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San Juan Bautista de la Concepción Obras II – S. Juan B. de la C. IntraText CT - Texto |
CAPITULO 19 PRIMER MES EN ROMA
1. Sábado santo de 1598
Entramos por las puertas de Roma sábado sancto al tañer las campanas, al enpezar las aleluyas, al decir gloria 1. ¡Oh Dios mío, y qué principio! ¡Oh, qué entrada! Si yo entonces, mis queridos hermanos, viera lo que ahora veo, dijera yo: ¡Oh, qué día sancto! Y ¿por qué de razones? a Sancto, porque llama b a ser sanctos. Sancto, porque confirma regla sancta. Y mill veces sancto, porque quiso Dios sanctificar la hora en que se entraba a pedir al Sancto Padre regla que había de hacer sanctos. Y si yo, que esto no vi, Dios, que tan presente todo lo tenía, ¿quién duda que, cuando en la tierra tañían las campanas a gloria, siendo otros los pensamientos de los hombres, los de Dios eran tan antemano hacer fiesta a la conversión de los peccadores que en esta sagrada Religión se han de salvar?
Canten los ángeles las aleluyas c antes de nuestros ayes y quejidos d, pues ellos los barruntan ya. Cántese la victoria en el cielo tan con antes, que su tiempo se les vendrá a los hombres que de ella participamos. ¿Quién duda, nuestros hermanos, sino que, después de tantos trabajos y tentaciones, y que ya Dios nos entraba seguros debajo del amparo de nuestro muy [86r] Sancto Padre, que Dios en Dios, en quien están todas las cosas, no iríe allí repartiendo aquellos ricos despojos de su cruz, que en nuestra sagrada regla están encerrados? ¿Quién duda que, cuando Dios diese a tantos niños como hoy hay su cruz y a otros sus clavos, a otros e su hambre, y repartiese su sed, sus ayunos, su descalcez y desnudez a tantos como en tan poco tiempo f están, como otro querido Bernardo, abrazados con el hacecillo de mirra 2, y que, viendo a sus hijos así enriquecidos, no diría: Tóquese a gloria de Dios, pues aquí se ha descubierto, celebren g fiesta los ángeles por el bien de mis hijos y, en su nombre, la Iglesia, cuyas fiestas aplico a este fin,
pues todas mis obras, muerte y resurrección fueron enderezadas para el bien de los hombres? Dígoles, hermanos, que sólo el acordarme de aquel día, no quepo de contento. Y me parece, si me durara, no sé si sin hacer otro discurso, con él estuviera siempre contento, pareciéndome ser aquel día como los días del cielo, que después de mill años h es tan corto como el día de ayer que ya ha pasado 3.
Pero, junto con este contento, no quiso Dios que dejásemos de gozar de la soledad de la Madre de Dios y de sus dolores, que aún entonces no se le habían acabado. Porque, como en el viaje nos habíamos tardado tanto, había habido lugar de llegar cartas del padre comisario, dando cuenta a los padres calzados de nuestro camino para que se remediase y estorbase. Y así nos tenían espiados para cuando entrásemos en Roma. Y así fue. [86v] Y sucedió que, entrando por las puertas de Sanctiago [de] los Spañoles 4, dieron con nosotros dos frailes calzados: el procurador 5 y otro.
Hase de advertir que en esta iglesia tenía yo un primo 6 con un officio honrado y muy inteligente, el cual, antes que yo llegase, se había echado un memorial a Su Sanctidad 7, sin saberlo yo, diciendo que yo iba a tratar con Su Sanctidad cosas tocantes a la reforma y que, por ser muerto el general 8 y ser la causa contra los provinciales, yo no llevaba licencia; que Su Sanctidad fuese servido de mandar ningún fraile calzado me haga molestia ni toque a persona ni inpida el negocio. El cual memorial Su Sanctidad remitió a monseñor Morra, secretario que entonces era del Consejo de la Reforma y no sé qué otro officio 9. Y el monseñor me estaba aguardando que viniese y mandado me llevasen luego a él.
