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Ioannes Paulus PP. II
Mulieris dignitatem

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La mujer sorprendida en adulterio

14. Jesús entra en la situación histórica y concreta de la mujer, la cual lleva sobre sí la herencia del pecado. Esta herencia se manifiesta en aquellas costumbres que discriminan a la mujer en favor del hombre, y que está enraizada también en ella. Desde este punto de vista el episodio de la mujer «sorprendida en edulterio» (cf. Jn 8, 3-11) se presenta particularmente elocuente. Jesús, al final, le dice: «No peques más», pero antes él hace conscientes de su pecado a los hombres que la acusan para poder lapidarla, manifestando de esta manera su profunda capacidad de ver, según la verdad, las conciencias y las obras humanas. Jesús parece decir a los acusadores: esta mujer con todo su pecado ¿no es quizás también, y sobre todo, la confirmación de vuestras transgresiones, de vuestra injusticia «masculina», de vuestros abusos?

Esta es una verdad válida para todo el género humano. El hecho referido en el Evangelio de San Juan puede presentarse de nuevo en cada época histórica, en innumerables situaciones análogas. Una mujer es dejada sola con su pecado y es señalada ante la opinión pública, mientras detrás de este pecado «suyo» se oculta un hombre pecador, culpable del «pecado de otra persona», es más, corresponsable del mismo. Y sin embargo, su pecado escapa a la atención, pasa en silencio; aparece como no responsable del «pecado de la otra persona». A veces se convierte incluso en el acusador, como en el caso descrito en el Evangelio de San Juan, olvidando el propio pecado. Cuántas veces, en casos parecidos, la mujer paga por el propio pecado (puede suceder que sea ella, en ciertos casos, culpable por el pecado del hombre como «pecado del otro»), pero solamente paga ella, y paga sola. ¡Cuántas veces queda ella abandonada con su maternidad, cuando el hombre, padre del niño, no quiere aceptar su responsabilidad! Y junto a tantas «madres solteras» en nuestra sociedad, es necesario considerar además todas aquellas que muy a menudo, sufriendo presiones de dicho tipo, incluidas las del hombre culpable, «se libran» del niño antes de que nazca. «Se libran»; pero ¡a qué precio! La opinión pública actual intenta de modos diversos «anular» el mal de este pecado; pero normalmente la conciencia de la mujer no consigue olvidar el haber quitado la vida a su propio hijo, porque ella no logra cancelar su disponibilidad a acoger la vida, inscrita en su «ethos» desde el «principio».

A este respecto es significativa la actitud de Jesús en el hecho descrito por San Juan (8, 3-11). Quizás en pocos momentos como en éste se manifiesta su poder —el poder de la verdad— en relación con las conciencias humanas. Jesús aparece sereno, recogido, pensativo. Su conocimiento de los hechos, tanto aquí como en el coloquio con los fariseos (cf. Mt 19, 3-9), ¿no está quizás en relación con el misterio del «principio», cuando el hombre fue creado varón y mujer, y la mujer fue confiada al hombre con su diversidad femenina y también con su potencial maternidad? También el hombre fue confiado por el Creador a la mujer. Ellos fueron confiados recíprocamente el uno al otro como personas, creadas a imagen y semejanza de Dios mismo. En esta entrega se encuentra la medida del amor, del amor esponsal: para llegar a ser «una entrega sincera» del uno para el otro es necesario que ambos se sientan responsables del don. Esta medida está destinada a los doshombre y mujer— desde el «principio». Después del pecado original actúan en el hombre y en la mujer unas fuerzas contrapuestas a causa de la triple concupiscencia, el «aguijón del pecado». Ellas actúan en el hombre desde dentro. Por esto Jesús dirá en el Sermón de la Montaña: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28). Estas palabras dirigidas directamente al hombre muestran la verdad fundamental de su responsabilidad hacia la mujer, hacia su dignidad, su maternidad, su vocación. Indirectamente estas palabras conciernen también a la mujer. Cristo hacía todo lo posible para que, en el ámbito de las costumbres y relaciones sociales del tiempo, las mujeres encontrasen en su enseñanza y en su actuación la propia subjetividad y dignidad. Basándose en la eterna «unidad de los dos», esta dignidad depende directamente de la misma mujer, como sujeto responsable, y al mismo tiempo es «dada como tarea» al hombre. De modo coherente, Cristo apela a la responsabilidad del hombre. En esta meditación sobre la dignidad y la vocación de la mujer, hoy es necesario tomar como punto de referencia el planteamiento que encontramos en el Evangelio. La dignidad de la mujer y su vocación —como también la del hombreencuentran su eterna fuente en el corazón de Dios y, teniendo en cuenta las condiciones temporales de la existencia humana, se relacionan íntimamente con la «unidad de los dos». Por tanto, cada hombre ha de mirar dentro de sí y ver si aquélla que le ha sido confiada como hermana en la humanidad común, como esposa, no se ha convertido en objeto de adulterio en su corazón; ha de ver si la que, por razones diversas, es el co-sujeto de su existencia en el mundo, no se ha convertido para él en un «objeto»: objeto de placer, de explotación.




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