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Ioannes Paulus PP. II Mulieris dignitatem IntraText CT - Texto |
Protoevangelio
11. El Libro del Génesis da testimonio del pecado que es el mal del «principio» del hombre, así como de sus consecuencias que desde entonces pesan sobre todo el género humano, y al mismo tiempo contiene el primer anuncio de la victoria sobre el mal, sobre el pecado. Lo prueban las palabras que leemos en el Génesis 3, 15, llamadas generalmente «Protoevangelio»: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar». Es significativo que el anuncio del redentor, del salvador del mundo, contenido en estas palabras, se refiera a «la mujer», la cual es nombrada en el Protoevangelio en primer lugar, como progenitora de aquél que será el redentor del hombre.(34) Y si la redención debe llevarse a cabo mediante la lucha contra el mal, por medio «de la enemistad» entre la estirpe de la mujer y la estirpe de aquél que como «padre de la mentira» (Jn 8, 44) es el primer autor del pecado en la historia del hombre, ésta será también la enemistad entre él y la mujer.
En estas palabras se abre la perspectiva de toda la Revelación, primero como preparación al Evangelio y después como Evangelio mismo. En esta perspectiva se unen bajo el nombre de la mujer las dos figuras femeninas: Eva y María.
Las palabras del Protoevangelio, releídas a la luz del Nuevo Testamento, expresan adecuadamente la misión de la mujer en la lucha salvífica del redentor contra el autor del mal en la historia del hombre.
La confrontación Eva - María reaparece constantemente en el curso de la reflexión sobre el depósito de la fe recibida por la Revelación divina y es uno de los temas comentados frecuentemente por los Padres, por los escritores eclesiásticos y por los teólogos.(35) De ordinario, de esta comparación emerge a primera vista una diferencia, una contraposición. Eva, como «madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20), es testigo del «comienzo» bíblico en el que están contenidas la verdad sobre la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, y la verdad sobre el pecado original. María es testigo del nuevo «principio» y de la «nueva criatura» (cf. 2 Cor 5, 17). Es más, ella misma, como la primera redimida en la historia de la salvación, es «una nueva criatura»; es la «llena de gracia». Es difícil comprender por qué las palabras del Protoevangelio ponen tan fuertemente en evidencia a la «mujer» si no se admite que en ella tiene su comienzo la nueva y definitiva Alianza de Dios con la humanidad, la Alianza en la Sangre redentora de Cristo. Esta Alianza tiene su comienzo con una mujer, la «mujer», en la Anunciación de Nazaret. Esta es la absoluta novedad del Evangelio. En el Antiguo Testamento otras veces Dios, para intervenir en la historia de su pueblo, se había dirigido a algunas mujeres, como, por ejemplo, a la madre de Samuel y de Sansón; pero para estipular su Alianza con la humanidad se había dirigido solamente a hombres: Noé, Abraham, Moisés. Al comienzo de la Nueva Alianza, que debe ser eterna e irrevocable, está la mujer: la Virgen de Nazaret. Se trata de un signo indicativo de que «en Jesucristo» «no hay ni hombre ni mujer» (Gál 3, 28). En él la contraposición recíproca entre el hombre y la mujer —como herencia del pecado original— está esencialmente superada. «Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús», escribe el Apóstol (Gál 3, 28).
Estas palabras tratan sobre aquella originaria «unidad de los dos», que está vinculada a la creación del hombre, como varón y mujer, a imagen y semejanza de Dios, según el modelo de aquella perfectísima comunión de Personas que es Dios mismo. Las palabras de la epístola paulina constatan que el misterio de la redención del hombre en Jesucristo, hijo de María, toma y renueva lo que en el misterio de la creación correspondía al eterno designio de Dios Creador. Precisamente por esto, el día de la creación del hombre como varón y mujer «Dios vio cuanto había hecho y todo estaba muy bien» (Gén 1, 31). La redención, en cierto sentido, restituye en su misma raíz el bien que ha sido esencialmente «rebajado» por el pecado y por su herencia en la historia del hombre.
La «mujer» del Protoevangelio está situada en la perspectiva de la redención. La confrontación Eva - María puede entenderse también en el sentido de que María asume y abraza en sí misma este misterio de la «mujer», cuyo comienzo es Eva, «la madre de todos los vivientes» (Gén 3, 20). En primer lugar lo asume y lo abraza en el interior del misterio de Cristo, «nuevo y último Adán» (cf. 1 Cor 15, 45), el cual ha asumido en la propia persona la naturaleza del primer Adán. En efecto, la esencia de la nueva Alianza consiste en el hecho de que el Hijo de Dios, consubstancial al eterno Padre, se hace hombre y asume la humanidad en la unidad de la Persona divina del Verbo. El que obra la Redención es al mismo tiempo verdadero hombre. El misterio de la Redención del mundo presupone que Dios-Hijo ha asumido ya la humanidad como herencia de Adán, llegando a ser semejante a él y a cada hombre en todo, «excepto en el pecado»(Heb 4, 15). De este modo él «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación», como enseña el Concilio Vaticano II;(36) en cierto sentido, le ha ayudado a descubrir «qué es el hombre» (cf. Sal 8, 5).
A través de todas las generaciones, en la tradición de la fe y de la reflexión cristiana, la correlación Adán - Cristo frecuentemente acompaña a la de Eva - María. Dado que a María se la llama también «nueva Eva», ¿cuál puede ser el significado de esta analogía? Ciertamente es múltiple. Conviene detenernos particularmente en el significado que ve en María la manifestación de todo lo que está comprendido en la palabra bíblica «mujer», esto es, una revelación correlativa al misterio de la redención. María significa, en cierto sentido, superar aquel límite del que habla el Libro del Génesis (3, 16) y volver a recorrer el camino hacia aquel «principio» donde se encuentra la «mujer» como fue querida en la creación y, consiguientemente, en el eterno designio de Dios, en el seno de la Santísima Trinidad. María es «el nuevo principio» de la dignidad y vocación de la mujer, de todas y cada una de las mujeres.(37)
La clave para comprender esto pueden ser, de modo particular, las palabras que el evangelista pone en labios de María después de la Anunciación, durante su visita a Isabel: «Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso» (Lc 1, 49). Esto se refiere ciertamente a la concepción del Hijo, que es «Hijo del Altísimo» (Lc 1, 32), el «santo» de Dios; pero a la vez pueden significar el descubrimiento de la propia humanidad femenina. «Ha hecho en mi favor maravillas»: éste es el descubrimiento de toda la riqueza, del don personal de la femineidad, de toda la eterna originalidad de la «mujer» en la manera en que Dios la quiso, como persona en sí misma y que al mismo tiempo puede realizarse en plenitud «por medio de la entrega sincera de sí».
Este descubrimiento se relaciona con una clara conciencia del don, de la dádiva por parte de Dios. El pecado ya desde el «principio» había ofuscado esta conciencia; en cierto sentido la había sofocado, como indican las palabras de la primera tentación por obra del «padre de la mentira» (cf. Gén 3, 1-5). Con la llegada de «la plenitud de los tiempos» (cf. Gál 4, 4), mientras comienza ya a cumplirse en la historia de la humanidad el misterio de la redención, esta conciencia irrumpe con toda su fuerza en las palabras de la «mujer» bíblica de Nazaret. En María, Eva vuelve a descubrir cuál es la verdadera dignidad de la mujer, de su humanidad femenina. Y este descubrimiento debe llegar constantemente al corazón de cada mujer, para dar forma a su propia vocación y a su vida.