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Pontificio Consejo para la Familia
Vademecum para confesores sobre moral conyugal

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1. La santidad matrimonial

1. Todos los cristianos deben ser oportunamente instruidos de su vocación a la santidad. En efecto, la invitación al seguimento de Cristo está dirigida a todos, y cada fiel debe tender a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad en su propio estado. 23

2. La caridad es el alma de la santidad. Por su íntima naturaleza la caridaddon que el Espíritu infunde en el corazónasume y eleva el amor humano y lo hace capaz de la perfecta donación de sí mismo. La caridad hace más aceptable la renuncia, más liviano el combate espiritual, más generosa la entrega personal. 24

3. No es posible para el hombre con sus propias fuerzas realizar la perfecta entrega de sí mismo. Pero se vuelve capaz de ello en virtud de la gracia del Espíritu Santo. En efecto, es Cristo que revela la verdad originaria del matrimonio y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo habilita para realizarla íntegramente. 25

4. En el camino hacia la santidad, el cristiano experimenta tanto la debilidad humana como la benevolencia y la misericordia del Señor. Por eso el punto de apoyo en el ejercicio de las virtudes cristianas — también de la castidad conyugal — se encuentra en la fe que nos hace conscientes de la misericordia de Dios y en el arrepentimiento que acoge humildemente el perdón divino. 26

5. Los esposos actúan la plena donación de sí mismos en la vida matrimonial y en la unión conyugal, que, para los cristianos, es vivificada por la gracia del sacramento. La específica unión de los esposos y la transmisión de la vida son obligaciones propias de su santidad matrimonial. 27




23) « Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria. Según esto, cada uno según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad » (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 21 de noviembre de 1964, n. 41).



24) « La caridad es el alma de la santidad a la que todos están llamados » (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 826). « El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente » (Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam Sane, 2 de febrero de 1994, n. 11).



25) Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 13.

« La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Esta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia » (Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, 6 de agosto de 1993, n. 102).

« Sería un gravísimo error concluir... que la norma enseñada por la Iglesia sea de suyo solamente un "ideal", que deba adaptarse, proporcionarse, graduarse - como dicen — a las posibilidades del hombre "contrapesando los distintos bienes en cuestión". Pero Jcuáles son las "posibilidades concretas del hombre"? JY de qué hombre se está hablando? JDel hombre dominado por la concupiscencia o del hombre redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la Redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que nos ha dado la posibilidad de realizar la verdad entera de nuestro ser. Ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. Si el hombre redimido sigue pecando, no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad del hombre de sustraerse de la gracia que deriva de aquel acto. El mandamiento de Dios es, ciertamente, proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, si ha caído en el pecado, siempre puede obtener el perdón y gozar de la presencia del Espíritu » (Juan Pablo II, Discurso a los participantes a un curso sobre la procreación responsable, 1 de marzo de 1984).



26) « Reconocer el propio pecado, es más — yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidadreconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios (...). Reconciliarse con Dios presupone e incluye desasirse con lucidez y determinación del pecado en el que se ha caído. Presupone e incluye, por consiguiente, hacer penitencia en el sentido más completo del término: arrepentirse, mostrar arrepentimiento, hacer propia la actitud concreta de arrepentido, que es la de quien se pone en el camino del retorno al Padre (...). En la condición concreta del hombre pecador, donde no puede existir conversión sin el reconocimiento del propio pecado, el ministerio de reconciliación de la Iglesia interviene en cada caso con una finalidad claramente penitencial, esto es la de conducir al hombre al "conocimiento de sí mismo" » (Juan Pablo II, Exhort. Apost. post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 2 de diciembre de 1984, n. 13).

« Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se detiene ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: "Sí, el Señor es rico en misericordia", y decimos asimismo: "El es misericordia" » (ibid., n. 22).



27) « La vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar. De ahí nacen la gracia y la exigencia de una auténtica y profunda espiritualidad conyugal y familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la creación, de la alianza, de la cruz, de la resurrección y del signo sacramental » (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 56).

« El auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y se enriquece por la fuerza redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los esposos a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime tarea de padre y madre. Por ello, los cónyuges cristianos son fortalecidos y como consagrados para los deberes y dignidad de su estado para este sacramento especial, en virtud del cual, cumpliendo su deber conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, con el que toda su vida está impregnada por la fe, la esperanza y la caridad, se acercan cada vez más a su propia perfección y a su santificación mutua y, por tanto, a la glorificación de Dios en común » (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 48).






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