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San Juan Bautista de la Concepción Obras II – S. Juan B. de la C. IntraText CT - Texto |
CAPITULO 23 OTRAS VEJACIONES DE SATANÁS
1. «Puso manos en mí corporalmente»
Aun ahora no trato de lo spiritual, que harto flaqueé y harto miserable me mostré, sino de lo corporal y visible. Nunca yo imaginé era hombre para tal cosa, sino que estaba allí por cumplimiento. [107v] Pero, como ni aun de cumplimiento el demonio no me quería en cosa que a él a tan cara le había de salir, y así ni un momento no me dejaba descansar, sino que claramente, no digo por consideración ni aprehensión, sino corporalmente, viendo que por vía de speculación no acababa conmigo que del todo lo dejase, puso manos en mí corporalmente, de suerte que todo el cuerpo yo lo vi y lo sentí atormentado y afligido.
Y no era lo que me afligía lo que esteriormente padecía, que eso para mí era cosa de rissa, pero la apretura del corazón, la sugestión en la imaginación, la aprehensión en cosas, que a mí me parece inposible, si Dios no tuviese a uno de su mano, dejar de acabar un hombre en un instante.
2. Particular disposición de ánimo
Y, para que más claramente se vea y se entienda en la forma que esto sería, quiero se note de la manera que para ello yo estaba dispuesto, sea de parte de Dios, que así quería que padeciese, o de parte del demonio, que por allí me quería alcanzar de cuenta. Que esto ya arriba, creo, lo había tocado y de industria dejádolo de decir. Y aun no sé si en alguna parte lo he scrito. Creo lo he dicho a un hermano. Y de lo que entonces a mí me sucedió, he tomado hartas ocasiones para tratar del infierno y del modo que deben de tener las almas en el purgatorio en padecer.
Si esto que diré fue verdad o fue imaginación, o fue obra de satanás o obra de Dios para algunos particulares fines, no lo sé. Tómenlo como lo quisieren. Lo que yo sé decir [es] que casi hasta hoy que aún no he cogido huelgo, sino he andado caído, desmayado, etc. Que yo lo tomé como no quisiera, porque, supuesto lo que vino después sobre mí, yo me vi perdido y acabado.
El caso fue que yo siempre caminaba y procedía con muchos temores, aunque no tanto de mi salvación como de pensar las penas del infierno, [108r] particularmente aquella palabra «para siempre» que me había quedado del libro de la sancta Madre Teresa. Porque para mí fue de consideración que en una niña hiciese tanta inpresión, que hiciese un amago tan grande que, siendo de edad que apenas dende la calle sabía
a casa de sus padres, quiso saber a la soledad y las ocasiones del martirio 1. Con esto procuré yo apegarme a la propia palabra de «para siempre».
Y para que esta palabra en mí no fuese lima sorda, debiera Dios de querer b se le aguzasen los filos con mostrarme la cama y el asiento c de lo que habíe de ser «para siempre» para los que no fuesen del bando de Cristo. Y esto lo vi o entendí en dos ocasiones. Séase en la forma que fuese, diré la aprehensión que hizo en mí, que ya ha ocho años, poco más o menos, que en los d dos hechos me parece ha que ando haciendo fuerza para divertirme y apartarme y olvidarme. Porque es tanta la fuerza, que yo no sé cómo mill veces no me he ido por esos campos o metídome en los pozos y cuevas. Sino que Dios quiere mostrar la fuerza de su obra, pues de ella no puede apartar a un gusanillo todo el infierno, según aquello que dice san Pablo: Neque profundum, neque altitudo poterunt nos separare 2, etc. Y, con haber tanto tiempo e y hechas tantas diligencias para borrar tal pinctura, ha quedado lo que ahora diré. Será Dios servido que, ya que lo prático de estas cosas me inpedían a lo que he entendido en esta obra, que lo speculativo sirva para mayor bien mío y de mis hermanos.
