II. UTILIDAD DE LA DOCTRINA CATÓLICA
ACERCA DE LA AUTORIDAD
La concepción
cristiana del poder político
9.
Es imposible encontrar una enseñanza más verdadera y más
útil que la expuesta. Porque si el poder político de los
gobernantes es una participación del poder divino, el poder
político alcanza por esta misma razón una dignidad mayor que la
meramente humana. No precisamente la impía y absurda dignidad pretendida
por los emperadores paganos, que exigían algunas veces honores divinos,
sino la dignidad verdadera y sólida, la que es recibida por un especial
don de Dios. Pero además los gobernados deberán obedecer a los
gobernantes como a Dios mismo, no por el temor del castigo, sino por el respeto
a la majestad, no con un sentimiento de servidumbre, sino como deber de
conciencia. Por lo cual, la autoridad se mantendrá en su verdadero lugar
con mucha mayor firmeza. Pues, experimentando los ciudadanos la fuerza de este
deber, huirán necesariamente de la maldad y la contumacia, ya que deben
estar persuadidos de que los que resisten al poder político resisten a
la divina voluntad, y que los que rehúsan honrar a los gobernantes
rehúsan honrar al mismo Dios.
10.
De acuerdo con esta doctrina, instruyó el apóstol San Pablo
particularmente a los romanos. Escribió a éstos acerca de la
reverencia que se debe a los supremos gobernantes, con tan gran autoridad y
peso, que no parece pueda darse una orden con mayor severidad: «Todos
habéis de estar sometidos a las autoridades superiores... Que no hay autoridad
sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas, de suerte que quien
resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la
resisten atraen sobre sí la condenación... Es preciso someterse
no sólo por temor del castigo, sino por conciencia»12. Y en esta
misma línea se mueve la noble sentencia de San Pedro, Príncipe de
los Apóstoles: «Por amor del Señor estad sujetos a toda autoridad
humana —constituida entre vosotros—, ya al emperador, como soberano, ya a los
gobernadores, como delegados suyos, para castigo de los malhechores y elogio de
los buenos. Tal es la voluntad de Dios»13.
11.
Una sola causa tienen los hombres para no obedecer: cuando se les exige algo
que repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino. Todas las
cosas en las que la ley natural o la voluntad de Dios resultan violadas no
pueden ser mandadas ni ejecutadas. Si, pues, sucede que el hombre se ve
obligado a hacer una de dos cosas, o despreciar los mandatos de Dios, o despreciar
la orden de los príncipes, hay que obedecer a Jesucristo, que manda dar
al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios14. A ejemplo de los apóstoles, hay que responder
animosamente: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres»15.
Sin embargo, los que así obran no pueden ser acusados de quebrantar la
obediencia debida, porque si la voluntad de los gobernantes contradice a la
voluntad y las leyes de Dios, los gobernantes rebasan el campo de su poder y
pervierten la justicia. Ni en este caso puede valer su autoridad, porque esta
autoridad, sin la justicia, es nula.
12.
Pero para que la justicia sea mantenida en el ejercicio del poder, interesa
sobremanera que quienes gobiernan los Estados entiendan que el poder
político no ha sido dado para el provecho de un particular y que el
gobierno de la república no puede ser ejercido para utilidad de aquellos
a quienes ha sido encomendado, sino para bien de los súbditos que les
han sido confiados. Tomen los príncipes ejemplo de Dios óptimo
máximo, de quien les ha venido la autoridad. Propónganse la
imagen de Dios en la administración de la república, gobiernen al
pueblo con equidad y fidelidad y mezclen la caridad paterna con la severidad
necesaria. Por esta causa las Sagradas Letras avisan a los príncipes que
ellos también tienen que dar cuenta algún día al Rey de
los reyes y Señor de los señores. Si abandonan su deber, no
podrán evitar en modo alguno la severidad de Dios. «Porque, siendo
ministros de su reino, no juzgasteis rectamente... Terrible y repentina
vendrá sobre vosotros, porque de los que mandan se ha de hacer severo
juicio; el Señor de todos no teme de nadie ni respetará la
grandeza de ninguno, porque El ha hecho al pequeño y al grande e igualmente
cuida de todos; pero a los poderosos amenaza poderosa
inquisición»16.
13.
Con estos preceptos que aseguran la república se quita toda
ocasión y aun todo deseo de sediciones. Y quedan consolidados en lo
sucesivo, al honor y la seguridad de los príncipes, la tranquilidad y la
seguridad de los Estados. Queda también salvada la dignidad de los
ciudadanos, a los cuales se les concede conservar, en su misma obediencia, el
decoro adecuado a la excelencia del hombre. Saben muy bien que a los ojos de
Dios no hay siervo ni libre, que hay un solo Señor de todos, rico para
todos los que lo invocan17, y que ellos están sujetos y obedecen
a los príncipes, porque éstos son en cierto modo una imagen de
Dios, a quien servir es reinar18.
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