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P. Fabio Ciardi, OMI
El carisma de los Fundadores y Fundadoras…

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3. El carisma ¿sigue siempre incontaminado, profético y actual?

 

                  Tras haber ilustrado este dato fundamental: el carisma de los fundadores y fundadoras es “Palabra de vida, volvamos a la afirmación fundamental, que prefiero ponerla en interrogante: el carisma ¿sigue siempre incontaminado, profético y actual? Podríamos formular con mayor concreción la pregunta: el carisma ¿está ligado a la caducidad de la pregunta y la respuesta a los signos de los tiempos?, ¿o tiene en sí la permanente profecía de la Palabra de Dios?

                  El carisma de un fundador – hemos dicho – es Evangelio que se hace historia, que se incultura. Por consiguiente, no posee la pureza de la Palabra de Dios como acontecimiento absoluto y definitivo. Es Palabra que se adapta a determinadas situaciones, que se traduce en dimensiones de vida, en actitudes, en servicios. Precisamente por esto se muestra eficaz, responde a las expectativas, se transforma en proposición. Podríamos acercarlo al sacramento que tiene una “res” suya y un signo material suyo, visible, del que goza la “res”. Y he aquí, pues, la pregunta: cambiando la historia, las culturas, las preguntas, ¿cambian también las modalidades de presencia y respuesta del carisma?

                  La carta apostólica Ecclesiae sanctae, al día siguiente del Concilio Vaticano II, señalaba ya como uno de los criterios principales de “renovación adecuada” la distinción entre el “espíritu original” de cada Instituto (podemos leer aquí: su componente evangélico, cristológico, carismático) y los aspectos contingentes y caducos con que ha sido vivido, para concluir seguidamente: “Es preciso considerar en desuso los elementos que no constituyen la naturaleza y los fines del Instituto y que, habiendo perdido su sentido y su fuerza, realmente no ayudan ya a la vida religiosa” (II, 14,3).

                  Es la invitación a hacer emerger las intenciones y los ideales del fundador, abstrayéndolos de su contexto histórico, social, cultural, para proceder a continuación a reformularlos en las formas culturales actuales y en nuevos ambientes. El carisma fundacional es algo vivo y procede como una realidad viva. A veces es necesario transplantarlo y cultivarlo en terreno nuevo: Ucrania, India, Brasil, Congo; o en nuevas realidades culturales de Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia, que lo interpelan, lo desafían. El carisma, a su vez, reta e interpela estos nuevos terrenos y puede echar retoños de vida nueva, desprendiendo virtualidades presentes ya en la semilla, pero que para manifestarse necesitaban estímulos diferentes. En esta mutua interacción, la inspiración evangélica inicial se revilatiza y es capaz de lanzar nuevos chorros de vida.

                  El Concilio, con otros términos, se había planteado una pregunta que iba en esta línea: “¿Qué haría hoy el fundador y la fundadora si estuvieran en mi lugar?”. En este interrogante se expresaba una doble exigencia: la atención constante a la inspiración carismática inicial (¿qué haría el fundador y la fundadora?) y la atención a las situaciones nuevas (¿qué haría si estuviera en mi lugar?). En este camino constante hacia el presente siempre nuevo, el religioso y la religiosa de hoy tienen un punto de referencia seguro: la Palabra de Dios,  que guió a los fundadores y fundadoras en la lectura de los signos de su tiempo y en la búsqueda de las respuestas. La Palabra de Dios sigue siendolámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero” (cf. Sal 118,105).

                  Pero para poder responder a esta pregunta ingenua (“¿qué haría hoy el fundador y la fundadora si estuvieran en mi lugar?”), es menester tener presente otro elemento: la tipicidad del carisma de la vida religiosa. A diferencia de otros tipos de carismas, éste es fruto de una acción dialógica, manifiesta una alianza. Dios ofrece su don libre y gratuitamente, pero por parte de quien lo recibe se necesita acogida dócil, correspondencia y adecuación. El carisma de la vida religiosa no posee la eficacia del “ex opere operatotípico del sacramento.

                  Todo fundador y fundadora es testigo de la docilidad con que se dejó guiar por Dios y de la adherencia a su acción, hasta ponerse a sí mismo – mente, corazón, energías, cualidades naturales – por entero al servicio del proyecto que progresivamente se le iba revelando. El camino carismático coincide casi siempre con el camino de santidad.

                  La pregunta que hay que hacerse es, pues, la siguiente: ¿cómo descubrir y mantener siempre viva la inspiración evangélica original?

                  Para que el carisma permanezcaincontaminado, profético y actual” hay que encaminarse tras las huellas del fundador y fundadora, en la misma docilidad al Espíritu, y recorrer de nuevo su mismo itinerario de fe. Si, como hemos leído en Caminar desde Cristo, “el Espíritu Santo ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras”, si “de ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada Regla”, “sus discípulos también hoy están llamados a acoger y guardar en el corazón la Palabra de Dios, para que siga siendo lámpara para sus pasos y luz en su sendero (cf. Sal 118, 105). Entonces el Espíritu Santo podrá guiarlos a la verdad plena (cf. Jn 16, 13)” (24).