3. Visión del purgatorio
Ahora, pues, estando una noche vecxado de pensamientos harto trabajosos echado en mi tarima, no sé cómo, parecióme ver un alma abrasada en fuego, de tal manera que ni yo sé si lo sabré decir ni si lo sabré dar a entender. Sé decir que, habiendo algunas veces tratado con los hermanos de la suerte que se deben de quemar las ánimas en el purgatorio, he hallado rastreado lo propio en algunos libros. Y confieso que antes, cuando lo decía, no sólo no lo había [108v] leído, pero, diciéndolo, temía no me tuviesen por hombre disparatado, imaginativo. Y me parecía que aquello era tan dificultoso de entender, que no era posible pensarlo algún hombre sin lo haber visto. Y así, cuando lo contaba, temblaba, no me diesen vaya diciendo si eran revelaciones. Séase lo que se fuere, o séase imaginación, contaré con llaneza lo que me sucedió.
Yo vi un alma que, según entendí de una pregunta que hice y lo que me respondieron, ella era del purgatorio. Estaba abrasada en fuego. El fuego no f estaba por de fuera, como acá cuando damos fuego a una cosa corporal; ni estaba el fuego de por sí, haciendo oficio distinto. No sé si digo bien, enmiéndelo quien lo leyere. Digo lo que sé.
Era un fuego unido más que pegado, amasada el alma en fuego. Algunas veces me he puesto a pensar cómo sería aquella unión g del
alma y del fuego, y jamás he topado cosa que me convezca y cuadre. Porque, si la comparo a la unión del cuerpo y alma, no cuadra porque aquí el cuerpo es corporal y el alma spiritual, aunque en cualquier parte del cuerpo hay alma, pero allí parece que estaban entramos tan juntos, tan entrañados, que me parece ninguna junta la puedo considerar mayor. Mayor que cuando se amasa una poca de harina con agua: que, aunque es verdad que el agua se entrañó, pero parece quedó el agua consumida. Pero allí veo fuego vivo encendido, quemando, abrasando, y alma entera sufriendo, sintiendo, padeciendo; y entramos juntos de tal manera que no había fuego sin alma ni alma sin fuego. Digamos que sería como un poco de paño de grana colorado: [109r] que no hay paño sin colorado ni colorado sin aquel paño.
Pues díganme cuál sería el sentimiento de aquel alma en un fuego tan entrañado y que por tan de dentro le cain, que nos parece fuego y alma son una misma cosa. Añadan h ahora el «para siempre», y verán si es lima sorda. Esto hizo harta inpresión en mí, de suerte que ya no quisiera pensar en las penas del infierno.
4. Visión del infierno
Otro día, yendo a la oración un viernes, leyendo la meditación de las penas del infierno, a cabo de breve rato, procurando tener algún recogimiento, porque consideraciones pocas i veces puedo, sólo levantar los afectos y el corazón a Dios y desear hacer su voluntad. Esto paréceme que claramente lo vi, no con los ojos del cuerpo, porque ésos son muy escuros para mostrar cosas que en un instante tanto se ve y se sabe. Y acá los sentidos tarde, mal y nunca dan y representan al alma lo que ha de entender; y aunque lo muestran, muestran lo de fuera; y el alma apenas puede rastrear lo de dentro, si por de fuera no se le figura algo de que ella pueda sacar su copia.
Allá lo vi, no sé cómo, sé que fue en breve instante, un horno como de estos en que cuecen vidrio y un hombre allí solo, metido, en pie, en cueros vivos, estendidas todas las partes del cuerpo. Por cada uno de los desaguaderos de la naturaleza salía fuego vivo encendido j. No lo comparo al fuego del cohete o pólvora, de que acá se suele hacer la representación, porque eso es cosa de risa. El cuerpo estaba tan encendido y penetrante del fuego, que parecíe cuerpo diáfano. Pero representóseme que este fuego que quemaba el cuerpo, era el fuego, el tormento y dolor como pinctado en comparación del que quemaba dentro el alma, aunque no podré decir fuesen dos fuegos distinctos, sino sólo uno, el cual principalmente hacía en el alma y secundario en el cuerpo.
No sé si esta comparación valdrá algo. [109v] Como cuando sobre unas ascuas muy encendidas se echase otra leña gruesa húmeda, no
leña que en sí tenga propiedad ni tal disposición cual conviene para que el fuego que está en las ascuas se pueda introducir en la tal leña. Diferentemente diríamos se quemaban y abrasaban las ascuas que el leño. No creo que vale nada la comparación. Valga como fuere. Consideren que el alma, por ser tan tierna, tan delicada, con aquel fuego queda ella y el fuego hecha un ascua encendida. Y, como el cuerpo no es tan delicado, echado y pegado a aquel fuego, quema muy diferentemente y se siente de otra manera que el que allá dentro padece el alma.
