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P. Fabio Ciardi, OMI La vida consagrada “escuela de comunión”… IntraText CT - Texto |
1. Una nueva conciencia de la misión profética de los laicos
En el transcurso de la historia, con frecuencia se ha advertido tensión entre consagrados y laicos. La terminología misma no ha servido de ayuda. Hablar de personas consagradas ha suscitado, no raras veces, en los laicos la sospecha de ser considerados casi como los desconsagrados. Si quien emite los votos públicos se convierte en un religioso, ¿los fieles laicos son quizás menos religiosos? La visión de la vida consagrada como estado de perfección ha llevado a una tácita, pero casi lógica, oposición a un estado de imperfección o de no plena perfección de los laicos. En las vísperas mismas del Concilio era opinión corriente que el Evangelio ofrecía una doble vía de salvación: la de los preceptos, que obliga a todo cristiano, y la de los consejos, reservada a algunos. Esta última, emolumento de los consagrados, era considerada superior, dejando a los demás en un estado de inferioridad. Igino Giordani, uno de los grandes laicos protagonistas del siglo XX, cuya causa de beatificación está a punto de iniciarse, se lamentaba de que al laicado se lo consideraba el proletariado de la Iglesia. No queremos entrar aquí en la valoración de la teología subyacente a tal terminología. Nos basta advertir que ésa provocó, de hecho, una desazón y unas incomprensiones cuyas consecuencias todavía sentimos.
También la praxis contribuyó al mutuo distanciamiento entre las vocaciones en la Iglesia. Monjes y religiosos con frecuencia se han retirado a su mundo, con una vida litúrgica suya, desenganchada de la de la Iglesia local, con obras propias, con una clausura que acentuaba las distancias, con un estilo de vida que los alejaba del de los demás cristianos hasta llegar a sentirlos demasiado remotos, casi inalcanzables. Tampoco hablamos aquí de la legitimidad o ilegitimidad de ciertas formas de vida, del sentido del apartamiento del mundo, de la soledad, de la clausura; sino únicamente de algunos efectos negativos que causó un determinado modo de vivir estos valores.
La referencia a este pasado no es puramente académica. Tras las conquistas eclesiológicas del Concilio Vaticano II, ¿se ha superado de veras esta mentalidad de un tiempo?, ¿o es que no se notan regurgitaciones de “restauración” de cierta superioridad clerical?
Pero es innegable el gran cambio provocado en la Iglesia por la toma de conciencia de la “vocación universal a la santidad”. Sí, también los laicos, por el hecho de ser cristianos, están llamados a la santidad. Esta realidad, observa la Instrucción Caminar desde Cristo, puede convertirse en “motivo de gozo para las personas consagradas; están ahora más cercanas a los otros miembros del pueblo de Dios con los que comparten un camino común de seguimiento de Cristo, en una comunión más auténtica, en la emulación y en la reciprocidad, en la ayuda mutua de la comunión eclesial, sin superioridad o inferioridad” (n. 13).
Ha quedado superada, por lo menos desde el punto de vista doctrinal, una doble tentación recurrente a lo largo de la historia de la Iglesia. La primera es cerrar filas por parte de quienes son llamados a vivir el Evangelio en su integridad. Los laicos serían los primeros en quedar “exentos” de determinadas páginas evangélicas, quizás y precisamente las que Jesús dictaba a las “multitudes”, a “todos”. Es una tentación que encontramos ya en los primeros tiempos de la Iglesia y a la que se oponía un tal Juan Crisóstomo cuando reivindicaba para todos los laicos la integridad del precepto evangélico. Hablando a su pueblo, se expresaba de este modo: “Algunos de vosotros dicen: ‘Yo no soy un monje’ (...). Pero aquí es donde os equivocáis, porque creéis que la Escritura es sólo para los monjes, siendo así que es aún más necesaria para vosotros, fieles que estáis en medio del mundo”. Reprende a quienes “piensan que no les conviene tomarse la molestia de leer las Sagradas Escrituras” por el hecho de que “conviven con la esposa o militan en el ejército, o porque tienen la preocupación de los hijos, el cuidado de sus familiares u obligaciones en otros asuntos”.
La segunda tentación es restringir el ámbito de la vida cristiana a la vida interior, como si atañera únicamente a la dimensión espiritual. Los laicos, al estar ocupados en el mundo, vivirían un cristianismo menor. Para ser cristianos de primera categoría habrían de vivir en el “mundo interior”, como las personas consagradas. En consecuencia, no es raro, aun hoy día, identificar la “promoción del laicado” con su acceso al ámbito litúrgico y catequético: se le pone un alba al laico, se le hace leer las lecturas en la misa, se le nombra ministro extraordinario de la Eucaristía, se le encomienda la catequesis ... y ya está “promovido” ... al estado casi clerical. Para la mujer, en especial, la “promoción” significaría acceder directamente al estado “clerical”.