                  Así, pues, hay que dejarse guiar por el Espíritu a donde se dejaron guiar los fundadores y donde tuvo inicio su camino: al Evangelio. Si los carismas y los Institutos pueden ser comparados con flores desabotonadas por el Evangelio, ciertamente conservarán o reencontrarán su frescura, y, por lo tanto, serán plenamente ellos mismos, en la medida en que sean capaces de ir a la raíz de donde nacieron, sumergiéndose nuevamente en el Evangelio entero y en completar el misterio de Cristo. Como he tenido ocasión de escribir en otro lugar17, mirando el jardín de la Iglesia se tiene con frecuencia la impresión de que muchas flores están marchitas. Para volver a dar vida a la propia flor, quienes están llamados a vivir aquel determinado carisma aparecen casi siempre ocupados en soplar sobre los pétalos – para quedarnos en la imagen – o en apuntalarlos de forma que la corola vuelva a erguirse y se mantenga tiesa. Es operación efímera e inútil. Para que la flor recobre vida, hay que intervenir en la raíz, no en la corola. Hay que dar agua a la planta. Fuera ya de la metáfora: se intenta, con todos los medios, salvar la identidad de la propia espiritualidad y lo específico del propio Instituto estudiando su particularidad, enfatizándola, buscando protegerla de pretendidas injerencias externas ... Es trabajo válido, pero insuficiente. Es necesario tener la valentía de ir más en profundidad. Es necesario reencontrar la plenitud de vida evangélica que alimenta aquella determinada espiritualidad. El agua y el humus fecundo son comunes a todas las flores, sea cual sea su variedad.

                  Cada espiritualidad, y cada Instituto vinculado con ella, debe volver a ser palabra en la única Palabra. Viviendo el Evangelio con plenitud se tendrá luz para captar la especial dimensión evangélica de donde brotó la espiritualidad.

                  Es un recorrido que no puede hacerse en solitario. Al dar origen a una determinada familia religiosa, el Espíritu ha querido suscitar no un santo o una persona carismática, sino un cuerpo de santos, un entero grupo carismático compuesto por hombres y mujeres guiados por un nuevo proyecto de vida, realizable solamente en la medida en que es vivido y llevado adelante conjuntamente. El carisma de un Instituto tiene, por su naturaleza, una intrínseca dimensión comunitaria. En consecuencia, ir a las raíces manantías del propio carisma no es jamás un hecho individual. El carisma no puede percibirse y reconstruirse en toda su riqueza de valores y contenidos, sino en la unidad entre los miembros del Instituto que, conjuntamente, son los depositarios y los portadores del carisma. Será el Resucitado, presente en la comunidad unida en su amor, quien, como en Pentecostés, le comunicará su Espíritu, haciéndola intérprete cualificada del carisma.

                  Pero aún es preciso algo más. Para captar en plenitud la “palabra” de la que es portadora cada espiritualidad, y, por tanto, lo divino que hay en ella, no podemos limitarnos a profundizar en nuestra propia particularidad; se nos pide, más bien, vivir la comunión eclesial dilatándose por todas las realidades divinas de la Iglesia. Sólo en la relación de unidad con todos los carismas se comprende la raíz común que a todos los engarza y alimenta. De esa forma se llega a una gradual adquisición experimental de la “admirable variedad” de la que la Iglesia es rica. Entonces se podrá percibir la auténtica peculiaridad de cada una y comprender la espiritualidad propia y la propia familia religiosa no como algo absoluto, sino como parte de una realidad más amplia, insertada en un organismo viviente.

                  Por el hecho de que el misterio de Cristo es inagotable e inagotable la riqueza de su palabra, cada espiritualidad necesita el don de la otra, la luz de la otra, para entenderse en profundidad a sí misma. Del mismo manera que cada misterio de Cristo, para ser comprendido en toda su profundidad, tiene necesidad de ser leído en el conjunto de sus misterios, y que un fragmento evangélico para una fructuosa exégesis tiene necesidad de ser situado en su contexto y en la economía del Evangelio entero. Sin la visión unitaria del misterio de Cristo, sin la plena comunión entre todos los carismas y las espiritualidades vinculadas con ellos, difícilmente se puede tener el sentido verdadero de cada uno. “Si el Evangelio debe predicarse en su integridad, y si Cristo no ha de ser presentado dividido o lacerado, la urgencia de recomponer en unidad el Evangelio encarnado y desplegado en el tiempo y en el espacio es una llamada apremiante a la comunión y a la unidad entre los religiosos, en todos los niveles. Efectivamente, si todo carisma es carnet de identidad de la propia familia religiosa, es asimismo capacidad de comunión con todos los demás carismas. El Cristo total atrae como un imán todos sus fragmentos hacia la unidad. El Espíritu de la unidad llama a todos a estar en comunión recíproca, juntos, para que Cristo sea anunciado y comunicado y el mundo crea18.

                  Termino con un texto de Clara Lubich que ya cité cuando, ya una vez, estuve en medio de vosotros hablando de la relación entre carismas antiguos y nuevos: “Nosotros sólo debemos hacer circular entre las diversas Órdenes el Amor. Deben comprenderse, entenderse, amarse como se aman [entre sí] las Personas de la Trinidad. Entre ellas está como relación el Espíritu Santo, que las vincula porque cada una es expresión de Dios, de Espíritu Santo”. Él es quien las unificallevándolas a su primer principio que era santo”.

                  Por tanto, en cuanto que son Palabra vivida, los carismas permanecen. Permanecen mucho más allá de la historia. Su existencia terrena es contingente, encerrada en un determinado arco de siglos. Pero el plan de Dios, que en ellos brotó, permanece por la eternidad como verbo en el Verbo.

 

 




17 Cf. In ascolto dello Spirito. Ermeneutica del carisma dei fondatori, Città Nuova, Roma 1996, p. 126-128.



18 J. Castellano Cervera, Un carisma a servizio dellunità tra i religiosi, en Fabio Ciardi (ed.), Il coraggio della comunione. Vie nuove per la vita religiosa, Città Nuova, Roma 1993, p. 89-90.




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