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Ioannes Paulus PP. II Orientale lumen IntraText CT - Texto |
18. Cada día se hace más intenso en mí el deseo de volver a recorrer la historia de las Iglesias, para escribir finalmente una historia de nuestra unidad, y remontarnos así al tiempo en que, inmediatamente después de la muerte y de la resurrección del Señor Jesús, el Evangelio se difundió en las culturas más diversas, y comenzó un intercambio fecundísimo, que aún hoy siguen testimoniando las liturgias de las Iglesias. A pesar de que no faltaron dificultades y contrastes, las Cartas de los Apóstoles (cfr. 2 Co 9, 11-14) y de los Padres(38) muestran vínculos estrechísimos, fraternos, entre las Iglesias, en una plena comunión de fe dentro del respeto de sus especificidades e identidades respectivas. La común experiencia del martirio y la meditación de las actas de los mártires de cada Iglesia, la participación en la doctrina de tantos santos maestros de la fe, en una profunda circulación y participación, refuerzan este admirable sentimiento de unidad(39). El desarrollo de diferentes experiencias de vida eclesial no impedía que, mediante relaciones recíprocas, los cristianos pudieran seguir sintiendo la certeza de que en cualquier Iglesia se podían sentir como en casa, porque de todas se elevaba, con una admirable variedad de lenguas y de modulaciones, la alabanza del único Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo; todas se hallaban reunidas para celebrar la Eucaristía, corazón y modelo para la comunidad no sólo por lo que atañe a la espiritualidad o a la vida moral, sino también para la estructura misma de la Iglesia, en la variedad de los ministerios y de los servicios bajo la presidencia del Obispo, sucesor de los Apóstoles(40). Los primeros concilios son un testimonio elocuente de esta constante unidad en la diversidad(41).
Y también cuando se afianzaron ciertas incomprensiones dogmáticas -amplificadas frecuentemente por influjo de factores políticos y culturales- que ya llevaban a dolorosas consecuencias en las relaciones entre las Iglesias, permaneció vivo el compromiso de invocar y promover la unidad de la Iglesia. En los primeros contactos del diálogo ecuménico el Espíritu Santo nos permitió afianzarnos en la fe común, continuación perfecta del kerygma apostólico, y de esto damos gracias a Dios con todo el corazón(42). Y aunque lentamente, ya en los primeros siglos de la era cristiana, fueron surgiendo contrastes dentro del cuerpo de la Iglesia, no podemos olvidar que durante todo el primer milenio perduró, a pesar de las dificultades, la unidad entre Roma y Constantinopla. Hemos visto cada vez con mayor claridad que lo que desgarró el tejido de la unidad no fue tanto un episodio histórico o una simple cuestión de preeminencia, cuanto un progresivo alejamiento, que hace que la diversidad ajena ya no se perciba como riqueza común, sino como incompatibilidad. A pesar de que en el segundo milenio se produce un endurecimiento en la polémica y en la división, a medida que aumenta la ignorancia recíproca y el prejuicio, se siguen celebrando encuentros constructivos entre jefes de Iglesias deseosos de intensificar las relaciones y de favorecer los intercambios, así como no disminuye la obra santa de hombres y mujeres que, reconociendo que la contraposición es un pecado grave y estando enamorados de la unidad y de la caridad, de muchas maneras trataron de promover, con la oración, con el estudio y la reflexión, con el encuentro abierto y cordial, la búsqueda de la comunión(43). Toda esta obra tan meritoria confluye en la reflexión del concilio Vaticano II y encuentra una especie de emblema en la anulación de las excomuniones recíprocas del año 1054 realizada por el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras I(44).