¡Oh buen Dios de mi vida! Viendo que tan poco me he aprovechado de esto, tenía intento de lo callar y jamás decirlo. Contélo entonces a mi maestro de novicios y al P. Fr. Pedro. Preguntáronme qué sentía o qué efecto hacía en mí. Respondí: —Padre, quisiera dejarlo todo y a mí propio (aunque no con eficacia para dejar el hábito y obra comenzada). Respondíanme: —Créame, padre, que k eso no lo da Dios para que vuestra reverencia deje esto ni se quede acá metido en un rincón; a otra cosa va enderezado. Con esto yo consoléme algo. Pero no cesaban de apretarme por allí, porque otra vez me sucedió lo que diré.
5. Consideraciones sobre el cielo y el infierno
Que, aunque es verdad que, para quien tan malo era como yo, no era mucho infierno si a mí iba enderezado y si a mí se tiraba la piedra, pero, para la condición de Dios, que a los malos los sobrelleva, regala y acaricia y engolosina, y antes, como él dice por su propheta: Coelum metitur palmo, terram autem pugillo 3; el cielo lo mide a palmos y la tierra a puños. Se echa de ver cuán largo [110r] debe de ser: largo en las demostraciones y golosinas que hace con el cielo, pues lo mide a palmos; corto, escaso, mezquino en lo que es bajo, pues la tierra la mide a puños l.
Y él, que dejó tantas vislumbres y asomos de gloria como se ven en esos cielos, que, si los tapó, fue con una materia y cuerpos diáfanos y cristalinos, fáciles de romper con la vista, pues, asomándose el sol por la mañana, lo vemos como un gayán correr su camino y hermoso como un desposado que sale de su tálamo 4. Y si su gloria la cercó y tapó, no está tan alto el valladar que no se asoman las ramas de los árbores cargadas de fructa, pues vemos tantos luceros, tantas estrellas. Y si el manjar que allá se come, no se come dende acá y no se ve, vese la mesa puesta con tantas luces, que, si no son las principales que alumbran la cena grande del grande padre de familias, porque esa luz es el Cordero, pero vense esas luces y candeleros menores, con que alumbra a los criados, que acá están en estos aposentos bajos comiendo bajos y
rateros manjares. Y para cena baja dio luces en su conformidad respecto de la que tienen los bienaventurados.
Y la mesa de allá no anda tan escasa y corta: que, demás de haber hartura para los de allá, hay sobras que cada día se cain para los de acá. Y aunque perros, nunca faltan migajuelas que se cain de la mesa 5. Pues a los que acá sirven a tan gran Señor, les alcanza cada día que m quieran muchos bocados, que, sin que a los sanctos les hagan falta, nos envían su intercesión, sus n ruegos y méritos. Porque, como aquel buen Padre tiene prometida buena paga, dala tan colmada y revertida, que no falta algún granillo que se ruede y caiga, y algún licor que se revierta para el que está aparejado para lo recebir. Pues cada día está este o buen Dios repartiendo y dando [110v] gracia y gloria, dones y virtudes, favores y amparos, consuelos y saludes.
Y este Dios, que así tiene su gloria tan a la mira de los que con atención quieren mirar y tan en lo alto para que los caminantes, descubriéndola, se puedan consolar, este mismo Señor escondió el infierno y le echó una tapa de tierra tan grande y tan bien estendida, que, con ser fuego el que está en el infierno 6, no vemos que le dejó resolladero, pues no sale humo; y con ser fuego, cuya naturaleza es subir y levantarse en alto, de tal manera que con unos barriles de pólvora se vuela una fortaleza y stremece un monte, con haber allí tanto, le tiene mandado que no salga, que no se menee de aquel lugar, que allí haga su officio y se esté recogido, y dado término para que de él no salga, no sirva de tropiezo y desmayo a los hombres. Y aun por lo que Abrahán respondió al rico avariento, se puede entender que le pidió licencia para que fuese alguno de los que allí estaban a avisar a sus hermanos dejasen el mal camino. Y le respondió: —«Allá está Moisés y los prophetas, óiganlos» 7. Como quien dice: Si pidiérades ángeles, en esto no hay cortedad, pero cosa de acá abajo no hay largueza.
