1.
La prolongada y terrible guerra declarada contra la autoridad divina de la
Iglesia ha llegado adonde tenía que llegar: a poner en peligro universal
la sociedad humana y, en especial, la autoridad política, en la cual
estriba fundamentalmente la salud pública. Hecho que vemos verificado
sobre todo en este nuestro tiempo.
Las pasiones desordenadas del
pueblo rehúsan, hoy más que nunca, todo vínculo de
gobierno. Es tan grande por todas partes la licencia, son tan frecuentes las
sediciones y las turbulencias, que no solamente se ha negado muchas veces a los
gobernantes la obediencia, sino que ni aun siquiera les ha quedado un refugio seguro
de salvación. Se ha procurado durante mucho tiempo que los gobernantes
caigan en el desprecio y odio de las muchedumbres, y, al aparecer las llamas de
la envidia preconcebida, en un pequeño intervalo de tiempo la vida de
los príncipes más poderosos ha sido buscada muchas veces hasta la
muerte con asechanzas ocultas o con manifiestos atentados. Toda Europa ha
quedado horrorizada hace muy poco al conocer el nefando asesinato de un
poderoso emperador. Atónitos todavía los ánimos por la
magnitud de semejante delito, no reparan, sin embargo, ciertos hombres
desvergonzados, en lanzar a cada paso amenazas terroristas contra los
demás reyes de Europa.
2.
Estos grandes peligros públicos, que están a la vista, nos causan
una grave preocupación al ver en peligro casi a todas horas la seguridad
de los príncipes, la tranquilidad de los Estados y la salvación
de los pueblos. Y, sin embargo, la virtud divina de la religión
cristiana engendró los egregios fundamentos de la estabilidad y el orden
de los Estados desde el momento en que penetró en las costumbres e
instituciones de las ciudades. No es el más pequeño y
último fruto de esta virtud el justo y sabio equilibrio de derechos y
deberes entre los príncipes y los pueblos. Porque los preceptos y
ejemplos de Cristo Señor nuestro poseen una fuerza admirable para
contener en su deber tanto a 1os que obedecen como a los que mandan y para
conservar entre unos y otros la unión y concierto de voluntades, que es
plenamente conforme con la naturaleza y de la que nace el tranquilo e
imperturbado curso de los asuntos públicos. Por esto, habiendo sido
puestos por la gracia de Dios al frente de la Iglesia católica como
custodio e intérprete de la doctrina de Cristo, Nos juzgamos, venerables
hermanos, que es incumbencia de nuestra autoridad recordar públicamente
qué es lo que de cada uno exige la verdad católica en esta clase
de deberes. De esta exposición brotará también el camino y
la manera con que en tan deplorable estado de cosas debe atenderse a la seguridad
pública.
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