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Ioannes Paulus PP. II
Mulieris dignitatem

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III

IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS

Libro del Génesis

6. Hemos de situarnos en el contexto de aquel «principio» bíblico según el cual la verdad revelada sobre el hombre como «imagen y semejanza de Dios» constituye la base inmutable de toda la antropología cristiana.(22) «Creó pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gén 1, 27 ). Este conciso fragmento contiene las verdades antropológicas fundamentales: el hombre es el ápice de todo lo creado en el mundo visible, y el género humano, que tiene su origen en la llamada a la existencia del hombre y de la mujer, corona todo la obra de la creación; ambos son seres humanos en el mismo grado, tanto el hombre como la mujer; ambos fueron creados a imagen de Dios. Esta imagen y semejanza con Dios, esencial al ser humano, es transmitida a sus descendientes por el hombre y la mujer, como esposos y padres: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gén 1, 28). El Creador confía el «dominio» de la tierra al género humano, a todas las personas, tanto hombres como mujeres, que reciben su dignidad y vocación de aquel «principio» común.

En el Génesis encontramos aún otra descripción de la creación del hombre —varón y mujer (cf. 2, 18-25)— de la que nos ocuparemos a continuación. Sin embargo, ya desde ahora, conviene afirmar que de la reflexión bíblica emerge la verdad sobre el carácter personal del ser humano. El hombre —ya sea hombre o mujer— es persona igualmente; en efecto, ambos, han sido creados a imagen y semejanza del Dios personal. Lo que hace al hombre semejante a Dios es el hecho de que —a diferencia del mundo de los seres vivientes, incluso los dotados de sentidos (animalia)— sea también un ser racional (animal rationale).(23) Gracias a esta propiedad, el hombre y la mujer pueden «dominar» a las demás criaturas del mundo visible (cf. Gén 1, 28).

En la segunda descripción de la creación del hombre (cf. Gén 2, 18-25) el lenguaje con el que se expresa la verdad sobre la creación del hombre, y especialmente de la mujer, es diverso, y en cierto sentido menos preciso; es, podríamos decir, más descriptivo y metafórico, más cercano al lenguaje de los mitos conocidos en aquel tiempo. Sin embargo, no existe una contradicción esencial entre los dos textos. El texto del Génesis 2, 18-25 ayuda a la comprensión de lo que encontramos en el fragmento conciso del Génesis 1, 27-28 y, al mismo tiempo, si se leen juntos, nos ayudan a comprender de un modo todavía más profundo la verdad fundamental, encerrada en el mismo, sobre el ser humano creado a imagen y semejanza de Dios, como hombre y mujer.

En la descripción del Génesis (2, 18-25) la mujer es creada por Dios «de la costilla» del hombre y es puesta como otro «yo», es decir, como un interlocutor junto al hombre, el cual se siente solo en el mundo de las criaturas animadas que lo circunda y no halla en ninguna de ellas una «ayuda» adecuada a él. La mujer, llamada así a la existencia, es reconocida inmediatamente por el hombre como «carne de su carne y hueso de sus huesos» (cf. Gén 2, 25) y por eso es llamada «mujer». En el lenguaje bíblico este nombre indica la identidad esencial con el hombre: 'is - issah, cosa que, por lo general, las lenguas modernas, desgraciadamente, no logran expresar. «Esta será llamada mujer ('issah), porque del varón ('is) ha sido tomada» (Gén 2, 25).

El texto bíblico proporciona bases suficientes para reconocer la igualdad esencial entre el hombre y la mujer desde el punto de vista de su humanidad.(24) Ambos desde el comienzo son personas, a diferencia de los demás seres vivientes del mundo que los circunda. La mujer es otro «yo» en la humanidad común. Desde el principio aparecen como «unidad de los dos», y esto significa la superación de la soledad original, en la que el hombre no encontraba «una ayuda que fuese semejante a él» (Gén 2, 20). ¿Se trata aquí solamente de la «ayuda» en orden a la acción, a «someter la tierra» (cf. Gén 1, 28)? Ciertamente se trata de la compañera de la vida con la que el hombre se puede unir, como esposa, llegando a ser con ella «una sola carne» y abandonando por esto a «su padre y a su madre» (cf. Gén 2, 24). La descripción «bíblica» habla, por consiguiente, de la institución del matrimonio por parte de Dios en el contexto de la creación del hombre y de la mujer, como condición indispensable para la transmisión de la vida a las nuevas generaciones de los hombres, a la que el matrimonio y el amor conyugal están ordenados: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gén 1, 28).




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