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Pius PP. XI Ad catholici sacerdotii IntraText CT - Texto |
Poder de predicar la Palabra divina
18. Pero el sacerdote católico es, además, ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios36 con la palabra, con aquel ministerio de la palabra37 que es un derecho inalienable y a la vez un deber imprescindible, a él impuesto por el mismo Cristo Nuestro Señor: «Id, pues, y amaestrad todas las gentes... enseñándoles a guardar cuantas cosas os he mandado»38. La Iglesia de Cristo, depositaria y guarda infalible de la divina revelación, derrama por medio de sus sacerdotes los tesoros de la verdad celestial, predicando a Aquel que es «luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo»39, esparciendo con divina profusión aquella semilla, pequeña y despreciable a la mirada profana del mundo, pero que, como el grano de mostaza del Evangelio40, tiene en sí la virtud de echar raíces sólidas y profundas en las almas sinceras y sedientas de verdad, y hacerlas como árboles, firmes y robustos, que resistan a los más recios vendavales.
19. En medio de las aberraciones del pensamiento humano, ebrio por una falsa libertad exenta de toda ley y freno; en medio de la espantosa corrupción, fruto de la malicia humana, se yergue cual faro luminoso la Iglesia, que condena toda desviación —a la diestra o a la siniestra— de la verdad, que indica a todos y a cada uno el camino que deben seguir. Y ¡ay si aun este faro, no digamos se extinguiese, lo cual es imposible por las promesas infalibles sobre que está cimentado, pero si se le impidiera difundir profusamente sus benéficos rayos! Bien vemos con nuestros propios ojos a dónde ha conducido al mundo el haber rechazado, en su soberbia, la revelación divina y el haber seguido, aunque sea bajo el especioso nombre de ciencia, falsas teorías filosóficas y morales. Y si, puestos en la pendiente del error y del vicio, no hemos llegado todavía a más hondo abismo, se debe a los rayos de la verdad cristiana que, a pesar de todo, no dejan de seguir difundidos por el mundo. Ahora bien: la Iglesia ejercita su ministerio de la palabra por medio de los sacerdotes, distribuidos convenientemente por los diversos grados de la jerarquía sagrada, a quienes envía por todas partes como pregoneros infatigables de la buena nueva, única que puede conservar, o implantar, o hacer resurgir la verdadera civilización.
La palabra del sacerdote penetra en las almas y les infunde luz y aliento; la palabra del sacerdote, aun en medio del torbellino de las pasiones, se levanta serena y anuncia impávida la verdad e inculca el bien: aquella verdad que esclarece y resuelve los más graves problemas de la vida humana; aquel bien que ninguna desgracia, ni aun la misma muerte, puede arrebatarnos, antes bien, la muerte nos lo asegura para siempre.
20. Si se consideran además, una por una, las verdades mismas que el sacerdote debe inculcar con más frecuencia, para cumplir fielmente los deberes de su sagrado ministerio, y se pondera la fuerza que en sí encierran, fácilmente se echará de ver cuán grande y cuán benéfico ha de ser el influjo del sacerdote para la elevación moral, pacificación y tranquilidad de los pueblos. Por ejemplo, cuando recuerda a grandes y a pequeños la fugacidad de la vida presente, lo caduco de los bienes terrenos, el valor de los bienes espirituales para el alma inmortal, la severidad de los juicios divinos, la santidad incorruptible de Dios, que con su mirada escudriña los corazones y pagará a cada uno conforme a sus obras41. Nada más a propósito que estas y otras semejantes enseñanzas para templar el ansia febril de los goces y desenfrenada codicia de bienes temporales, que, al degradar hoy a tantas almas, empujan a las diversas clases de la sociedad a combatirse como enemigos, en vez de ayudarse unas a otras en mutua colaboración. Igualmente, entre tantos egoísmos encontrados, incendios de odios y sombríos designios de venganza, nada más oportuno y eficaz que proclamar muy alto el mandamiento nuevo42 de Jesucristo, el precepto de la caridad, que comprende a todos, no conoce barreras ni confines de naciones o pueblos, no exceptúa ni siquiera a los enemigos.
21. Una gloriosa experiencia, que lleva ya veinte siglos, demuestra la grande y saludable eficacia de la palabra sacerdotal, que, siendo eco fiel y repercusión de aquella palabra de Dios que es viva y eficaz y más penetrante que cualquier espada de dos filos, llega también hasta los pliegues del alma y del espíritu43, suscita heroísmos de todo género, en todas las clases y en todos los países, y hace brotar de los corazones generosos las más desinteresadas acciones.
Todos los beneficios que la civilización cristiana ha traído al mundo se deben, al menos en su raíz, a la palabra y a la labor del sacerdocio católico. Un pasado como éste bastaría, sólo él, cual prenda segura del porvenir, si no tuviéramos más segura palabra44 en las promesas infalibles de Jesucristo.
22. También la obra de las misiones, que de modo tan luminoso manifiesta el poder de expansión de que por la divina virtud está dotada la Iglesia, la promueven y la realizan principalmente los sacerdotes, que, abanderados de la ley y de la caridad, a costa de innumerables sacrificios, extienden y dilatan las fronteras del reino de Dios en la tierra.