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Ioannes Paulus PP. II
Orientale lumen

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Una persona en relación

15. La vida del monje da razón de la unidad que existe en Oriente entre espiritualidad y teología: el cristiano, y el monje en particular, más que buscar verdades abstractas, sabe que sólo su Señor es Verdad y Vida, pero sabe también que él es el Camino (cfr. Jn 14, 6) para alcanzar ambas: conocimiento y participación son, por tanto, una sola realidad: de la persona al Dios trino a través de la Encarnación del Verbo de Dios.

El Oriente nos ayuda a delinear con gran riqueza de elementos el significado cristiano de la persona humana. Se centra en la Encarnación, que ilumina incluso a la creación. En Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, se revela la plenitud de la vocación humana: para que el hombre se convirtiera en Dios, el Verbo asumió la humanidad. El hombre, que experimenta continuamente el gusto amargo de su límite y de su pecado, no se abandona a la recriminación o a la angustia, porque sabe que en su interior actúa el poder de la divinidad. La humanidad fue asumida por Cristo sin separación de la naturaleza divina y sin confusión(33), y el hombre no se queda solo para intentar, de mil modos a menudo frustrados, una imposible ascensión al cielo: hay un tabernáculo de gloria, que es la persona santísima de Jesús el Señor, donde lo humano y lo divino se encuentran en un abrazo que nunca podrá deshacerse: el Verbo se hizo carne, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado. Él vierte la divinidad en el corazón enfermo de la humanidad e, infundiéndole el Espíritu del Padre, la hace capaz de llegar a ser Dios por la gracia.

Pero si esto nos lo ha revelado el Hijo, entonces nos ha sido otorgado acercarnos al misterio del Padre, principio de comunión en el amor. La Trinidad santísima se nos presenta entonces como una comunidad de amor: conocer a ese Dios significa sentir la urgencia de que hable al mundo, de que se comunique; y la historia de la salvación no es más que la historia del amor de Dios a la criatura que ha amado y elegido, queriéndola «según el icono del icono» -como se expresa la intuición de los Padres orientales(34)-, es decir, creada a imagen de la Imagen, que es el Hijo, llevada a la comunión perfecta por el santificador, el Espíritu de amor. E incluso cuando el hombre peca, este Dios lo busca y lo ama, para que la relación no se rompa y el amor siga existiendo. Y lo ama en el misterio del Hijo, que se deja matar en la cruz por un mundo que no lo reconoció, pero es resucitado por el Padre, como garantía perenne de que nadie puede matar el amor, porque cualquiera que sea partícipe de ese amor está tocado por la Gloria de Dios: este hombre transformado por el amor es el que los discípulos contemplaron en el Tabor, el hombre que todos nosotros estamos llamados a ser.




33) Cfr. Symbolum chalcedonense, DS 301-302.



34) Cfr. SAN IRENEO, Contra las herejías V, 16, 2: SCh 153/2, 217; IV, 33, 4: SCh 100/2, 811; SAN ATANASIO, Contra los gentiles, 2-3 y 34: PG 25, 5-8 y 68-69; La Encarnación del Verbo, 12-13: SCh 18, 228-231.






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