Con esto, cuando llegaron a mí los frailes calzados, apartóme mi primo y dijo: —¡Buen ánimo, que buen negocio tenemos!; no dé palabra de concierto a esos frailes, sino diga que se irá con ellos y que él no viene a cosa que sea contra la Religión. Con esto i, el procurador no trató de prenderme ni hacer ninguna molestia. Sino fui a los padres
calzados y di la obediencia al presidente del convento. Do estuve hasta el 2.º día de Paschua.
2. Primera entrevista en el Consejo de la Reforma
Este día envió a decir monseñor Morra j al presidente que Su Sanctidad tenía nuevas que yo era venido, que me llevase luego allá. En Roma temen y reverencian mucho [87r] esta sancta Reforma. Y así fue luego el presidente y llevóme consigo, con harto miedo y temor no le quisiesen [decir] alguna cosa de pesadumbre.
Entrando en su aposento, me dijo: —Seáis k, fratelo, bienvenido. Y abrazándome me dijo muchas palabras de amor. Mandóme le diese cuenta del estado de la reforma y de lo que pretendía. Yo le dije l: —Reverendíssimo señor, ¿vuestra señoría reverendíssima entiende el spañol? Dijo que sí. Yo entonces enpecé a parlarle. Y consideren, hermanos, un alma como iba la mía, tan necesitada de amparo y de favor, si la necesidad me hacía hablar m bien y acertado. Fuelo tanto, no hablando n yo sino Dios en mí, según los buenos efectos que hicieron las palabras, que se le saltaron las lágrimas y dijo: —Estad de buena gana y alegremente, que Su Sanctidad sabe de vuestra venida y es muy devoto de las reformas y de que todas las religiones se vuelvan a su principio. Y vuestra reverencia, padre presidente, téngame cuenta con estos religiosos, y mire que me ha de dar cuenta de ellos cada y cuando que yo se la pida.
Con esto nos despedimos. Y mi buen presidente no sabía qué nos hacer para nos regalar y acariciar. Porque es un Consejo aquel de la Reforma que Su Sanctidad ha hecho, sancto, justo y acertado. Y como todos los religiosos de aquella tierra ven cómo acierta a castigar las culpas de los que las hacen, nadie se atreve a hacerlas. Y fuera culpa grande si, contra la voluntad de quien aquello le mandaba, saliera un puncto.
3. Entrevista con el embajador español
En este convento de los padres calzados de la Sanctíssima Trinidad, que se llama San Esteban in Trullo, estuvimos mi compañero y yo un mes poco más o menos 10. Enpezaron a suceder las cosas muy prósperamente a gusto y como deseábamos.
Llevamos las cartas al señor [87v] enbajador de nuestro rey, que nos había dado el duque de Maqueda, virrey de Sicilia o, en cuya
compañía dejo dicho veníamos p. Era enbajador entonces el excelentíssimo duque de Sesa, que el propio nombre no me acuerdo 11. Dadas las cartas y leídas, recibiónos con inmenso amor y charidad. Ofreciónos q su ayuda para todo lo que fuese menester. Y que nuestro viaje era muy acertado. Y que él era un hombre que más deseaba ver las religiones reformadas de cuantos había en el mundo, porque, como estaba en aquel lugar, sabía muy bien la necesidad que de ello había. Ofreciónos r ración para nuestro sustento. Y dijo que mirásemos si nos estaba bien aquella casita que los padres calzados allí tenían, que nos la haría s dar a Su Sanctidad, «porque, siendo como es de sólo españoles —dice—, no sirve sino de amparar los que vienen fugitivos t de España; y, por ser pocos y güéspedes, no guardan la religión que conviene a la honra de aquel reino; y así, deseo echarlos de allí».
