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Elías Royón, SJ Animacion vocacional "por contagio"… IntraText CT - Texto |
1. Saber dar razón de nuestra esperanza... (1
Petr 3,15)
¿Es realmente posible una animación vocacional por contagio? ¿Qué condiciones
se requieren para que se suscite en los jóvenes ese deseo de vivir como éste o
aquél grupo religioso? De hecho, contagio se da cuando una persona o un grupo
de personas crea en su entorno un ambiente tal que suscita en alguien las ganas
de compartir ese ambiente y la vida que transparentan esas personas.
El terreno propicio, pues, para que crezca y prospere una vocación es sin duda un ambiente donde el seguimiento de Jesús se viva con gozo, convicción, e ilusión, y genere un espacio en que sea posible vivir con esperanza. Este clima seduce y suscita el deseo de participar de esa misma vida. No podemos olvidar aquí la importancia que la seducción y el deseo juegan en los procesos vocacionales. Estos procesos deberán recorrer un camino que conduce a la opción libre de toda la persona por el Señor, reconocido como capaz de plenificar la propia existencia. Para ello no basta anunciarlo o afirmarlo, es preciso ofrecer la experiencia de quien ya lo ha recorrido, para que pueda ser compartida.
Y es que el discurso religioso para presentar nuestra vocación debería ser preponderantemente simbólico y dirigido a la fantasía y al deseo, ya que un lenguaje preponderantemente propositivo, lógico y racional, resulta poco atractivo y nada seductor. Dicho de un modo más directo, sólo si nosotros mismos, nuestras comunidades e instituciones hablamos el lenguaje simbólico de la vida que habla al deseo y al corazón, será posible interesar a los jóvenes por la opción de vida consagrada. En realidad cada religioso, cada comunidad o grupo apostólico es portador de una vocación que puede arrastrar a otros si es vivida en toda su verdad. Porque toda vocación es un don gratuito y misterioso de Dios, pero la calidad de nuestras vidas es la imagen humana visible de la llamada del Señor, porque solo se puede escoger lo que se conoce y ama.
Pienso que la vida consagrada tiene que preguntarse con toda sinceridad si el ambiente que se respira en su interior es capaz de contagiar deseos de entrega incondicional al Señor, gozo en el vivir la radicalidad evangélica y esperanza en el futuro, o si por el contrario arrastra unas vidas tristes, mediocres y grises que no suscitan en nadie el deseo de compartirlas; es decir, si hablamos este lenguaje existencial o por el contrario casi siempre necesitamos intérpretes para hacernos comprender; si somos "fragancia de Cristo" (2 Cor 2,15) o mantenemos el perfume bien guardado, escondido en un hermoso frasco de alabastro sin que nadie goce de su aroma ni pueda ser atraído por su olor (cfr. Jn 12,3). Tal vez las señales que emitimos a nuestro alrededor sean con frecuencia más ambiguas y difusas que entusiastas y fácilmente inteligibles. ¿Será verdad que nos falta entusiasmo y nos sobra criticismo, y que transmitimos más interrogantes que afirmaciones entusiastas? Es posible que no sean abundantes las experiencias de sentir "arder nuestro corazón" como los discípulos de Emmaus, ante la presencia de Jesús que les explicaba las Escrituras (cfr. Lc 24,32).
En modo alguno pretendo describir una situación y menos aún dar a entender que ella sea generalizada; pretendo simplemente provocar una reflexión serena sobre esa compleja realidad que es la situación actual de la vida consagrada en nuestro entorno cultural.
Hoy la vida consagrada debe vivirse a contracorriente, en medio de un ambiente cultural que tiende a reducir la religiosidad al recinto de lo privado y personal y considera como "sospechoso" todo lo que sepa a expresión de una experiencia gozosa, ilusionada, esperanzada; que aumenta la sospecha cuando ese entusiasmo y esperanza es fruto de una convicción y una experiencia de lo trascendente, de algo o Alguien que está más allá del "aquí y ahora". Y sin embargo la vida consagrada debe estar convencida de que el seguimiento de Jesús vivido con radicalidad y compartido con otros, se expresa a través de los frutos de su Espíritu como son el gozo, la alegría, la esperanza (cfr Gal 5,22). Más aún, ni siquiera el anuncio de la fe en Jesús como el Señor es posible, sin un convencimiento íntimo y un entusiasmo explícito, ni su acogida se hace eficaz si no llega al nivel del afecto, del corazón.
Por otra parte, se corre el riesgo de que elementos del mundo moderno y postmoderno sean asimilados por la vida consagrada sin un discernimiento crítico previo, creando una serie de situaciones de ambigüedad; y más que la dimensión profética, contracultural, propia del carisma religioso aparece con frecuencia una tendencia a "rebajar", hasta "hacer normal" y "razonable", la radicalidad evangélica del seguimiento de Jesús.
Será necesario, tal vez, preguntarnos con la sinceridad del joven rico del evangelio "¿qué más me falta?" (Mt 19,20). La respuesta de Jesús es clara: "Si quieres ser perfecto... véndelo todo... dalo... sígueme". Es una respuesta que conocemos bien, pero que nos resistimos a verificar en nuestras vidas a qué grado de realidad corresponde. Es posible que esa sea la causa de que compartamos la desgana y la tristeza con la que el joven se marchó; no precisamente porque tengamos muchas riquezas, sino porque nos falta la radicalidad de dejarlo todo, porque hemos hecho compatible "el servir a dos señores" (Mt 6,24).