I. DOCTRINA CATÓLICA
SOBRE EL ORIGEN DE LA AUTORIDAD
Necesidad de la autoridad
3.
Aunque el hombre, arrastrado por un arrogante espíritu de rebelión,
intenta muchas veces sacudir los frenos de la autoridad, sin embargo, nunca ha
podido lograr la liberación de toda obediencia. La necesidad obliga a
que haya algunos que manden en toda reunión y comunidad de hombres, para
que la sociedad, destituida de principio o cabeza rectora, no desaparezca y se
vea privada de alcanzar el fin para el que nació y fue constituida. Pero
si bien no ha podido lograrse la destrucción total de la autoridad
política en los Estados, se ha querido, sin embargo, emplear todas las
artes y medios posibles para debilitar su fuerza y disminuir su majestad. Esto
sucedió principalmente en el siglo XVI, cuando una perniciosa novedad de
opiniones sedujo a muchos. A partir de aquel tiempo, la sociedad
pretendió no sólo que se le diese una libertad más amplia
de lo justo, sino que también quiso modelar a su arbitrio el origen y la
constitución de la sociedad civil de los hombres. Pero hay más
todavía. Muchos de nuestros contemporáneos, siguiendo las huellas
de aquellos que en el siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de
filósofos, afirman que todo poder viene del pueblo. Por lo cual, los que
ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o
delegación del pueblo, y de tal manera, que tiene rango de ley la
afirmación de que la misma voluntad popular que entregó el poder
puede revocarlo a su antojo. Muy diferente es en este punto la doctrina
católica, que pone en Dios, como un principio natural y necesario, el
origen del poder político.
4. Es
importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados
pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio
de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta
elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se
confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino
que se establece la persona que lo ha de ejercer. No se trata en esta
encíclica de las diferentes formas de gobierno. No hay razón para
que la Iglesia desapruebe el gobierno de un solo hombre o de muchos, con tal
que ese gobierno sea justo y atienda a la común utilidad. Por lo cual,
salvada la justicia, no está prohibida a los pueblos la adopción
de aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera
de ser o a las intituciones y costumbres de sus mayores.
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