Y para confirmar esta verdad de que Su Sanctidad u y él tenían este deseo de ver summo rigor en las religiones, contónos dos breves o motus propios que él había enviado a España por orden de Su Sanctidad. El uno era acerca de las monjas: que del todo y de veras estuviesen encerradas, quitándoles sin reparo los locutorios y libramientos v con cualquier género de gentes, si no fuesen padres, en tales ocasiones. El otro era acerca de los frailes: que ninguna religión no reformada pudiese dar hábitos 12, guardando lo que hoy se guarda en Italia, do las religiones w no reformadas se van acabando, porque, dende que salió nuestro muy Sancto Padre, no se reciben sino x en las religiones reformadas. «Yo —dice— he [88r] enviado estos y breves a España; y aun se enpezaban [a] executar en la corona de Aragón. Debieran de acudir las religiones a nuestro rey; y, como hombre que siempre ha deseado tanta paz en su reino, no ha querido permitir se dé ese disgusto, ahora a su vejez, a las religiones, que podría ser causa de alguna inquietud. Y así se han suplicado y detenido». Y añidió el enbajador: «Y plega a Dios, padres míos, no lo pague en el purgatorio. Deje el rey hacer a Su Sanctidad, que mejor echa de ver lo que es necesario en su Iglesia que no el rey, regido por quien le aconseja. Supuesto esto, padres, bien podrán entender que el papa querrá y yo los ayudaré. Pero adviértoles que se den priesa, porque en España han de acudir al rey los padres calzados y, en escribiéndome en contrario, tengo de acudir a hacer lo que mi rey me manda, que estoy aquí para sólo eso».
Despedímonos con mucho gusto y, por otra parte, con mucho temor, porque sabía en España nada les había de quedar por diligencia.
4. Otras entrevistas con Mons. Morra
Procuramos tornar a monseñor Morra, que era del Consejo de la Reforma, a quien digo Su Sanctidad nos había remitido. Díjonos z que ya había hablado a Su Sanctidad y tenía orden para decirnos tomásemos un a breve y motu propio que el mismo papa había sacado para la reforma de san Francisco en aquellos reinos 13, que se tenía por muy acertado y ordenado; y que, si nos estaba bien, nos daría otro en aquella forma. Y como esto era ya darnos a escoger, no se podía desear ni pedir más que verlo todo tan de nuestra parte, tan queridos y amparados, favorecidos y honrados.
Fuimos a San Francisco, que es el primer monasterio [88v] que, en virtud del motu propio, se había reformado 14. Y era el monasterio que el propio san Francisco habíe edificado y do hoy está su propia celda y un naranjo que el mismo sancto plantó por su mano, cuyas naranjas se reparten hoy por reliquias respecto de que cada una de ellas nace con cinco granos por de fuera pegados al pezón en que está asida, representando las cinco llagas que nuestro Señor le imprimió. Por este monasterio quiso Su Sanctidad enpezar a tornar las cosas lo más parecido que pudiese a las del glorioso sancto. Do vi puesto en execución muchas cosas de virtud y aspereza, que seríe largo de quererlo contar.
Pedimos el motu propio que, en su favor, Su Sanctidad les había dado. Era muy largo, digno de un prelado y cabeza de la Iglesia tan sancto como tenemos. Una de las principales cláusulas que tenía, era que, como fuesen creciendo, les fuesen tomando las casas a los padres calzados; y que acudiesen a los capítulos provinciales, y en ellos el provincial de los descalzos avisase al calzado de cuántas casas tenía necesidad; y que, luego en continente, para tal día y tal hora se la diese desembarazada de los frailes, dejándola como se estaba según los bienes temporales; y que la entrasen a poblar los descalzos 15.
Este motu propio parecióme mucho más de lo que yo pedía y quería y podía, respecto de que en España no había de ser posible executar esto de golpe por nuestras pocas fuerzas, que sólo teníamos tres casas con pocos frailes, y por las persecuciones que dije se habían ido los que, según la carne, eran de más consideración, y por las muchas fuerzas que los padres calzados tenían. Y me parecía abarcar mucho y apretar poco; [89r] y que sólo pensarlo había de ser ocasión para me
quitar la vida. Juntóse a esto muchos pareceres de algunas personas, que me dijeron no lo apresurase pues tenía el campo seguro y que sería bien mirarlo muy bien.
