Índice | Palabras: Alfabética - Frecuencia - Inverso - Longitud - Estadísticas | Ayuda | Biblioteca IntraText |
Pius PP. XI Ad catholici sacerdotii IntraText CT - Texto |
32. Intímamente unida con la piedad, de la cual le ha de venir su hermosura y aun la misma firmeza, es aquella otra preciosísima perla del sacerdote católico, la castidad, de cuya perfecta guarda en toda su integridad tienen los clérigos de la Iglesia latina, constituidos en Ordenes mayores, obligación tan grave que su quebrantamiento sería además sacrilegio72. Y si los de las Iglesias orientales no están sujetos a esta ley en todo su rigor, no obstante aun entre ellos es muy considerado el celibato eclesiástico; y en ciertos casos, especialmente en los más altos grados de la jerarquía, es un requisito necesario y obligatorio.
33. Aun con la simple luz de la razón se entrevé cierta conexión entre esta virtud y el ministerio sacerdotal. Siendo verdad que Dios es espíritu73, bien se ve cuánto conviene que la persona dedicada y consagrada a su servicio en cierta manera se despoje de su cuerpo. Ya los antiguos romanos habían vislumbrado esta conveniencia. El orador más insigne que tuvieron cita una de sus leyes, cuya expresión era: «A los dioses, diríjanse con castidad»; y hace sobre ella este comentario: «Manda la ley que acudamos a los dioses con castidad, se entiende del alma, en la que está todo, mas no excluye la castidad del cuerpo; lo que quiere decir es que, aventajándose tanto el alma al cuerpo, y observándose el ir con castidad de cuerpo, mucho más se ha de observar el llevar la del alma»74. En el Antiguo Testamento mandó Moisés a Aarón y a sus hijos, en nombre de Dios, que no salieran del Tabernáculo y, por lo tanto, que guardasen continencia durante los siete días que duraba su consagración75.
34. Pero al sacerdocio cristiano, tan superior al antiguo, convenía mucha mayor pureza. La ley del celibato eclesiástico, cuyo primer rastro consignado por escrito, lo cual supone evidentemente su práctica ya más antigua, se encuentra en un canon del concilio de Elvira76 a principios del siglo IV, viva aún la persecución, en realidad no hace sino dar fuerza de obligación a una cierta y casi diríamos moral exigencia, que brota de las fuentes del Evangelio y de la predicación apostólica. El gran aprecio en que el divino Maestro mostró tener la castidad, exaltándola como algo superior a las fuerzas ordinarias77; el reconocerle a El como flor de Madre virgen78 y criado desde la niñez en la familia virginal de José y María; el ver su predilección por las almas puras, como los dos Juanes, el Bautista y el Evangelista; el oír, finalmente, cómo el gran Apóstol de las Gentes, tan fiel intérprete de la ley evangélica y del pensamiento de Cristo, ensalza en su predicación el valor inestimable de la virginidad, especialmente para más de continuo entregarse al servicio de Dios: «El no casado se cuida de las cosas del Señor y de cómo ha de agradar a Dios»79; todo esto era casi imposible que no hiciera sentir a los sacerdotes de la Nueva Alianza el celestial encanto de esta virtud privilegiada, aspirar a ser del número de aquellos que son capaces de entender esta palabra80, y hacerles voluntariamente obligatoria su guarda, que muy pronto fue obligatoria, por severísima ley eclesiástica, en toda la Iglesia latina. Pues, a fines del siglo IV, el concilio segundo de Cartago exhorta a que guardemos nosotros también aquello que enseñaron los apóstoles, y que guardaron ya nuestros antecesores81.
