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San Juan Bautista de la Concepción
Obras II – S. Juan B. de la C.

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INTRODUCCION

 

           

            1.           He aquí un brevísimo «tratado», siete folios escasos (167r‑174r) del to­mo IV autógrafo, que constituye un fervoroso alegato en defensa de todas las reformas: «De cuánto importa que todas las religiones se vuelvan a su primer principio y que todas sean reformadas...». El largo epígrafe anticipa sumariamente el pensamiento que se va a desarrollar. No hallamos en el texto alusiones útiles para calcular los referentes cronológico y geográfico, pudiendo deducir sólo, del conjunto del volumen, que fue compuesto probablemente en la primera mitad de 1609.

 

            2.            Interesa delinear sucintamente el trasfondo histórico que impulsa a nuestro escritor a esgrimir la pluma con tanta firmeza. San Juan Bautista de la Concepción llevaba dentro desde hacía dos lustros al menos el deseo de una reforma general de las órdenes religiosas. La experiencia romana, a la espera del breve pontificio para la descalcez trinitaria, lo acrecentó, hasta el punto que, vuelto a España, se ofreció a otros institutos antiguos (mercedarios, dominicos, agustinos...) para colaborar en sus respectivas reformas, por entender que «se han de reformar todas cuantas hay en la Iglesia de Dios».

            En la sociedad española aumentaba la preocupación por el desmesurado incremento de casas religiosas, en contraste con un sensible depauperamiento demográfico y financiero del país, iniciado en los últimos años del reinado anterior (Felipe II, † 1598) 1. Los grandes centros urbanos se poblaban de conventos, sobre todo de institutos recientes (jesuitas, hermanos de San Juan de Dios, canónigos regulares) y de frailes reformados (capuchinos, carmelitas descalzos, agustinos recoletos, franciscanos recoletos y descalzos, trinitarios descalzos, mercedarios descalzos...). No entramos en las variadas razones históricas de semejante proliferación. Basta señalar el hecho 2. La aglomeración urbana 3que, por otra parte, no resolvía el problema de la escasez y desigual distribución del clero seculardaba vistosidad al fenómeno y suscitaba creciente inquietud en los gobernantes. Por doquier se elevaban voces de alerta y protesta. Obispos, autoridades municipales, el clero secular y las comunidades religiosas preexistentes ponían trabas a la apertura de nuevos cenobios 4. Arbitristas


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y memorialistas proponían la prohibición de nuevas fundaciones. En todas las Cortes de la época se formulaba una petición de ese contenido elevada al rey y a su Consejo de Estado 5.

            El reformador trinitario seguía con inquietud, por obvias razones, la problemática apuntada, que bien se refleja en las páginas que estamos introduciendo y en el último escrito recogido en este volumen (Respuesta a seis dificultades sobre la reforma).

 

            3.           En las actuales páginas se dirige expresamente, con grandes elogios y respetuosas exhortaciones, al rey Felipe III, a quien invita a sopesar los bienes impagables que Dios ha tenido a bien conceder a su reino y a su misma persona por medio de la reforma de regulares. La finalidad del escrito es la de instar al monarca a seguir amparando a los frailes reformados, sin dejarse intimidar por cualesquier presiones en contrario. El estilo y el enfoque de la exhortación inducen a pensar en un memorial destinado a Felipe III, con el deseo de sostenerle moralmente ante la presión de los reduccionistas —entre ellos, los diputados en Cortes— en lo tocante a conventos reformados. ¿Daría curso nuestro autor a semejante memorial? Es probable que sí: la amistad personal con el rey y con su valido, el duque de Lerma, le ensanchaba el camino para hacerlo.