Con esto llevé la respuesta a b monseñor Morra, diciendo estaba c muy contento y que era lo que se podía desear, pero que para España era necesario innovar algunas cosas y que yo acudiría a su señoría reverendíssima. Y con esto nos despedimos.
Anduvimos muy errados en esto respecto que, si lo tomamos así, una vez dado, por lo menos los padres calzados habían de venir a concierto y nos habían de dejar más de lo que yo pretendía, atento que no les quitásemos las casas.
5. Perseguido y desamparado
En este tiempo que yo quise pensarlo y mirarlo y aconsejarme, hizo sus mangas todo el infierno, cuyas trazas y enredos fueron tales que no sé cómo me las tengo de acertar a decir. Vinieron cartas de España d para el enbajador 16, nuevos recados contra mí, nueva asignación y poderes para nuevos procuradores. Mill demonios que se debieran de arrimar a mi compañero, que no sé cómo me lo diga.
Hácese del bando de los padres calzados. Descúbreles que yo les quiero quitar las casas y hacer que no den hábitos, sino que se acaben. Y como esto, al parecer, no se puede hacer sino diciendo mal, inpónenme que doy memoriales contra ellos y su honra a Su Sanctidad. Van cartas contra mí a España, alborótanse todos los provinciales. Y así los frailes que de España iban a Roma, deseaban verme, diciendo que no dejarían de ver al capucho que tanto atrevimiento tenía, que quería asolar su religión y alborotar el mundo. Venme aquí que no tengo a quién volver la cabeza.
El enbajador ya estaba que había de acudir a lo que de España [89v] le mandaban. Y el que nos hacía tantas caricias, ya aun mirarnos no hacía ni respuesta daba ni tornó a dar silla, sino en pie una palabra tan desabrida que bastaba a dejar cuantos negocios hubiera, respecto que de todo lo que se saca para España, es la puerta el enbajador y que con sola una palabra lo hace o lo deshace.
Si me vuelvo a mi compañero, estaba ya tan de manga de los frailes calzados, que no le faltaba sino darme un porrazo y acabar conmigo. Y convínole estar de su parte, respecto de que le habían cogido unos
senogiles en que traía envueltos docientos escudos (aunque luego me dijeron no eran más de ciento); cosa que, si en la Reforma lo supieran, bastaba para hacer gran castigo y perder el negocio. Y desto yo no sabía nada ni entendí traía él blanca. Y por conservarse con ellos y que no le viniese mal, hacía sus partes y no acudía a mí, declarándose conmigo que no hiciese cosa contra los frailes calzados, que no lo había de consentir, porque aquella religión era su madre y la había de favorecer, y a mí contradecir. Sobre esto, fundado en cualquier niñería, reñía; y andaba cada uno por su parte, que ni aun salir conmigo no quería, acompañándose con los frailes del Paño.
No me atrevía a acudir a la Reforma, que ya estaban presentados contra mí los memoriales que habían enviado de España. Las personas que dentro de Roma nos habían acariciado, ya habían ido a ellas los frailes calzados y dicho que miren qué reforma pretendíamos, que cada momento andábamos riñendo y que mi compañero venía propietario con muchos escudos [90 e r] que secretos traía.
Junto con esto, atizó el demonio con afligirme con una indispusición, que yo entendí era causada de él porque, siendo una la enfermedad, no creo que habíe enfermedad en el cuerpo de un hombre que no sintiese respecto que seríe largo contarlo. Que sólo esto digo, para que vean cuán apurado quedó aquí todo, cuán acabado y cuán cerradas las puertas a todo juicio humano para que se hiciese reforma. Que, cierto, me parece lástima dejarlo de decir todo respecto de que, cuando se vea esta nada y la Religión más levantada, sea Dios más glorificado en sus obras.
