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Pius PP. XI Ad catholici sacerdotii IntraText CT - Texto |
31. Pero si todas las virtudes cristianas deben florecer en el alma del sacerdote, hay, sin embargo, algunas que muy particularmente están bien en él y más le adornan. La primera es la piedad, según aquello del Apóstol a su discípulo Timoteo: «Ejercítate en la piedad»70. Ciertamente, siendo tan íntimo, tan delicado y frecuente el trato del sacerdote con Dios, no hay duda que debe ir acompañado y como penetrado por la esencia de la devoción. Si la piedad es útil para todo71, lo es principalmente para el ejercicio del ministerio sacerdotal. Sin ella, los ejercicios más santos, los ritos más augustos del sagrado ministerio, se desarrollarán mecánicamente y por rutina; faltará en ellos el espíritu, la unción, la vida; pero la piedad de que tratamos, venerables hermanos, no es una piedad falsa, ligera y superficial, grata al paladar, pero de ningún alimento; que suavemente conmueve, pero no santifica. Nos hablamos de piedad sólida: de aquella que, independientemente de las continuas fluctuaciones del sentimiento, está fundada en los más firmes principios doctrinales, y consiguientemente formada por convicciones profundas que resisten a las acometidas y halagos de la tentación.
Esta piedad debe mirar filialmente en primer lugar a nuestro Padre que está en los cielos, mas ha de extenderse también a la Madre de Dios; y habrá de ser tanto más tierna en el sacerdote que en los simples fieles cuanto más verdadera y profunda es la semejanza entre las relaciones del sacerdote con Cristo y las de María con su divino Hijo.