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P. Fabio Ciardi, OMI
El carisma de los Fundadores y Fundadoras…

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1. La dimensión evangélica de la vida religiosa

 

                  Es sabido que uno de los primeros nombres con que se designó a la vida religiosa es “vida evangélica”. Nació del Evangelio, del deseo de vivir con radicalidad las enseñanzas de Jesús, de compartir plenamente su misma vida en comunión de ideales y de destino.

                  Una vez más, ¿podemos dejar que nuestros Padres nos cuenten su experiencia al respecto?

                  El primero es, indudablemente, Antonio del desierto, padre del monacato. Su historia - y con ella la historia de cada sucesiva expresión de vida religiosa y, por consiguiente, también nuestra historia - comienza cuando un día, en la iglesia, escucha la palabra de Cristo: “Si quieres ser un hombre logrado, vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres, que Dios será tu riqueza; y, anda, sígueme a mí” (Mt 19,21). La aventura de Antonio el Grande da inicio con la obediencia a las Escrituras, como dirá él expresamente en una de sus cartas, hablando de los monjes: “Cuando la palabra de Dios los alcanzó, no tuvieron el menor titubeo, sino que la siguieron con prontitud” (Carta 1,1). Es la palabra de Dios la que motiva su opción. Las primeras páginas de la Vita Antonii siguen atestiguando la centralidad de la Palabra en el itinerario espiritual: “permaneciendo atento a la lectura, guardaba en él mismo su fruto copioso” (1,3); “estaba tan atento a la lectura de las Escrituras, que nada de cuanto hay escrito en ellas caía estéril en la tierra de su mente” (3,7). San Jerónimo dirá que Antonio “con la lectura asidua y la larga meditación había hecho de su corazón la biblioteca de Cristo” (Epistolario 60,10).

                  La Biblia es, a todos los efectos, el libro del monje; aun materialmente. Según Evagrio Póntico, el monje podía poseer solamente “la celda, la capa, la túnica y el Evangelio1.

                  Las primeras Reglas son simples normas prácticas, sin pretensión alguna de contenidos espirituales. La única Regla del monje, como para todo cristiano, es la Escritura, simplemente. “Son las Escriturasescribía Orsiei, discípulo y sucesor de Pacomio – las que conducen a la vida eterna y nuestro padre [Pacomio] nos las ha entregado y nos ha ordenado meditarlas continuamente (...)” (Libro, 51). Y también para Basilio, la única Regla es la Escritura. Nunca llamó Regla a ésa que hasta hoy día es considerada tal. Su punto de referencia es más bien otro libro suyo, los Moralia, que consiste simplemente en una colección de textos bíblicos ordenados por temas: unos 1500 versículos del Nuevo Testamento. Ésa es su verdadera regla: ¡la Palabra de Dios!

                  También, a continuación, los iniciadores de las diversas familias religiosas seguirán estando animados por un único anhelo: vivir el Evangelio.

                  La Regla de Benito está puesta enteramente bajo la enseña de la escucha de la Palabra de Dios: “Escucha, hijo ...” (RB Prólogo 1); “Escuchemos la voz de Dios que cada día se dirige a nosotros ...” (RB Prólogo 9); “¿Qué puede haber más dulce para nosotros, queridísimos hermanos, que esta voz del Señor que nos llama?” (RB Prólogo 19). Se trata de llegar a ser discípulos de la Palabra, de escucharla, acogerla, ponerla por obra: “El Señor espera que nosotros respondamos cada día con las obras a sus santas amonestaciones” (RB Prólogo 35). Benito valora su Regla como una simple iniciación para los principiantes; por lo demás, reenvía a la Escritura como “norma rectísima para la vida del hombre” (RB 73,2-5).