Que en esto parece se ha Dios como los príncipes poderosos: que, si entráis por sus puertas, toparéis mil lindezas y hermosuras, labores y cortados, puertas, ventanas, balcones, etc., por do se goza algo de la grandeza que hay allá dentro, pero las caballerizas, las cocinas do está el fuego, allá scondido, retirado, donde, de ciento que entran, [111r] uno lo topa y lo ve. Y lo propio hace Dios: que, si los cielos los puso donde estén tan a la mira y se pueda p considerar algo de lo que allá hay, los infiernos, las caballerizas de los que en el mundo vivieron como bestias, el fuego donde se guisa y para siempre acaba la comida de los demonios, que son aquellas tristes almas que acá cazaron en sus deleites y, como almas duras a las inspiraciones de Dios, fueles tan mal en sus postrimerías que jamás por jamás se ablandarán ni enternecerán, aunque más fuego les den, para que, siendo comidas y tragadas de aquellos spíritus infernales, nunca fueran.
Yo pienso que esto fue alta sabiduría de Dios, porque, como dicen los artistas —no sé si es ésta su ansioma—: Sensibile acutum perturbat sensum 8. Como lo vemos. El que, subido a una torre, tañendo las campanas, no se oye y se perturba un hombre y no se entienden. Y aun se ha visto mujer malparir del grande sonido de una campana. Y aun los gusanos de seda, cuando truena, se mueren. Y aun los hombres desmayan de q oír un poco de ruido que hizo un poco de aire y fuego congelado en las nubes. Pues dime, hermano r, ¿hay mujer más delicada que tú? ¿Hay gusano de seda más flaco? Pues ¿qué fuera si, por tus pecados, oyeras las campanas del infierno, cuando doblan por ti siempre que pecas mortalmente? Si acá entristece el corazón cuando muchos se mueren y doblan y cantan los clérigos —con que todo es de particular consuelo, porque las campanas dispiertan y avisan que todos encomienden a Dios a aquella alma, los clérigos ruegan con sus chiries y deprecaciones para que Dios la perdone—, si tú oyeras las campanas del infierno, que sólo se tocan para que se junten los que han de tomar venganza [111v] y despedazar y atormentar un condenado, donde los alaridos y voces son tan grandes, tan desconpasados a tu flaqueza, que en un instante acabaras y mill corazones se te cayeran, donde las deprecaciones son para que Dios no te oiga y los sanctos no te ayuden, para que Dios no te libre de muerte eterna, etc., dime ¿qué hiciera este sensible agudo sobre tus flacas orejas? ¿Cómo te entendieras? ¿Cómo te perturbaras? ¿Cómo atendieras a las razones delicadas que el Spíritu Sancto está hablando a tus orejas? Que, como dice aquel amigo de Job, es habla tan delicada que s la llama susurración y agua distilada y ascondida 9.
Si anda Dios apartando un alma deste pequeño ruido y ascondiéndonos de las voces de las criaturas, con que con ellas están alabando a su Criador, para que con ellas no nos perturben t el oír y escuchar sus amorosas y delicadas razones, y la lleva al desierto y, allí puesta, le dice: Audi, filia, et vide, et inclina aurem tuam 10; con tanto silencio como hay en la soledad, pide atención tan encarecida, ¿qué fuera, mi hermano, si el flaco hombre oyera el ruido, el tropel, las maldiciones de los condenados? Yo me he hallado en el pasaje de Roma en galera: que, cuando el cómitre u hace seña y toca un silbo para que levanten las velas, es tan grande el ruido que hacen los forzados con la cadena que tienen al pie, que es menester echarse en el suelo hasta que pase; que parece un retrato del infierno.
¡Oh Dios de mi alma! ¿Y qué será donde hay tantos y tantos calabozos, y allí está pereciendo su memoria con ruido sin speranza de acabar, donde todo es confusión, donde los unos a los otros [112r] no
se escuchan? Si este ruido saliera por acá, ¿qué fuera del que, oyendo un trueno y viendo un relámpago, queda sin pulsos? ¡Oh buen Dios mío, y qué alta sabiduría tienes en no haber dejado en la tierra respiraderos a los órganos del infierno!, sino que, si allá se tocan, allá se oigan; y acá sólo se perciba tu silbo, tu voz, tu grito, que es sonoro y entonado, como dice el Spíritu Sancto: Sonet vox tua in auribus meis; vox enim [tua] dulcis 11 guturi meo 12, etc.