35. Y no faltan textos, aun de Padres orientales insignes, que encomian la excelencia del celibato eclesiástico manifestando que también en ese punto, allí donde la disciplina era más severa, era uno y conforme el sentir de ambas Iglesias, latina y oriental. San Epifanio atestigua a fines del mismo siglo IV que el celibato se extendía ya hasta los subdiáconos: «Al que aún vive en matrimonio, aunque sea en primeras nupcias y trata de tener hijos, la Iglesia no le admite a las órdenes de diácono, presbítero, obispo o subdiácono; admite solamente a quien, o ha renunciado a la vida conyugal con su única esposa, o ya —viudo— la ha perdido; lo cual se practica principalmente donde se guardan fielmente los sagrados cánones»82. Pero quien está elocuente en esta materia es el diácono de Edesa y doctor de la Iglesia universal, San Efrén Sirio, con razón llamado cítara del Espíritu Santo83. Dirigiéndose en uno de sus poemas al obispo Abrahán, amigo suyo, le dice: «Bien te cuadra el nombre, Abrahán, porque también tú has sido hecho padre de muchos; pero no teniendo esposa como Abrahán tenía a Sara, tu rebaño ocupa el lugar de la esposa. Cría a tus hijos en la fe tuya; sean prole tuya en el espíritu, la descendencia prometida que alcance la herencia del paraíso. ¡Oh fruto hermoso de la castidad en el cual tiene el sacerdocio sus complacencias...!; rebosó el vaso, fuiste ungido; la imposición de manos te hizo el elegido; la Iglesia te escogió para sí, y te ama»84. Y en otra parte: «No basta al sacerdote y a lo que pide su nombre al ofrecer el cuerpo vivo (de Cristo) tener pura el alma, limpia la lengua, lavadas las manos y adornado todo el cuerpo, sino que debe ser en todo tiempo completamente puro, por estar constituido mediador entre Dios y el linaje humano. Alabado sea el que tal pureza ha querido de sus ministros»85. Y San Juan Crisóstomo afirma que quien ejercita el ministerio sacerdotal debe ser tan puro como si estuviera en el cielo entre las angélicas potestades86.
36. Bien que ya la alteza misma, o por emplear la expresión de San Epifanio, la honra y dignidad increíble87, del sacerdocio cristiano, aquí por Nos brevemente declarada, prueba la suma conveniencia del celibato y de la ley que se lo impone a los ministros del altar. Quien desempeña un ministerio en cierto modo superior al de aquellos espíritus purísimos que asisten ante el Señor88, ¿no ha de estar con mucha razón obligado a vivir, cuanto es posible, como un puro espíritu? Quien debe todo emplearse en las cosas tocantes a Dios89, ¿no es justo que esté totalmente desasido de las cosas terrestres y tenga toda su conversación en los cielos?90. Quien sin cesar ha de atender solícito a la eterna salvación de las almas, continuando con ellas la obra del Redentor, ¿no es justo que esté desembarazado de los cuidados de la familia, que absorberían gran parte de su actividad?
37. Espectáculo es, por cierto, para conmover y excitar admiración, aun repitiéndose con tanta frecuencia en la Iglesia católica, el de los jóvenes levitas que antes de recibir el sagrado Orden del subdiaconado, es decir, antes de consagrarse de lleno al servicio y culto de Dios, por su libre voluntad, renuncian a los goces y satisfacciones que honestamente pudieran proporcionarse en otro género de vida. Por su libre voluntad hemos dicho: como quiera que, si después de la ordenación ya no la tienen para contraer nupcias terrenales, pero las órdenes mismas las reciben no forzados ni por ley alguna ni por persona alguna, sino por su propia y espontánea resolución personal91.
38. No es nuestro ánimo que cuanto venimos diciendo en alabanza del celibato eclesiástico se entienda como si pretendiésemos de algún modo vituperar, y poco menos que condenar, otra disciplina diferente, legítimamente admitida en la Iglesia oriental; lo decimos tan sólo para enaltecer en el Señor esta virtud, que tenemos por una de las más altas puras glorias del sacerdocio católico y que nos parece responder mejor a los deseos del Corazón Santísimo de Jesús y a sus designios sobre el alma sacerdotal.