                  En la Regla atribuida a San Bruno encontramos escrito: “El Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, interpretado por los doctores de la Iglesia católica, servirá de regla a todos los Cartujos2. También para Francisco de Asís la Regla es “la vida del evangelio de Jesucristo (Regola non bollata, Titolo: FF 2,2). La Regola bollata comienza con el mismo tenor: “La Regla y la vida de los frailes menores es ésta, o sea, observar el santo evangelio de Nuestro Señor Jesucristo ...” (I, 2: FF 75), habiéndole revelado el Altísimo que habría debido vivir “bajo la forma del santo evangelio” (Testamento, 17: FF 116).

                  Pero vamos a los últimos siglos, visto que nosotros pertenecemos mayormente a congregaciones religiosas. Nos metemos en terreno minado. Efectivamente, es sabido que al final del medievo se produjo un progresivo distanciamiento entre la vida espiritual y la Palabra de Dios, hasta hablar de “divorcio3. “Al surgir la teología sistemática en la época escolástica y, después, al emanciparse una exégesis crítica como ciencia autónoma, se rompe la unidad de estas disciplinas, hasta radicalizarse con la llegada de la época moderna. En efecto, con el Renacimiento y el Humanismo la exégesis se desgaja de la teología, la teología se desprende de la exégesis, la espiritualidad es apartada de la dogmática y la exégesis, la predicación ignora con frecuencia la exégesis y la dogmática, volviéndose moralizante; es decir, se llega a una progresiva separación y ruptura de las disciplinas teológicas (...)”4.

                  Para los últimos siglos se ha podido hablar, al menos para la Iglesia católica, de “exilio” de la Palabra de Dios, sobre todo entre los laicos, a los que el acceso a la Sagrada Escritura les era limitado en gran manera, si no les era cerrado sin más. Es un juicio severo, compartido por muchos autores, entre los que se encuentran H. de Lubac, H. Urs von Balthasar, S. Marsili, B. Calati, E. Bianchi.

                  ¿También los fundadores y fundadoras de este período han abandonado la Escritura? O más bien, con la tradición monástica y mendicante, ¿han seguido buscando en ella el manantial y el alimento constante de su inspiración y su obra?

                  Determinados juicios sumarios, aunque indican tendencias comunes, hay que tomarlos a beneficio de inventario. Y en este caso el inventario es rico de testimonios positivos. Mientras algunos teólogos, como Melchor Cano, afirmaban que las mujeres no hubieran debido jamás coger la Biblia porque para ellas la Escritura es alimento peligroso, Teresa de Jesús bebía abundantemente en la fuente de la Palabra de Dios, convencida de que “todo el daño que se encuentra en el mundo depende de no conocer la verdad de la Escritura con clara verdad” (Vida 40,1). Mientras, por un lado, la Palabra de Dios va al “exilio”, abandonando a una gran porción del pueblo de Dios, por otro encuentra plena acogida y pone su morada en hombres como Ignacio de Loyola (1500), Francisco de Sales (1600), Alfonso de Ligorio (1700). Incluso en esos siglos en que parece que la Palabra de Dios haya quedado ensombrecida, la Palabra ha seguido siendo manantial de formas siempre nuevas de vida evangélica. El P. Barré, fundador de las Hermanas del Niño Jesús, en 1600 podía escribir: “Mi vida entera es Evangelio vivido”.

                  Y ¿qué decir del Ochocientos, el período más fecundo en congregaciones? Mi deseo sería implicaros a todos vosotros en compartir los dones de que somos herederos y custodios. ¿Podré albergar la esperanza de recibir lo que han dicho y escrito vuestros fundadores y fundadoras sobre la inspiración evangélica de su fundación? Me limito a algunos ejemplos significativos.

