Su realización
histórica
14.
La Iglesia ha procurado siempre que esta concepción crístiana del
poder político no sólo se imprima en los ánimos, sino que
también quede expresada en la vida pública y en las costumbres de
los pueblos. Mientras en el trono del Estado se sentaron los emperadores
paganos, que por la superstición se veían incapacitados para
alcanzar esta concepción del poder que hemos bosquejado, la Iglesia
procuró inculcarla en las mentes de los pueblos, los cuales, tan pronto
como aceptaban las instituciones cristianas, debían ajustar su vida a
las mismas. Y así los Pastores de las almas, renovando los ejemplos del
apóstol San Pablo, se consagraban, con sumo cuidado y diligencia, a
predicar a los pueblos que vivan sumisos a los príncipes y a las
autoridades y que los obedezcan19. Asimismo, que orasen a Dios por
todos los hombres, pero especialmente por los emperadores y por todos los constituidos
en dignidad, porque esto es bueno y grato ante Dios nuestro Salvador20.
De todo lo cual los antiguos cristianos nos dejaron brillantes
enseñanzas, pues siendo atormentados injusta y cruelmente por los
emperadores paganos, jamás dejaron de conducirse con obediencia y con
sumisión, en tales términos que parecía claramente que
iban como a porfía los emperadores en la crueldad y los cristianos en la
obediencia. Era tan grande esta modestia cristiana y tan cierta la voluntad de
obedecer, que no pudieron ser oscurecidas por las maliciosas calumnias de los
enemigos. Por lo cual, aquellos que habían de defender
públicamente el cristianismo en presencia de los emperadores,
demostraban principalmente con este argumento que era injusto castigar a los
cristianos según las leyes, pues vivían de acuerdo con
éstas a los ojos de todos, para dar ejemplo de observancia. Así
hablaba Atenágoras con toda confianza a Marco Aurelio y a su hijo Lucio
Aurelio Cómmodo: «Permitís que nosotros, que ningún mal
hacemos, antes bien nos conducimos con toda piedad y justicia, no sólo
respecto a Dios, sino también respecto al Imperio, seamos perseguidos,
despojados, desterrados»21. Del mismo modo alababa públicamente
Tertuliano a los cristianos, porque eran, entre todos, los mejores y más
seguros amigos del imperio: «El cristiano no es enemigo de nadie, ni del
emperador, a quien, sabiendo que está constituido por Dios, debe amar,
respetar, honrar y querer que se salve con todo el Imperio romano»22. Y
no dudaba en afirmar que en los confines del imperio tanto más
disminuía el número de sus enemigos cuanto más
crecía el de los cristianos: «Ahora tenéis pocos enemigos, porque
los cristianos son mayoría, pues en casi todas las ciudades son
cristianos casi todos los ciudadanos»23. También tenemos un
insigne testimonio de esta misma realidad en la Epístola a Diogneto,
la cual confirma que en aquel tiempo los cristianos se habían
acostumbrado no sólo a servir y obedecer las leyes, sino que
satisfacían a todos sus deberes con mayor perfección que la que
les exigían las leyes: «Los cristianos obedecen las leyes promulgadas y
con su género de vida pasan más allá todavía de lo
que las leyes mandan»24.
15.
Sin embargo, la cuestión cambiaba radicalmente cuando los edictos
imperiales y las amenazas de los pretores les mandaban separarse de la fe
cristiana o faltar de cualquier manera a los deberes que ésta les
imponía. No vacilaron entonces en desobedecer a los hombres para obedecer
y agradar a Dios. Sin embargo, incluso en estas circunstancias no hubo quien
tratase de promover sediciones ni de menoscabar la majestad del emperador, ni
jamás pretendieron otra cosa que confesarse cristianos, serlo realmente
y conservar incólume su fe. No pretendían oponer en modo alguno
resistencia, sino que marchaban contentos y gozosos, como nunca, al cruento
potro, donde la magnitud de los tormentos se veía vencida por la
grandeza de alma de los cristianos. Por esta razón se llegó
también a honrar en aquel tiempo en el ejército la eficacia de
los principios cristianos. Era cualidad sobresaliente del soldado cristiano
hermanar con el valor a toda prueba el perfecto cumplimiento de la disciplina
militar y mantener unida a su valentía la inalterable fidelidad al emperador.
Sólo cuando se exigían de ellos actos contrarios a la fe o la
razón, como la violación de los derechos divinos o la muerte
cruenta de indefensos discípulos de Cristo, sólo entonces
rehusaban la obediencia al emperador, prefiriendo abandonar las armas y dejarse
matar por la religión antes que rebelarse contra la autoridad
pública con motines y sublevaciones.
16.
Cuando los Estados pasaron a manos de príncipes cristianos, la Iglesia
puso más empeño en declarar y enseñar todo lo que hay de
sagrado en la autoridad de los gobernantes. Con estas enseñanzas se
logró que los pueblos, cuando pensaban en la autoridad, se acostumbrasen
a ver en los gobernantes una imagen de la majestad divina, que les impulsaba a un
mayor respeto y amor hacia aquéllos. Por lo mismo, sabiamente dispuso la
Iglesia que los reyes fuesen consagrados con los ritos sagrados, como estaba
mandado por el mismo Dios en el Antigua Testamento. Cuando la sociedad civil,
surgida de entre las ruinas del Imperia romano, se abrió de nuevo a la
esperanza de la grandeza cristiana, los Romanos Pontífices consagraron
de un modo singular el poder civil con el imperium sacrum. La autoridad
civil adquirió de esta manera una dignidad desconocida. Y no hay duda
que esta institución habría sido grandemente útil, tanto
para la sociedad religiosa como para la sociedad civil, si los príncipes
y los pueblos hubiesen buscado lo que la Iglesia buscaba. Mientras reinó
una concorde amistad entre ambas potestades, se conservaron la tranquilidad y
la prosperidad públicas. Si alguna vez los pueblos incurrían en
el pecado de rebelión, al punto acudía la Iglesia, conciliadora
nata de la tranquilidad, exhortando a todos al cumplimiento de sus deberes y
refrenando los ímpetus de la concupiscencia, en parte con la
persuasión y en parte con su autoridad. De modo semejante, si los reyes
pecaban en el ejercicio del poder, se presentaba la Iglesia ante ellos y,
recordándoles los derechos de los pueblos, sus necesidades y rectas aspiraciones,
les aconsejaba justicia, clemencia y benignidad. Por esta razón se ha
recurrido muchas veces a la influencia de la Iglesia para conjurar los peligros
de las revoluciones y de las guerras civiles.
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