Muy ordinario es, cuando va un toro tras un hombre, caer el hombre del miedo y aprehensión de si le ha de coger aquella bestia que va tras él; y, de turbado y demasiado conato que pone v en alargar el paso, cai y el miedo lo cortó. ¡Oh buen Dios mío! ¿Qué fuera si el peccador viera los muchos que andan tras él, peores que las peores bestias de la tierra, que no le pretenden quitar la vida del cuerpo, que ésa no hay que temerla, sino la vida del alma, que no tiene precio ni comparación?
Por estas razones escondió nuestro amoroso Jesús el infierno, lo tapó y desterró donde nadie lo vea, si no fuere algún delincuente que, por merecerlo así sus pecados, vaya allá desterrado preciso y eternamente.
Por estas razones se me hace a mí mucho infierno el que a la consideración se me ofrecía, o como Dios era servido, si no fuese imaginación lastimada o demonio acordado u Dios disimulado para los fines que él se sabe.
6. Otra visión del infierno
Pues, demás de lo que arriba queda dicho, me sucedió w que una noche en nuestra tarima, pienso que fue durmiendo, que bien era necesario sueño y sueño profundo para que con él se templase la fuerza y daño que en mí podía hacer la sombra y pinctura de lo que a mí me querían mostrar. Que una de las mayores penas que siento es no poder decir cómo estaba cuando aquello pasaba por mí. Y ahora me da pena: que, como ha tanto tiempo que estotros cuadernos los scribí, no sé si esto queda escrito. Sé decir que pretendí no decirlo x, sino dejarlo entre ringlones. Plega a Dios no se escriba dos veces, que será claro muestra de que es voluntad de Dios se sepa.
Pues, estando así durmiendo, yo fui llevado de una persona, que sabía iba conmigo pero y no la veía. Ella me respondía y yo le preguntaba, sólo con la certidumbre que tenía [112v] iba conmigo. Fui llevado a un lugar debajo de la tierra. Yo iba ni contento ni triste, porque no sabía el fin que tenía aquel camino. Entráronme, digo, en unos cóncavos o z sótanos. Que plega a Dios yo sepa darme a entender; podrá ser que sí.
Ahora consideren otro mundo, cuyo suelo es tierra y cuyo cielo es tierra. Porque, si el cielo es tierra, miren qué luz, qué claridad, qué alivio puede tener donde todo es tinieblas et ubi nullus ordo, sed sempiternus horror inhabitat 13. De suerte que aquella tierra estaba y tenía bóvedas, no de cielo sino de tierra. Y aunque todo era tinieblas, yo no sé cómo se era, que, en medio de las tinieblas, yo veía, no digo lo alto que sobre mí estaba, sino la tierra que pisaba. Estaba a llena de árbores, como los jarales spesos b quedan cuando un monte se ha quemado, sin hojas, sin verdor, sin hermosura ni parecer, antes negros y tiznados. Que, aunque entonces no supe de qué estaban de aquella manera, al fin de la jornada se me entendió era y estaban así del humo del infierno.
No me quiero meter si es posible que, en lugares así cóncavos de debajo de la tierra, puede ser posible nazcan o tengan su vida los árbores, porque yo no sé filosophía de esa manera para soltar esas cuestiones; y, cuando la supiera, pudiera ser no la supiera para me aprovechar de ella en esta ocasión. Que quiere Dios diga lo que vi y no lo que sabía en semejante ocasión, de saberlo y entenderlo según reglas de philosophía, para que así, dicho con la llaneza que a mí me ha sucedido, los que lo leyeren puedan juzgar si esto es cosa extraordinaria. Podría en algo ser exemplo para esto el ver que dentro en el agua nacen árbores y otras yerbas, y haberle Dios dado tal virtud a aquel elemento. Y que así podría ser debajo c de la misma tierra, habiendo cóncavos y vacíos en ella.