                  Pedro Julián Eymard, fundador de una congregación masculina y de una femenina, siendo todavía un simple sacerdote, afirma: “Un cura que pasa un día sin leer la Escritura, ha perdido su jornada”. Él no perdía su jornada. Efectivamente, al final de una particular experiencia vivida el 25 de mayo de 1845, había escrito: “He pedido a Nuestro Señor el espíritu de las Cartas de San Pablo, ese gran amante de Jesucristo. Desde hoy comenzaré a leerlas, al menos dos capítulos al día”. Cuando funda la congregación del Santísimo Sacramento, conserva esta atención por la Escritura; tanto es así que, en las Constituciones, pondrá como deber del religioso leerla y meditarla; los ocupados en la predicación deberán alimentarse de ella, estar “llenos” de ella; los que desempeñan el ministerio de la confesión deberán prepararse con “frases de la Sagrada Escritura”. Pero, sobre todo, su experiencia personal es la que sirve de modelo. El 24 de febrero de 1865, durante el Retiro de Roma, Eymard se apunta esta meditación: “Jesús es la palabra del Padre, el ‘Verbo del Padre’. Él repite la palabra divina con respeto: la palabra es divina, es santa. La repite con amor: la palabra es una gracia, ‘son espíritu y vida’. La repite con eficacia, porque la palabra debe santificar al mundo, recrearlo a la luz de la verdad, calentarlo con el fuego del amor, y un día juzgarlo: ‘¿Es que no nos ardía el corazón en el pecho mientras conversaba con nosotros por el camino?’. La palabra de Jesucristo es ‘espíritu y vida’, es omnipotente: ‘si mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os dará’, ‘él habla y todo está hecho’. Las palabras de Jesucristo son los rayos de este sol de verdad: ‘yo soy la luz del mundo’, ‘las palabras son la luz en medio de las tinieblas’”. De esta reflexión saca una conclusión interesantísima: “Ahora tengo que ser para mis hermanos y para el prójimo la ‘palabra de Cristo’”. Y aquí Eymard se revela como lo que auténticamente es: un fundador, o sea, la “palabra de Cristohecha vida.

                  “Jesúsreza durante un retiro a las Esclavas del Santísimo Sacramento mi luz, mi nube del desierto, mi único Maestro. ¡No deseo otra cosa! mi única ciencia; fuera de ti, todo es nada para mí. Háblame como a los discípulos de Emaús: que mi corazón se inflame escuchándote”.

                  La inspiración misionera de Antonio María Claret, fundador de varios Institutos, echa sus raíces en una experiencia de la Palabra de Dios que podríamos definir mística. “Las vidas de los santos que diariamente leíamos en la mesa, y las lecturas espirituales, en especial, me ayudaban a esto – cuenta en su Autobiografía, refiriéndose a la comprensión de su vocación -. Pero lo que más me movía y estimulaba era la lectura de la Sagrada Biblia, a la que he sido siempre muy aficionado”. Una afección que se manifestaba concretamente en la lectura diaria de dos capítulos de la Biblia, cuatro en Cuaresma, en llevarla siempre consigo durante los viajes, en recomendar su lectura, en la publicación de una edición bilingüe. Pero en esta experiencia de los comienzos hay algo más. No es él quien ama y quiere penetrar la Palabra de Dios, es la Palabra de Dios la que le ama a él y se le revela. “Había fragmentosprosigue en su narración – que me causaban una impresión tan viva, que me parecía oír una voz que repetía para mí lo que yo leía”. Nos trae, pues, toda una serie de versículos del Antiguo y del Nuevo Testamento que se refieren a la misión evangelizadora y que le inspiran en la vocación. Los introduce con frases que indican un manifestarse de Dios mismo en su Palabra: “Por esas palabras comprendía yo que el Señor me había llamado ... Conocí ... El Señor me decía ... Con estas palabras el Señor me daba a conocer ... El Señor me hizo comprender ... De forma muy especial, el Señor me hizo comprender aquellas palabras: Spiritus Domini super me et evangelizzare pauperibus misit me Dominus et sanare contritos corde ... En muchos pasajes de la Sagrada Escritura oía la voz del Señor que me llamaba para que fuera a predicar” (Autobiografía, 113-120). Son frases que indican el profundo origen y motivación bíblica de un carisma.

