4. Efectivamente -por proponer algún elemento
histórico-, los Romanos Pontífices, ya desde los tiempos
más antiguos, se sirvieron en su ministerio, dirigido al bien de la
Iglesia universal, tanto de personas como de organismos de la Iglesia de Roma,
que mi predecesor Gregorio Magno definió como la Iglesia del
Apóstol San Pedro.
En un primer momento se sirvieron de la colaboración de
presbíteros o diáconos, pertenecientes a esa misma Iglesia, los
cuales ejercían el oficio de legado, o intervenían en numerosas
misiones, o bien representaban a los Romanos Pontífices en los Concilios
Ecuménicos.
Pero, cuando había que tratar asuntos de particular importancia, los
Romanos Pontífices pidieron ayuda a los Sínodos o a los Concilios
romanos, a los que se convocaba a los obispos que ejercían su ministerio
en la provincia eclesiástica de Roma; esos Sínodos o Concilios
romanos no sólo trataban cuestiones referentes a la doctrina o el
Magisterio, sino que procedían como tribunales, en los que se juzgaban
las causas de los obispos, remitidas al Romano Pontífice.
Sin embargo, desde que los cardenales empezaron a tener un relieve especial en
la Iglesia de Roma, sobre todo para la elección del Papa, que a partir
del año 1059 está reservada a ellos, los mismos Romanos
Pontífices se sirvieron cada vez más de la colaboración de
los padres cardenales; de modo que la función del Sínodo romano o
del Concilio disminuyó gradualmente, hasta cesar de hecho.
Resultó así, que, sobre todo después del siglo XIII, el
Sumo Pontífice trataba todos los asuntos de la Iglesia con los
cardenales, reunidos en Consistorio. Y acaeció entonces que, a
instrumentos no permanentes, como los Concilios o Sínodos romanos,
sucedió otro permanente, que estaba siempre a disposición del
Papa.
Mi predecesor Sixto V, con la ya citada Constitución Apostólica
Immensa aeterni Dei del 22 de enero de 1588 -que fue el año 1587 de la
Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo- dio a la Curia Romana su
configuración formal. Al constituir una serie de 15 dicasterios, su
intención era sustituir el Colegio Cardenalicio con varios Colegios
compuestos por algunos cardenales, cuya autoridad estaba limitada a un
determinado campo y a un tema preciso: de ese modo los Sumos Pontífices
podían valerse eficazmente de la ayuda de esos consejos colegiales. Y
como consecuencia, la tarea originaria y la importancia especifica del
Consistorio, disminuyeron mucho.
Con el pasar de los siglos, y con el cambio de las situaciones concretas
históricas, se introdujeron algunas modificaciones e innovaciones, sobre
todo cuando se instituyeron en el siglo XIX comisiones cardenalicias que
ofrecían su colaboración al Papa uñida a la que prestaban
ya los dicasterios de la Curia Romana. Finalmente, por decisión de mi
predecesor San Pío X, el 29 de
junio de 1908 se promulgó la Constitución Apostólica
Sapienti Consilio, en la que, con la perspectiva de unificar las leyes
eclesiásticas en el Código de Derecho Canónico,
escribía: "Ha parecido muy conveniente comenzar por la Curia
Romana, para que ésta, ordenada de forma oportuna y comprensible a
todos, pueda prestar más fácilmente su trabajo y pueda dar una
ayuda
más completa al Romano Pontífice y a la Iglesia". Los
efectos de esa reforma fueron principalmente los siguientes: La Sagrada Romana
Rota, suprimida en 1870, fue restablecida para las causas judiciales, de modo
que las Congregaciones, al perder su competencia en ese campo, se convirtieran
en organismos únicamente administrativos. Además, se
estableció el principio de que las Congregaciones gozaran de su derecho
inalienable, es decir, que cada materia habría de tratarse por un
dicasterio competente, y no por distintos al mismo tiempo.
Esta reforma de Pío X fue posteriormente sancionada y completada en el
Código de Derecho Canónico, promulgado por Benedicto XV en 1917;
y permaneció prácticamente inalterada hasta 1967, no mucho
después de la clausura del Concilio Vaticano II, en el que la iglesia
indagó de modo más profundo su propio misterio, y se trazó
de forma más viva su misión.
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