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Ioannes Paulus PP. II
Orientale lumen

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Comunión y servicio

14. Precisamente gracias al progresivo desapego de lo que en el mundo le impide lograr la comunión con su Señor, el monje considera el mundo como lugar donde se refleja la belleza del Creador y el amor del Redentor. En su oración el monje pronuncia una epíclesis del Espíritu sobre el mundo y está seguro de que será escuchado, porque esa plegaria forma parte de la misma oración de Cristo. Y así siente nacer en sí mismo un amor profundo hacia la humanidad, el amor que la oración en Oriente tan frecuentemente celebra como atributo de Dios, el amigo de los hombres que no ha dudado en entregar a su Hijo para que el mundo se salve. Con esta actitud, a veces, el monje puede contemplar ese mundo ya transfigurado por la acción deificante de Cristo muerto y resucitado.

Cualquiera que sea la modalidad que el Espíritu le reserve, el monje es siempre esencialmente el hombre de la comunión. Con este nombre se ha indicado, ya desde la antigüedad, también el estilo monástico de la vida cenobítica. El monaquismo nos muestra que no existe una auténtica vocación que no nazca de la Iglesia y para la Iglesia. De ello da testimonio la experiencia de tantos monjes que, encerrados en sus celdas, infunden en su oración una pasión extraordinaria no sólo por la persona humana sino también por toda criatura, en la invocación incesante para que todo se convierta a la corriente salvífica del amor de Cristo. Este camino de liberación interior en la apertura al Otro convierte al monje en el hombre de la caridad. En la escuela del apóstol Pablo que indica la plenitud de la ley en la caridad (cfr. Rm 13, 10), la comunión monástica oriental siempre ha tratado de garantizar la superioridad del amor con respecto a toda ley.

Esa caridad se manifiesta, ante todo, en el servicio a los hermanos en la vida monástica, pero también en la comunidad eclesial, en formas que varían según los tiempos y lugares, y van desde las obras sociales hasta la predicación itinerante. Las Iglesias de Oriente han vivido con gran generosidad este compromiso, comenzando por la evangelización, que es el servicio más alto que el cristiano puede prestar a su hermano, para proseguir con muchas otras formas de servicio espiritual y material. Es más, se puede decir que el monaquismo fue en la antigüedad -y, en varias ocasiones, también en tiempos sucesivos- el instrumento privilegiado para la evangelización de los pueblos.




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