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Pius PP. XI Ad catholici sacerdotii IntraText CT - Texto |
INTRODUCCIÓN
l. Desde que, por ocultos designios de la divina Providencia, nos vimos elevados a este supremo grado del sacerdocio católico, nunca hemos dejado de dirigir nuestros más solícitos y afectuosos cuidados, entre los innumerables hijos que nos ha dado Dios, a aquellos que, engrandecidos con la dignidad sacerdotal, tienen la misión de ser la sal de la tierra y la luz del mundo1, y de un modo todavía más especial, hacia aquellos queridísimos jóvenes que, a la sombra del santuario, se educan y se preparan para aquella misión tan nobilísima.
2. Ya en los primeros meses de nuestro pontificado, antes aún de dirigir solemnemente nuestra palabra a todo el orbe católico2, nos apresuramos, con las letras apostólicas Officiorum omnium, del 1 de agosto de 1922, dirigidas a nuestro amado hijo el cardenal prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades de Estudios3, a trazar las normas directivas en las cuales debe inspirarse la formación sacerdotal de los jóvenes levitas.
Y siempre que la solicitud pastoral nos mueve a considerar más en particular los intereses y las necesidades de la Iglesia, nuestra atención se fija, antes que en ninguna otra cosa, en los sacerdotes y en los clérigos, que constituyen siempre el objeto principal de nuestros cuidados.
3. Prueba elocuente de este nuestro especial interés por el sacerdocio son los muchos seminarios que, o hemos erigido donde todavía no los había, o proveído, no sin grande dispendio, de nuevos locales amplios o decorosos, o puesto en mejores condiciones de personal y medios con que puedan más dignamente alcanzar su elevado intento.
4. También, si con ocasión de nuestro jubileo sacerdotal accedimos a que fuese festejado aquel fausto aniversario, y con paterna complacencia secundamos las manifestaciones de filial afecto que nos venían de todas las partes del mundo, fue porque, más que un obsequio a nuestra persona, considerábamos aquella celebración como una merecida exaltación de la dignidad y oficio sacerdotal.
5. Igualmente, la reforma de los estudios en las Facultades eclesiásticas, por Nos decretada en la Constitución apostólica Deus scientiarum Dominus, del 24 de mayo de 1931, la emprendimos con el principal intento de acrecentar y levantar cada vez más la cultura y saber de los sacerdotes4.
6. Pero este argumento es de tanta y tan universal importancia, que nos parece oportuno tratar de él más de propósito en esta nuestra carta, a fin de que no solamente los que ya poseen el don inestimable de la fe, sino también cuantos con recta y pura intención van en busca de la verdad, reconozcan la sublimidad del sacerdocio católico y su misión providencial en el mundo, y sobre todo la reconozcan y aprecien los que son llamados a ella: argumento particularmente oportuno al fin de este año, que en Lourdes, a los cándidos destellos de la Inmaculada y entre los fervores del no interrumpido triduo eucarístico, ha visto al sacerdocio católico de toda lengua y de todo rito rodeado de luz divina en el espléndido ocaso del Jubileo de la Redención, extendido de Roma a todo el orbe católico, de aquella Redención de la cual nuestros amados y venerados sacerdotes son los ministros, nunca tan activos en hacer el bien como en este Año Santo extraordinario, en el cual, como dijimos en la Constitución apostólica Quod nuper, del 6 de enero de 19335, se ha celebrado también el XIX centenario de la institución del sacerdocio.
7. Con esto, al mismo tiempo que esta nuestra Carta Encíclica se enlaza armónicamente con las precedentes, por medio de las cuales tratamos de proyectar la luz de la doctrina católica sobre los más graves problemas de que se ve agitada la vida moderna, es nuestra intención dar a aquellas solemnes enseñanzas nuestras un complemento oportuno.
El sacerdote es, en efecto, por vocación y mandato divino, el principal apóstol e infatigable promovedor de la educación cristiana de la juventud6; el sacerdote bendice en nombre de Dios el matrimonio cristiano y defiende su santidad e indisolubilidad contra los atentados y extravíos que sugieren la codicia y la sensualidad7; el sacerdote contribuye del modo más eficaz a la solución, o, por lo menos, a la mitigación de los conflictos sociales8, predicando la fraternidad cristiana, recordando a todos los mutuos deberes de justicia y caridad evangélica, pacificando los ánimos exasperados por el malestar moral y económico, señalando a los ricos y a los pobres los únicos bienes verdaderos a que todos pueden y deben aspirar; el sacerdote es, finalmente, el más eficaz pregonero de aquella cruzada de expiación y de penitencia a la cual invitamos a todos los buenos para reparar las blasfemias, deshonestidades y crímenes que deshonran a la humanidad en la época presente9, tan necesitada de la misericordia y perdón de Dios como pocas en la historia.
Aun los enemigos de la Iglesia conocen bien la importancia vital del sacerdocio; y por esto, contra él precisamente, como lamentamos ya refiriéndonos a nuestro amado México10, asestan ante todo sus golpes para quitarle de en medio y llegar así, desembarazado el camino, a la destrucción siempre anhelada y nunca conseguida de la Iglesia misma.