                  Distinto y, sin embargo, siempre profundamente bíblico es el itinerario de don Juan Bosco. No podemos esperarnos de él – no va con su carácter – que nos cuente su experiencia mística en contacto con la Palabra de Dios. Basta ver su vasto empleo en el campo de la educación de los jóvenes para percatarse de que, remontándonos a tiempos primeros, hay una asiduidad constante con la Escritura: una inspiración. La Biblia fue una de las fuentes privilegiadas de su planteamiento educativo – en la predicación, catequesis, liturgia, comunicación, Reglamentos – y, por tanto, de sus fundaciones. Contando una discusión que tuvo con su párroco sobre un pasaje evangélico, el biógrafo hace notar que “Don Bosco sabía de memoria y había meditado todo el Nuevo Testamento5.

                  Para él la palabra de Dios es “luz porque ilumina al hombre y lo dirige en su creer, obrar y amar. [¿Podemos oír aquí un eco de su experiencia personal?] Es luz porque, desmenuzada y bien enseñada, muestra al hombre qué camino debe recorrer para llegar a la vida eterna y feliz. Es luz porque calma las pasiones humanas, que son las verdaderas tinieblas, tinieblas densas y peligrosas, tanto que no pueden ser disipadas más que por la palabra de Dios. Es luz porque, predicada como se debe, infunde las luces de la gracia divina en el corazón de los oyentes y les da a conocer la verdad de la fe6. Así, pues, en ella bebe para su actividad catequética-educativa. Pues sabe que “el cristiano [¿el fundador?, podemos preguntarnos] es aquél que tiene la Divina Palabra como guía”. Don Bosco, en su actividad evangelizadora y educativa, se muestra consciente de esta tarea: referirse ante todo a la Palabra de Dios. Quiso que inscripciones tomadas de la Sagrada Escritura se pintaran varias veces bajo los soportales de Valdocco. La primera serie de letreros bíblicos apareció bajo el soportal junto a la iglesia de S. Francisco de Sales en 1856. El biógrafo comenta: “Don Bosco se quedó muy contento cuando Enria terminó la pintura de estas inscripciones. En los sermones de la noche solía explicarlas brevemente; y paseando con algún forastero bajo el porticado, se complacía frecuentemente en leer aquellas máximas bíblicas, calificándolas como artículos de su código, que constituyen, como decía, el arte de bien vivir y de bien morir”. Se trata de 30 citas bíblicas, escritas en latín con su correspondiente traducción italiana. A las citas escritas en las paredes habría que añadir las constantes citas en sus escritos y conversaciones: a veces en italiano, a veces en latín; citas explícitas o implícitas que pueden resultar una “fundición” de varios textos; citas incluso erradas o aproximativas, o bien de carácteracomodaticio”. “Don Bosco no se hacía problema de la fidelidad al pie de la letra a la Biblia cuando entraban en juego la complejidad y la sensibilidad ética y pedagógica suya y de sus interlocutores” (Stella). Su constante recurso a la Biblia tiene una finalidad moral, educativa, didáctica; sirve para orientar y motivar la respuesta del hombre a la acción de Dios, que se da como presupuesta y por descontado. Se podría expresar con sus famosas palabras en el prólogo a la primera edición de la Historia Sagrada: “Iluminar la mente para hacer bueno el corazón”.

                  Podríamos proseguir a lo largo de todo el Novecientos. Don Luis Orione parece anticipar el documento conciliar Perfectae caritatis n.2, cuando escribe: “Nuestra primera Regla y vida sea observar, con humildad grande y amor dulcísimo y abrasado de Dios, el Santo Evangelio7. Don Santiago Alberione afirma, sin sombra alguna de duda, que la Familia Paulinaaspira a vivir integralmente el evangelio de Jesucristo8. Y la Hermanita Magdeleine: “Nosotras debemos construir una cosa nueva. Una cosa nueva que es antigua, que es el auténtico cristianismo de los primeros discípulos de Jesús. Es menester que volvamos a tomar el Evangelio palabra por palabra9.

