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Leo PP. XIII Rerum novarum IntraText CT - Texto |
8. Es tan clara la fuerza de estos argumentos, que sorprende ver disentir de ellos a algunos restauradores de desusadas opiniones, los cuales conceden, es cierto, el uso del suelo y los diversos productos del campo al individuo, pero le niegan de plano la existencia del derecho a poseer como dueño el suelo sobre que ha edificado o el campo que cultivó. No ven que, al negar esto, el hombre se vería privado de cosas producidas con su trabajo. En efecto, el campo cultivado por la mano e industria del agricultor cambia por completo su fisonomía: de silvestre, se hace fructífero; de infecundo, feraz. Ahora bien: todas esas obras de mejora se adhieren de tal manera y se funden con el suelo, que, por lo general, no hay modo de separarlas del mismo. ¿Y va a admitir la justicia que venga nadie a apropiarse de lo que otro regó con sus sudores? Igual que los efectos siguen a la causa que los produce, es justo que el fruto del trabajo sea de aquellos que pusieron el trabajo. Con razón, por consiguiente, la totalidad del género humano, sin preocuparse en absoluto de las opiniones de unos pocos en desacuerdo, con la mirada firme en la naturaleza, encontró en la ley de la misma naturaleza el fundamento de la división de los bienes y consagró, con la práctica de los siglos, la propiedad privada como la más conforme con la naturaleza del hombre y con la pacífica y tranquila convivencia. Y las leyes civiles, que, cuando son justas, deducen su vigor de esa misma ley natural, confirman y amparan incluso con la fuerza este derecho de que hablamos. Y lo mismo sancionó la autoridad de las leyes divinas, que prohíben gravísimamente hasta el deseo de lo ajeno: «No desearás la mujer de tu prójimo; ni la casa, ni el campo, ni la esclava, ni el buey, ni el asno, ni nada de lo que es suyo»1.