa para los ministros, pues dice: basta que sea "ordinibus aptus; y para el provincial habrán de ser los ministros de las casas". El caso de los ministros provinciales, inexistentes en los primeros tiempos de la Orden, es una ampliación lógica. Apunta aquí a la corrección que la tradición había aportado a la letra de la Regla, que, como se habrá notado, se contradice al sostener, primero, que quien es elegido (qui eligitur) -se entiende, ministro- puede no ser sacerdote sino clérigo apto para las órdenes (clericus ordinibus aptus) y exige, luego, que todo ministro sea sacerdote (sacerdos sit). La mencionada corrección consistía en volver en activa el verbo: eligit en vez de eligitur, atribuyendo el ordinibus aptus al elector, no al elegido 7.
Nuestro Santo juzga inadecuado el sistema electivo practicado por los calzados, consistente en que cada comunidad conventual elegía a su respectivo ministro, quien entraba en funciones una vez confirmado por su ministro provincial. He aquí los principales inconvenientes, que, según sus conocimientos, se han presentado también en otros institutos: eligiendo a uno de la propia casa, muchas veces se da el voto, por "respetos humanos, razón de estado" e intereses creados, a quienes "están sobrados de cosas exteriores y faltos de las interiores". Lo corriente es que cada elector informe "por aquel que más y mejor frisa con su natural, con su condición y con su inclinación. Y aun teniendo por objeto la virtud, puede cada uno ser de contrario parecer", dando así pie a discordias. Es fácil dejarse condicionar por la dignitas generis del sujeto, "a quien otros llaman prelado honrado, otros prudente, discreto, bien hablado o bienquisto, porque los que viven en su casa cada uno hace su voluntad; otros lo llaman largo, repartido, dadivoso, regalador, porque donde él está no se trata de mortificación de gusto...; y aun quieren ya poner por buenas partes del prelado el ser de buen talle, gentil hombre, de buen parecer,...". En el elector disconforme con el resultado final se desencadenan inquietudes y "mil tentaciones", pensando en los desquites del ministro electo. "No son menores sus causas de inquietud" en los elegibles que no salen elegidos, pues se preguntan por qué no se echa mano de ellos. En una palabra, en la junta local electiva surgen fácilmente "inquietudes, desasosiegos y perturbaciones", desavenencias y discordias.
¿Qué propone en concreto? Para alejar las tentaciones aludidas y proteger la observancia del nuevo voto de no pretender, manifiesta: "yo remitiría las elecciones a los prelados superiores, tomando por compañeros los que una vez determinaren para eso. Porque ¿se puede aguardar más seguridad de los niños y mozos que en los conventos eligen que no de los prelados superiores, que son ya hombres consumados y experimentados?". "Otro modo podría haber -especifica-, que es el que el prelado superior con cuatro definidores pudiesen proveer los prelados inferiores. Y esto sería bien mientras hubiese acierto en la elección de estas cinco personas", en cuyo caso "los engaños" e inconvenientes ya denunciados "menos lugar tienen con personas semejantes que con los religiosos particulares de los conventos". El caso de los jesuitas, que, aun emitiendo el voto, remiten "sus elecciones a Roma" 8, le confirma en su idea.
Claro que aquí se pasa de la elección al nombramiento o "asignación" de los ministros conventuales por parte del definitorio provincial o general 9. Ante la posible objeción de que, de esa forma, se contraviene a la Regla, nuestro autor opina que, si se respetan los fines perseguidos por la norma primitiva, con el cambio "no se modifica de suerte ninguna la Regla. Modificación se llama cuando se relaja el rigor y la aspereza, no cuando algún orden se varía, que es muy cierto este variarse con los tiempos y entonces convenir que las elecciones las hicieran en los conventos y ahora convenir lo contrario; y haciéndolo no se pervierte el rigor de la propia Regla".
Su contrariedad al vigente sistema electoral tuvo eco positivo, con fuerza de ley, pocos meses después 10. Cuatro años más tarde la elección de ministros provinciales y locales fue encomendada al capítulo general, aún por celebrarse en la descalcez 11.
7. En una página de Memoria de los orígenes, 44,3 (II, 368-369) escrita cuatro o cinco meses antes, nos informa el Reformador: "Venido a España, pidióme el visitador [Elías de San Martín, OCD] apuntase leyes y constituciones, y puso papel y tinta en mis manos". De hecho, sin embargo, según confiesa allí, se resistió a ejecutar esa comisión por no querer interferir con trabas y frenos humanos en la planificación que Dios mismo, artífice y conductor de la obra, estaba llevando a cabo a través de los acontecimientos. El capítulo de 1605 parecía la instancia adecuada para promulgar constituciones, pero "se quisieron empezar y no se hizo nada". Aun concluido su mandato, el visitador hizo un ulterior esfuerzo para que se cumpliera el mencionado deber, prescrito por el breve de Clemente VIII. No logró su objetivo. Ello confirmó al Santo en su criterio legislativo: Las constituciones se hacen "no porque nosotros lo queremos sino porque Dios lo quiere. Y esta grandeza tengo de confesar de mi sagrada Religión: que se hacen leyes de lo que se guarda, que es más perfección que guardar lo que se guarda por ser ley" 12.
En el presente texto (XIII,1), sin embargo, nos revela su inquietud sobre el particular y nos da noticia de un intento fallido de lograr de sus definidores la formulación de unas constituciones propias. "Pero viendo que ellos no hicieron nada y que no es lícito esté la Religión sin leyes ni constituciones, puesto caso que yo tampoco no las deba hacer, para poderme escusar en todo tiempo, me veo obligado a scribir aquí estos borrones de todo aquello que Dios me diere a entender, no por vía de constituciones sino por vía de notables, para que en ellos noten lo que mejor les pareciere". La actitud de los definidores podía haberle hecho dudar de la oportunidad del momento para establecer un código de leyes. Pero reafirma la necesidad imperiosa de cubrir esa laguna. Por otra parte, conjugadas la ineficiencia de los definidores y la urgencia legislativa, parecería más lógica otra actitud: Si ellos solos no lo han podido hacer, voy a intentarlo yo, responsable primero, con ellos. Mas no: "Yo tampoco las debo hacer".
No se trata obviamente de pérdida del sentido del deber; menos aún de vacío de ideas. Despunta entre líneas una percepción singular de la voluntad de Dios. En menos de cinco meses, siempre como provincial, ha cambiado de opinión: De considerar las constituciones innecesarias, en el momento presente ha pasado a juzgarlas inaplazables. Por tanto ahora "ve" con claridad que "Dios lo quiere". La originalidad de la descalcez postulaba ya su expresión legislativa. La dialéctica entre el querer leyes y no querer formularlas puede resultar menos contradictoria a la luz de su trayectoria vocacional. No quiere renunciar a su papel de simple instrumento ejecutor de los designios de Dios. Legislar le suena a usurpación de los derechos de Dios y a suplantación de la responsabilidad comunitaria. Por eso pretende escribir únicamente
lo que Dios le inspire. Por eso también rehúye la fórmula de las constituciones, módulo legislativo rígido, y elige el método de "notables" o guiones descriptivos, susceptibles de revisión por parte de los hermanos. Asoma aquí su temor permanente a engañarse al adoptar por cuenta propia decisiones de alcance personal o comunitario 13.
PARA LOS PRELADOS