            Alega, fundamentalmente, dos series de razones en favor de su tesis: 1) unas, inscritas en la misma naturaleza de las órdenes religiosas; y 2) otras, cifradas en los bienes que las reformas reportan a la Iglesia y a la sociedad. La Iglesia militante y los institutos religiosos, por su composición humana, llevan en sí mismos un «principio de corrupción», tanto más amenazante cuanto es mayor la perfección de vida a que se aspira. La tibieza y la relajación se filtran con facilidad. Por ello, necesitan de «reformas y renovaciones». Las de los regulares, junto con mantener puro el espíritu primitivo, contribuyen eficazmente a rejuvenecer y revitalizar la Iglesia, ya que, en el cuerpo místico, los religiosos son «los nervios y huesos que sustentan la carne, que es la parte inferior de los seglares». Según Cristo, son «luz y vela sobre candelero», de donde, para que su vida sea «clara y perfecta y limpia», precisa ser renovada a menudo. Son también «rostro y faz de la república cristiana» y, como tales, han de conservarse limpios, llevando el vestido de «sus santos padres y fundadores». «Son sacrificio que se ofrece para aplacar a Dios, y han de ser cordero sin mancilla. Son sal, y no ha de ser vana. Son ciudad, y ha de estar limpia y bien poblada».

            Por otro lado, son muchos y de inmenso valor los bienes que reporta a la sociedad la caridad cultivada por los religiosos reformados, que, con la única mira de «la honra y gloria de Dios», sólo se ocupan «en alabar a Dios y servir a los pobres». Con su santidad de vida y su «continua oración», libran al país del castigo divino, velan sobre la paz del reino y sobre la salud espiritual del rey y de sus ciudadanos, a la vez que sirven de parapeto frente al avance de la herejía.

            Son tantas, tan conocidas y convincentes las razones que se pueden aducir —sostiene—, que «podría tener por más que sospechoso en nuestra santa fe al que


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persiguiese y estorbase estas santas reformaciones». Consiguientemente, el florecimiento de órdenes reformadas en España suscita en él repetidas exclamaciones de júbilo y agradecimiento a Dios y a Felipe III, exaltado en las presentes páginas como impulsor de tal florecimiento. Se hace cargo del dolor de tan «cristianísimo rey» frente a la ruina espiritual y moral de tantos otros reinos, por lo que le invita a estimar sobremanera el inmenso privilegio que goza con la renovada Iglesia española y a trabajar con ahínco en la reforma de regulares. Ahora bien, si es razonable considerar al monarca beneficiario directo de los frutos de santidad y apostolado derivados de las reformas, excesivas parecen las palabras de exaltación que le reserva, como decir «que en orden a vuestra majestad y por vuestra majestad hace Dios en estos reinos» las reformas; o llamarle «como otro segundo Salamón».

            Sólo nos queda advertir al lector que, además de la formulación del título, se debe también a nosotros la numeración de párrafos.

 

               

 

 




1      No es el caso de elencar aquí las causas de ese depauperamiento, entre las que tuvo su parte la peste bubónica del sexenio 1598‑1604.

               



2      Puede consultarse el conocido estudio de DOMÍNGUEZ ORTIZ, A., Las clases privilegiadas en el Antiguo Régimen, Madrid 1979, 275 y ss.

               



3            Recuérdese que el reformador trinitario asentó sus principales comunidades en algunas de las ciudades que presentaban mayor acumulación de conventos (por ello mismo, le resultaron más trabajosas): Alcalá de Henares (unos 27 a primeros del siglo XVII), Valladolid (unos 46), Salamanca (unos 30), Madrid (unos 60), Sevilla (en 1581 tenía 19 de frailes y otros tantos de monjas), Toledo (unos 40), Baeza, Córdoba.

               



4      Ese tipo de trabas tuvo que superar nuestro santo —y lo hizo gracias a la ayuda del duque de Lerma y, sobre todo, a la propia voluntad diamantina— para fundar en ciudades como Madrid, Valladolid, Salamanca, Baeza, Córdoba, Sevilla..., tal y como refiere en su Memoria de las cosas más particulares (en este mismo volumen).

               



5      Para reforzar la petición, supeditaban a ella la concesión de tributos directos a la corona (el servicio de millones). Coincidiendo con los primeros pasos de la descalcez trinitaria, se reunieron las Cortes de Castilla en Madrid (desde el 15‑XII‑1598 hasta el 28‑II‑1601), Valladolid (desde el 1‑I‑1602 al 30‑VI‑1604), de nuevo en Madrid (del 5‑IV‑1607 al 2‑II‑1611; y del 3‑XII‑1611 al 9‑IV‑1612).






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