El primo, que digo que tenía en Roma, que así me favorecía y había gastado sus pocos dineros que él tenía en regalar a los padres calzados por el deseo que tenía que todo se hiciese bien, ya estaba contra mí y fundado en muchas razones, que son las que quedan dichas: la discordia de mi conpañero; su bolsa, que era lo más feo; lo que de mí decían, que, a trueco de salir f con la suya, habíe de andar mi honra y aun mi vida bien jugada. Y así me decía que, si trataba con aquellos frailes o los tomaba en la boca, había de hacer un desatino conmigo; y esto con tanto enojo, que más lo temía a él que a g otro ninguno respecto de que, por ser primo, se atrevía a hablar más claro.
Ruégoles a mis hermanos vean mi pobre corazón cuál estaría. Volverme a España, era entregarme a la muerte. Quedarme en Italia, no me podía conservar con este hábito solo, por ser un pobre pájaro entre tantos, que, a solo pluma que quitaran, me dejaran bien puesto del lodo. Pero, como a Dios nada hay inposible, no le fue a Su Majestad buscar medios bien escondidos a toda sabiduría h humana i.
6. Petición del hábito carmelita descalzo
[90v] Había en Roma un monasterio de padres descalzos carmelitas 17, do estaba por prior un religioso llamado Fr. Pedro de la Madre de Dios, hombre cuyas partes y vida sería largo contar 18. Basta saber que era un hombre de quien Su Sanctidad hacía mucho caso y con cuyo favor se había dado el primer memorial en nuestro favor a Su Sanctidad y hecho otras cosas. A este monasterio yo había ido muchas veces en este mes que estuve en los padres calzados. Y, como tan siervo de Dios, nos había acariciado y regalado, y había conocido la llaneza y simplicidad con que en esto yo procedía.
Viéndome así, en esto último, afligido y cercado por todas partes y necesitado de acudir, por una parte o por otra, a remediar y redimir mi vida, dile cuenta j casi de toda mi vida y cómo había sido criado entre ellos k, cuánto los quería; y que, aunque traía este hábito, era más fraile carmelita descalzo que no trinitario; y que no le haber sido en el hábito y todo, era por no entender a Dios; que, puesto caso que las cosas andaban de aquella manera, que, si gustaban de recebirme, aunque fuese para donado, me quedaría muy contento; que mi voluntad había sido que se salvasen muchas almas l y, pues no podía más, que Dios recebiría mi voluntad. No me dijo de sí, pero echo yo de ver no disgustó de ello, antes me mostró un particular amor.
Aquí se ha de advertir que, aunque yo pedía el hábito con boca y voluntad, como una y muchas veces se verá, no me parecía estaba libre la voluntad, sino atada y oprimida con los miedos y temores, penas [91r] y trabajos; y por el deseo que tenía de tratar con Dios a solas y despegarme de cuidados y de trabajos tan sobre mis fuerzas m.
7. Regreso del compañero a España
Volvíme n algo consolado a nuestro convento, do estábamos mi compañero y yo, de los padres calzados. Do nuestro compañero me dio una pesadumbre, que fue harto, por dármela habiéndome apretado la enfermedad que arriba digo, fue harto no perder la vida.
Scribí un papel a este prior, y luego dieron orden o de echar a mi compañero de Roma. Y fue que, estando a la sazón don Andrés de Córdoba, que ahora es obispo de Guadajoz 19, hombre que nos habíe acariciado y favorecido y ofrecido ayudarnos, se le dio cuenta de todo lo que pasaba y de la manera cómo yo estaba. Y él, con gran prudencia, dio orden cómo el dicho compañero se volviese a España, en achaque de que era necesario llevar nuevos favores de España, cartas del señor nuncio y de su primo fray tal p de Córdoba, confesor de su majestad 20. Y esto trazólo con tantas veras, ofreciendo para el viaje dineros, seguro, cartas, etc.; y replicando mi compañero que él no podía venir, que viniese yo, que él se quedaría a negociar en Roma, respondió el don Andrés: —Padre mío, ¿él no sabe cómo quien en Italia dice un «no quiero» a su prelado, lo echan a galeras? Esto lo dijo porque, como yo era ministro cuando salí de España y él nuestro súbdito, en lo exterior siempre me llamaba hermano ministro; y viendo que decíamos era bien viniese a España y diciendo de no, parecióle era una grande inobediencia y que merecíe grande castigo. El fraile, entonces, algo turbado, dijo haríe lo que se le mandase, asegurándole el viaje de España. Entonces, con palabras, voluntad y obras, lo procuró despachar dentro de 24 horas; y dejarme solo. Dando palabra el prior de los carmelitas me llevaría a su casa. [91v] Que querría acertar a decir las trazas de Dios y el modo tan secreto que tuvo para enpezar su obra, bien encubierto a mí y a todos los que me habían de favorecer, por haber en ellos un fin y en Dios otro.