Vime, pues, en esta tierra así montuosa y llana. Llegué a una parte do se apartaba d una sendilla, para mí sin consideración porque yo iba a echar por un camino ancho que veía. Díjome la persona que iba conmigo: —No conviene ir por ahí, porque en ese camino ancho y real hay muchos ladrones y salteadores, y nos harán mal. Figuróseme aquel camino ancho [113r] estaba lleno de demonios de diferentes figuras, cualquiera de ellas bien bastante a me asombrar y atemorizar, no obstante que yo no las vi. Vamos —dijo— por esta senda, que por aquí iremos más seguros.
A cabo de rato que anduvimos por aquel campo y senda estrecha (digo campo, que, aunque le doy tal nombre, no era campo ni sé qué será), llena de aquella forma de árbores que arriba dejo dicho, a cabo de rato halléme en un lugar más solo, más llano y bien denegrido, lleno de bocas de pozos sin ningún género de orden ni proporción. Yo temí llegarme cerca. Dijéronme no temiese, sino que me asomase. Hícelo así y vi que en lo hondo de los pozos estaba todo lleno de fuego y bronce e derretido y que por debajo se comunicaban los pozos. Y aunque vi el bronce derretido, yo no lo conocí ni sabía lo que era, por ser una materia gruesa y de una naturaleza bien dispuesta para que en ella se imprimiera el fuego. Pero, cuando yo me asomé, pregunté qué
era aquello. Y me dijo entonces la persona que conmigo iba: —Esto es bronce derretido y aquí se hacinan las almas.
Esto pasado, ni yo sé si me volvieron a sacar ni qué fue de mí; que, dispertando después, en mi imaginación queda bien inpreso el viaje y camino y visión.
7. Efectos de la visión
Con estas cosas yo, abstrayendo de cualquier género de vida, en mí sólo deseaba apartarme de todo lo de la tierra y allegarme a Dios, pero la fuerza de la imaginación de cosas tan sensibles me traía bien atado y no tan libre como yo quisiera para levantar la consideración a otras cosas de más peso y consideración. Porque estas cosas estrechaban mi pobrecito corazón y lo enllenaban de miedos, de suerte que a nada me sabía desenvolver. Communicábalo en la casa do estaba. Y quisiera, según esto hacía inpresión en mí, no sólo dejarlo todo, pero dejarme a mí propio. Decíame el P. Fr. Francisco del Sanctíssimo Sacramento, que allí habían enviado por maestro de novicios, que lo que por mí pasaba no era para aquella tierra ni para aquella casa; y que entendiese todo lo que me estorbaba el no ir adelante con lo que tenía comenzado, era el demonio.
Yo sé que entonces estaba resignado en hacer lo que más fuese la voluntad de Dios, [113v] aunque el hacerla me costara ir a vivir f al lugar que había visto. Y esto era en esta forma: que yo me había resignado de para siempre g no hacer mi voluntad, sino lo que me aconsejasen. Y como jamás me aconsejaban volviera atrás en lo comenzado, aunque, por el contrario, en mí entendiera o me hicieran fuerza de que, si no lo dejaba, no me había de desasir de la aprehensión y infierno que había visto, presupuesta mi resignación, no tenía remedio, sino que yo había de hacer lo que me dijesen, porque me parece ya yo no era mío h, sino de la persona de quien tomaba el consejo.
8. Otras vejaciones demoníacas
Con esta resignación que yo tenía y determinación de hacer lo que me decían, que era llevar adelante nuestro negocio, a mí me apretaron los cordeles de suerte que no lo sabré decir. A ratos, era de tal manera atormentado exteriormente, que mis dientes a puro apretarlos rechinaban. Veíame como que me forzaban a graves culpas contra la fee. Y esto era de suerte que el tormento que sentía era cosa de risa en comparación de lo que sentía la sugestión en materia de culpas y ofender a un Dios, que no quisiera por mill infiernos, que los infiernos sin culpa en aquella ocasión me fueran descanso y grande alivio. Cuando esto acababa de pasar, yo no sabía qué había sido de mí y tornaba de
nuevo a los deseos de mi negocio. Pero algunos ratos, antes que aquel aprieto me habíe de venir i, tomaba papel y tinta y escribía protestaciones y confesiones en la fe, como decir: «Creo en Dios todopoderoso; creo todo aquello que tiene y cree nuestra madre la Iglesia; y si en algún tiempo yo dijere o pensare cosa en contrario j, digo que miento y que no sé lo que me digo». Escribía estas cosas y otras semejantes y lo firmaba de mi nombre; y, después de pasado el trabajo que me sobrevenía, porque no me tuviesen por loco, lo rompía.
