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Ioannes Paulus PP. II
Orientale lumen

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Entre Palabra y Eucaristía

10. El monaquismo, de modo particular, revela que la vida está suspendida entre dos cumbres: la Palabra de Dios y la Eucaristía. Eso significa que, incluso en sus formas eremíticas, es siempre respuesta personal a una llamada individual y, a la vez, evento eclesial y comunitario.

La Palabra de Dios es el punto de partida del monje, una Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente, como sucedió en el caso de los Apóstoles. Cuando la Palabra toca a una persona, nace la obediencia, es decir, la escucha que cambia la vida. Cada día el monje se alimenta del pan de la Palabra. Privado de él, está casi muerto, y ya no tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque la Palabra es Cristo, al que el monje está llamado a conformarse.

Incluso cuando canta con sus hermanos la oración que santifica el tiempo, continúa su asimilación de la Palabra. La riquísima iconografía litúrgica, de la que con razón se enorgullecen todas las Iglesias del Oriente cristiano, no es más que la continuación de la Palabra, leída, comprendida, asimilada y, por último, cantada: esos himnos son, en gran parte, sublimes paráfrasis del texto bíblico, filtradas y personalizadas mediante la experiencia de la persona y de la comunidad.

Frente al abismo de la misericordia divina, al monje no le queda más que proclamar la conciencia de su pobreza radical, que se convierte inmediatamente en invocación y grito de júbilo para una salvación aún más generosa, por ser inseparable del abismo de su miseria(27). Precisamente por eso, la invocación de perdón y la glorificación de Dios constituyen gran parte de la oración litúrgica. El cristiano se halla inmerso en el estupor de esta paradoja, última de una serie infinita, que el lenguaje de la liturgia exalta con reconocimiento: el Inmenso se hace límite; una Virgen da a luz; por la muerte, Aquel que es la vida derrota para siempre la muerte; en lo alto de los cielos un Cuerpo humano está sentado a la derecha del Padre.

En el culmen de esta experiencia orante está la Eucaristía, la otra cumbre indisolublemente vinculada a la Palabra, en cuanto lugar en el que la Palabra se hace Carne y Sangre, experiencia celestial donde se hace nuevamente evento.

En la Eucaristía se revela la naturaleza profunda de la Iglesia, comunidad de los convocados a la sinaxis para celebrar el don de Aquel que es oferente y oferta: esos convocados, al participar en los Sagrados Misterios, llegan a ser «consanguíneos»(28) de Cristo, anticipando la experiencia de la divinización en el vínculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y humanidad.

Pero la Eucaristía es también lo que anticipa la pertenencia de hombres y cosas a la Jerusalén celestial. Así revela de forma plena su naturaleza escatológica: como signo vivo de esa espera, el monje prosigue y lleva a plenitud en la liturgia la invocación de la Iglesia, la Esposa que suplica la vuelta del Esposo en un «marana tha» repetido continuamente no sólo con palabras, sino también con toda la vida.




27) Cfr., por ejemplo, SAN BASILIO, Regla breve: PG 31, 1.079-1.305; SAN JUAN CRISÓSTOMO, Sobre la compunción, PG 47, 391-422; Homilías sobre Mateo, hom. XV, 3: PG 57, 225-228; SAN GREGORIO DE NISA, Sobre las bienaventuranzas, hom. 3: PG 44, 1.219-1.232.



28) Cfr. NICOLÁS CABASILAS, La vida en Cristo, IV: PG 150, 584-585; CIRILO DE ALEJANDRÍA, Tratado sobre Juan, 11: PG 74, 561; ibíd., 12, l.c., 564; SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre Mateo, hom. LXXXII, 5: PG 58, 743-744.






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