En este tiempo, como yo me vi ya libre del compañero, porque se iba dentro de un día, amparado de gente tan sancta como me había dado palabra de me llevar a su casa, estaba que reventaba de contento. Que es tanto el deseo que tengo de decirlo todo, pues me han hecho tornar a ello, que quisiera decir el alegría que mi alma q enpezó a sentir, de suerte que todos sus charidades fueran participantes de ella.
8. Dos experiencias interiores
En este breve tiempo me sucedieron dos cosas bien notables. Y pues en todo profeso medirme r con la propia verdad, no me sucedieron estas dos cosas en aquel solo día que mi compañero se iba, sino dende que enpecé a dar traza para que me dejasen solo s y me fuese a los padres descalzos carmelitas.
La una fue que entramos en casa del doctor Baeza, theólogo del cardenal Terranova 21, a haberle de hablar, porque se nos habíe dado por amigo y era de Baeza en España 22. Tenía a su cabecera una figura de un rostro de un Cristo poco más con un pedazo de la cruz, según lo poco que cabía en el breve espacio de la tabla o lámina. La pinctura era admirable: un rostro de los más devotos que vi en mi vida, muy lleno de sangre. Yo, como estaba entre los dos extremos de contento y de tristeza, por lo pasado y por lo porvenir, levanté el corazón a aquella sancta figura y interiormente díjele: Dios de mi vida y de mi alma, sé tú, mi buen Jesús, mi compañero, mi ayuda; no me dejes solo, Señor, ándate conmigo, estémonos t juntos; ¿por qué, Señor, no te irás conmigo? No sé lo que allí me dije respecto de que con los afectos sólo hablaba, porque estaba u allí el doctor y nuestro compañero. Bien se me acuerda que lo principal que deseé y le pedí, era que fuésemos una propia cosa, que no se apartase de mí. Porque ya mis duelos eran tantos que no me acordaba de la obra, sino de librarme yo.
Volvimos v las espaldas para venirnos, que esto era ya como noche, y veníamos a los padres calzados. Y me parece que, sin saber de mí, sabía que el mismo Cristo, en la figura que lo había visto, se iba conmigo personalmente; no el rostro solo, sino todo Cristo, que iba andando por do yo iba, unas veces [92r] delante, otras al lado. Y yo con un contento interior tan extraordinario —que me parece ahora, pues yo no lo mostré y pude dissimular— que era como unos sumideros que, por mucha agua que les eche, toda cabe. Así me parece estaba mi alma entonces: que le daba Dios a montones el contento, por dos o tres días que esto duró, que nada se derramaba, sino que se iba allá a lo fondo del alma. Que nosotros, aunque sabemos que hay fondo en el alma, no sabemos cuál es, pero me parece que es como, cuando acá se encarece una cosa, decimos: «Es como pozo sin suelo», que, por mucho que le echan, mucho cabe. Y así cupiera [en] mi alma lo que Dios le diera entonces; y que todo se iba allá dentro, sin que cosa subiese arriba w. Porque así debiera x de convenir que se diera Dios de suerte que dentro se gozara sin que fuera se revertiera. Porque sabe Dios guisarse de tal manera que, por mucho que uno coma, más hambre
le quede, de suerte que, en lo exterior, en lugar de estar contento, esté rezonglando y desabrido. Y más, que donde él está, esté ensanchando los senos para que quepa más y más. Y como la criatura es mal contentadiza, no mira lo que tiene, sino lo que le falta por enllenar y.