Con este trabajo y tormento, cuando lo tenía, como él era corporal, hacía, me parece, inpresión más directamente en el cuerpo. Y echaba juramentos [114r] de dejar el negocio y no tratar más de ello. Iba con estas ansias y pedía al P. Fr. Pedro el hábito suyo, que yo quería dejar el mío. Entonces el Fr. Pedro no quería. Decía: —No es tiempo. Cuando me veía bueno, me decía el Fr. Pedro: —¿Qué hay, P. Fr. Juan? Respondía yo: —Padre, hacer la voluntad de Dios y lo que me aconsejaren, que yo no me tengo de regir por mi parecer.
9. Terrible aprieto acerca de las penas eternas
Con estos trabajos y tormentos que sensiblemente yo sentía en lo esterior (de una sola vez podré decir de un aprieto interior, que tengo por inposible darlo a entender ni nadie aprehenderlo en este mundo, si no fuere que sobre él venga otra semejante mano poderosa, no obstante que los dejos de este trabajo interior k fueron muchos y duraron l mucho tiempo). El cuerpo atormentado, como digo, la imaginación vecxada con las cosas del infierno. No sé yo cuánto me duró, pero cayó sobre mí un aprieto tan grande en la imaginación de la eternidad y duración de las penas del infierno y tan grande apretura en mi corazón (ruego que no se espanten, que podrá ser palabra semejante como la que diré, para siempre la hayan oído decir ni la hayan imaginado ni aun por vía de encarecimiento. Yo sé decir que m si en la vida de sancta Angela de Fulgino no la hubiera leído 14, ella u otra a su semejante, que yo no me atreviera a decirla, por no saber en qué tiene puesto su fundamento una cosa semejante) [que] yo me vi de suerte (perdónenme por charidad si herrare y enmiéndenme) que deseé estar en el infierno, no digo enemigo de Dios ni con pecados —absit, que sólo voy tratando de la pena—; que vi el corazón tan apretado y la imaginación tan vecxada, que deseé n que mi corazón se revolcara por aquellas brasas y bronce derretido, pareciéndome que allí revolcándose descansara y se le quitaran sus apreturas. Este pensamiento me duró
mientras me duró el apretura. Si yo estuve en mí o fuera de mí, no lo sé. Sé decir que me parece inposible un hombre en semejante aprieto ser libre, estar en sus sentidos ni de suerte que pensamientos y deseos fueran señores, etc.
10. Llantos irrefrenables
Aquí o, me parece, se me acabó la mesura, la paciencia, la cordura, digo continuamente, que, cuando daba lugar al pensamiento [114v] a cosas semejantes, no me parece hubiera agua en la mar suficiente si hubiera ojos por do verterla. Yo me hartaba de llorar. Los afectos de tal manera se enternecieron, que yo no sabía con qué aguarlos. Sentía tanto dolor de haber ofendido a Dios, tanto deseo de salvarme, de dejar el mundo, que, tantico que me dejase llevar de esta ternura, no era luego señor de mí. Que confieso que una de las cosas que más siento en este mundo, es llorar delante de gentes. Y así, me encerraba en la celda y allí mi descanso, mi contento, mi manjar y todo mi bien era llorar.
Pero ya había llegado a tal estado, que ni había celda ni rincón ni lugar público donde yo pudiese enfrenar esta pasión. Fue de tal suerte que me parecía a mí que, si diera lugar a la consideración y riendas al sentimiento, que claramente estuviera en mi mano el morirme. Y esto lo vi tan claro que, despreciando el p vivir y deseando salir de las ocasiones, fui un día al P. Fr. Juan de Jesús 15 y le dije: —Padre, dígame, si uno se quisiese morir de dolor de sus peccados, ¿haría ofensa a Dios? Respondióme: —Pecaría mortalmente.
Esta palabra fue para mí tan terrible que, con grandes veras, procuré divertirme y refrenar la pasión. Y como con fuerza, nacida del temor que me habían dicho, me faltaron las lágrimas y esta ternura, aunque no de todo punto. El interior quedó algo desabrido, escabroso y disgustado para los de casa.