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Leo PP. XIII Rerum novarum IntraText CT - Texto |
22. No se ha de pensar, sin embargo, que todos los desvelos de la Iglesia estén tan fijos en el cuidado de las almas, que se olvide de lo que atañe a la vida mortal y terrena. En relación con los proletarios concretamente, quiere y se esfuerza en que salgan de su misérrimo estado y logren una mejor situación. Y a ello contribuye con su aportación, no pequeña, llamando y guiando a los hombres hacia la virtud. Dado que, dondequiera que se observen íntegramente, las virtudes cristianas aportan una parte de la prosperidad a las cosas externas, en cuanto que aproximan a Dios, principio y fuente de todos los bienes; reprime esas dos plagas de la vida que hacen sumamente miserable al hombre incluso cuando nada en la abundancia, como son el exceso de ambición y la sed de placeres18; en fin, contentos con un atuendo y una mesa frugal, suplen la renta con el ahorro, lejos de los vicios, que arruinan no sólo las pequeñas, sino aun las grandes fortunas, y disipan los más cuantiosos patrimonios. Pero, además, provee directamente al bienestar de los proletarios, creando y fomentando lo que estima conducente a remediar su indigencia, habiéndose distinguido tanto en esta clase de beneficios, que se ha merecido las alabanzas de sus propios enemigos.
Tal era el vigor de la mutua caridad entre los cristianos primitivos, que frecuentemente los más ricos se desprendían de sus bienes para socorrer, «y no... había ningún necesitado entre ellos»19. A los diáconos, orden precisamente instituido para esto, fue encomendado por los apóstoles el cometido de llevar a cabo la misión de la beneficencia diaria; y Pablo Apóstol, aunque sobrecargado por la solicitud de todas las Iglesias, no dudó, sin embargo, en acometer penosos viajes para llevar en persona la colecta a los cristianos más pobres. A dichas colectas, realizadas espontáneamente por los cristianos en cada reunión, la llama Tertuliano «depósitos de piedad», porque se invertían «en alimentar y enterrar a los pobres, a los niños y niñas carentes de bienes y de padres, entre los sirvientes ancianos y entre los náufragos»20. De aquí fue poco a poco formándose aquel patrimonio que la Iglesia guardó con religioso cuidado, como herencia de los pobres. Más aún, proveyó de socorros a una muchedumbre de indigentes, librándolos de la vergüenza de pedir limosna. Pues como madre común de ricos y pobres, excitada la caridad por todas partes hasta un grado sumo, fundó congregaciones religiosas y otras muchas instituciones benéficas, con cuyas atenciones apenas hubo género de miseria que careciera de consuelo. Hoy, ciertamente, son muchos los que, como en otro tiempo hicieran los gentiles, se propasan a censurar a la Iglesia esta tan eximia caridad, en cuyo lugar se ha pretendido poner la beneficencia establecida por las leyes civiles. Pero no se encontrarán recursos humanos capaces de suplir la caridad cristiana, que se entrega toda entera a sí misma para utilidad de los demás. Tal virtud es exclusiva de la Iglesia, porque, si no brotara del sacratísimo corazón de Jesucristo, jamás hubiera existido, pues anda errante lejos de Cristo el que se separa de la Iglesia.
Mas no puede caber duda que para lo propuesto se requieren también las ayudas que están en manos de los hombres. Absolutamente es necesario que todos aquellos a quienes interesa la cuestión tiendan a lo mismo y trabajen por ello en la parte que les corresponda. Lo cual tiene cierta semejanza con la providencia que gobierna al mundo, pues vemos que el éxito de las cosas proviene de la coordinación de las causas de que dependen.