Ya digo, esta presencia corporal me duró como dos o tres días. No podré decir si lo vía con los ojos del cuerpo o del alma. Pero me parece lo veía en unas tinieblas, que en ellas no pueden ver los ojos corporales; y más, que ya anochecía; sino en unas tinieblas que, con ser tinieblas, se manifestaba mejor al alma que en la luz lo que se ve a los ojos.
En esto no reparé qué quisiese esto significar en orden a lo que yo deseaba hacer porque para nuestro negocio ningún camino había abierto más de irme a los padres carmelitas descalzos, do yo les había pedido el hábito; y ellos no me lo habían mandado más de que me fuese allá; y con esto me había yo contentado. Sólo sentí ser amparado en cuanto a mi persona y que no sería desamparado.
Lo segundo fue que aquella noche z, o no sé si fue otra, acostándome en los padres calzados, pidiéndole a Dios no le desagradase y que me enseñase a hacer su voluntad, y estando, como a digo, con este contento de verme solo para a solas entregarme a Dios. Y esto que voy a decir yo no sé si fue durmiendo o despierto, respecto de que había tomado costumbre de tener la oración en la cama, procurando abrigarme con Dios y acostarme con presencia suya. En el discurso de la noche, se me mostró todo lo que después pasó en casa de los padres descalzos carmelitas. Vi que me levantaron muy alto, y no sé si tengo de acertar a decir esto. Vi que Dios estaba en medio de Fr. Pedro de la Madre de Dios, el prior de los carmelitas, y en medio de mí. Cuál estuviese a la mano derecha, no lo puedo juzgar, porque, cuando [92v] lo considero a él, me parece la tenía y, cuando a mí, me parece que yo. No estábamos a los lados del todo, sino hacia el rostro. Allí estábamos unidos y pegados b, con tanto gusto que nadie lo podrá entender sino los que vieren lo que después pasó.
En esta presencia nada entendí. Sólo era gozar. A cabo de rato vime despegar de aquella amorosa compañía, con tanto sentimiento, porque bajé muy bajo, según lo alto que estaba, do estaba todo lleno de tinieblas. Al despegarme y caer y tristeza, yo volví en mí. Y cuando tornaba a considerar do me había visto, era indescible el contento. Cuando me consideraba que me había apartado, era tan grande la tristeza, que daba por bien enpleado no acordarme de lo uno por no acordarme de lo otro. Y así procuré echarlo de mí y divertirme con la venida al convento destos sanctos padres, do verán esto sucedido bien a la letra. Y con lo primero olvidé lo segundo, porque lo enpecé a gozar y no hubo lugar para sentir por entonces lo segundo. Porque el gusto, que debe ser de Dios, no da lugar a tristeza respecto de que coge todos los aposentos do se puede aposentar la tristeza.
Esto sólo lo conté al P. Fr. Pedro, luego como fui a su convento, en una confesión que hice un día después de maitines. Y me holgara yo harto lo dijera él por lo haber sabido en aquella ocasión, y no yo, porque no quede scrito lo que, por mis peccados, no querría fuese ilusión del demonio, que, para sus fines que él sabe, tomase semejantes medios. Que, como se verá, aunque fuese de Dios, con esto me procuró inquietar harto, persuadiéndome que de aquella compañía que había estado me echaron por no merecerlo y por mis peccados. Aunque, por otra parte, me consolaba por ver era necesario aquella junta y aquel gozar; y que, por ser tan diferente la vida que ahora traigo y lo activo de lo contemplativo, lo sentía tanto el ver que, después de aquellos gustos, [93r] era voluntad de Dios dejar a Dios por Dios y a Fr. Pedro y sus frailes por los de la Sanctíssima Trinidad.