                  En verdad podemos decir, con el Concilio Vaticano II, que seguir a Cristo tal como lo propone el Evangelio es la “norma última de la vida religiosa”, “la regla suprema” de todos los Institutos (Perfectae caritatis, n. 2).

                  Y así se comprende también la enseñanza de Vita consecrata allí donde habla de la presencia y el valor de la Palabra de Dios. El documento pontificio lee la historia de la multiplicidad de las formas de vida consagrada “como una planta llena de ramas que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia” (5). Reconoce, pues, que fundadores y fundadoras en la acogida de la vocación y en el discernimiento del carisma y de la misión del propio Instituto se han referido constantemente a los textos evangélicos y demás escritos neotestamentarios (94). Y gracias al “contacto asiduo con la Palabra de Dios han obtenido la luz necesaria para el discernimiento personal y comunitario que les ha servido para buscar los caminos del Señor en los signos de los tiempos” (94). Igualmente, siguiendo las huellas de fundadores y fundadoras, “muchas otras personas han tratado de encarnar con la palabra y la acción el Evangelio en su propia existencia” (9).

                  Porque ha nacido del Evangelio y está viviendo de Evangelio, la Exhortación apostólica le reconoce a la vida consagrada el cometido peculiar de “mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio” (33), de servir de estímulo a los otros componentes eclesiales en el diario compromiso de testimoniar el Evangelio (53), de desempeñar la función de signo, ya señalada por el Concilio Vaticano II, que “se manifiesta en el testimonio profético de la primacía de Dios y de los valores evangélicos en la vida cristiana” (84). Después, citando a Pablo VI, recuerda que “sin este signo concreto, la caridad que anima a la Iglesia correría el riesgo de enfriarse, la paradoja salvífica del Evangelio de perder en penetración, la ‘sal’ de la fe de disolverse en un mundo de secularización” (105). Para concluir después que “la Iglesia tiene necesidad de personas consagradas que, aún antes de comprometerse en una u otra noble causa, se dejen transformar por la gracia de Dios y se conformen plenamente al Evangelio” (105).

                  La vida religiosa echa, pues sus raíces, ya desde sus comienzos y a lo largo de toda su historia, en la Palabra de Dios y es una de sus expresiones. Es la más clara demostración de que no sólo de pan vive el hombre, sino de la Palabra de Dios (cf. Mt 4,4).

 




1 Citado por G.M. Colombás, El  Monacato primitivo, II. La espiritualidad, BAC, Madrid 1975, p. 81.



2 Citado por Y. Gourdel, Chartreux, en Dictionnaire de spiritualité, II, 714.



3 Cf. F. Vandernbroucke, Le divorce entre théologie et mystique. Ses origines, “Nouvelle Revue théologique82 (1950) 372-389; J. Leclercq, Jalon dans une histoire de la théologie spirituelle, “Seminarium”, NS 14 (1974) 111-121.



4 I de la PotterieG. Zevini, Lascoltonello Spirito”. Per una rinnovata comprensionespiritualedella S. Scrittura, in Ascolta ...!,Parola, spirito e vita”, I, EDB, Bologna 1979, p. 10.



5 Memorie Biografiche II, 510-511.



6 Il cattolico nel secolo, en Opere Edite XXXIV, pp. 369-370.



7 Lettere di Don Orione, Ed. Piccola Opera, Roma 1969, vol. II, p. 278.



8 Abundantes divitiae gratiae suae”. Storia carismatica della Famiglia Paolina, Roma 1977, n. 93.



9 Piccola Sorella Magdeleine, Il padrone dellimpossibile, PIEMME, Casale Monferrato 1994, p. 201.






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