Sin embargo, vivimos hoy una era afortunada, en que al laicado se le ha reconocido su pleno estado cristiano. La experiencia de la Acción Católica y de las demás asociaciones laicales, la teología del laicado que se articuló a lo largo de la primera parte del siglo XIX, el magisterio del Concilio Vaticano II abrieron definitivamente una nueva concepción de la vocación del cristiano laico y una nueva praxis eclesial. Baste recordar la arribada a la Exhortación Vita Consecrata que, al responder a la pregunta sobre la relación entre la consagración bautismal y la “religiosa”, escribe: “Todos los fieles, en virtud de su regeneración en Cristo, participan de una dignidad común; todos son llamados a la santidad; todos cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo, cada uno según su propia vocación y el don recibido del Espíritu”. Han nacido relaciones nuevas entre los miembros del pueblo de Dios: “las vocaciones a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada (...) están al servicio unas de otras para el crecimiento del Cuerpo de Cristo en la historia y para su misión en el mundo” (n. 31).
Habría que releer, sobre todo, Christifideles laici que ve “a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los fieles laicos, todos al mismo tiempo objeto y sujeto de la comunión de la Iglesia y de la participación en su misión salvadora”. A todos y cada uno se les reconocen carismas y ministerios diversos y complementarios, que permiten trabajar en la única y común viña del Señor (cfr n. 55). Ya no hay vocaciones de serie A o de serie B ... . Hay modalidades distintas de vivir la única vocación y la única misión.
Esta visión eclesiológica ha abierto el camino a una relación nueva de comunión entre consagrados y laicos. Ya los superiores generales cuando, preparando el Sínodo, se preguntaban sobre los elementos de mayor novedad que iban surgiendo en la experiencia de sus institutos, hablaban de las relaciones que se iban estableciendo con los laicos como de un auténtico signo de los tiempos. Entre todos los componentes eclesiales, los laicos les parecían ser aquellos con quienes más se había desarrollado la comunión, con ellos se ha ido estableciendo una auténtica colaboración y coparticipación de corresponsabilidades3[3].
Pero ¿quiénes son, en concreto, estos laicos? Podemos decir tranquilamente: todos los cristianos que encontramos en nuestra vida diaria. Todos los cristianos, con una excepción infinitamente pequeña, debida al clero y a las personas consagradas. Para los Países llamados cristianos, la relación con los laicos se identifica con la relación con cualquier prójimo: el que encontramos en nuestras parroquias, en nuestras instituciones educativas y caritativas, incluso el empleado de banca, la dependienta de la tienda, el chófer del autobús, los vecinos de casa, los administradores públicos ... .
¿Será simplista recordar que Jesús nos enseñó que la relación con el prójimo consiste en amar siempre? La relación religiosos-laicos se resuelve partiendo de la palabra del Evangelio: todo lo que has hecho a tu prójimo, lo has hecho a Cristo. ¿Quién es, para mí, el otro? (y el otro, repito, en general es un laico o una laica). Es Jesús a quien hay que amar, servir, escuchar, ayudar ... . Con él o con ella puedo compartir mi experiencia de vida, así como puedo acoger su dolor, su alegría, su testimonio de vida. Es el dar y recibir requerido a todos los cristianos. Hay una literatura inmensa sobre la relación laicos-religiosos, pero nunca se podrá prescindir del a b c del Evangelio: ama a tu prójimo como a ti mismo; haz al otro lo que quisieras que te hicieran a ti; amaos los unos a los otros ... . Nos redescubrimos hermanos y solidarios en el camino de santidad, lo mismo que en el ansia por la evangelización.
Naturalmente, la unidad en la comunión de Iglesia y de misión no significa uniformidad. La riqueza eclesial viene dada precisamente por la diversidad de las vocaciones y ministerios. El Concilio Vaticano II reafirmó con valentía el talante profético del laicado y su vocación específica de llevar a Cristo a las estructuras sociales humanas “para que la fuerza del Evangelio resplandezca en la vida cotidiana, familiar y social” y pueda manifestarse “también a través de las estructuras de la vida secular”(Lumen gentium 35). Distinto es el modo de vivir el único Evangelio y diverso el modo de plasmar la única misión. Precisamente por eso, somos indispensables los unos para los otros; y no podemos vivir en compartimentos estancos.
La Instrucción Comenzar desde Cristo toma nota de que “ya se está estableciendo un nuevo tipo de comunión y de colaboración en el interior de las diversas vocaciones y estados de vida, sobre todo entre consagrados y laicos”, e indica algunas líneas concretas: “Los Institutos monásticos y contemplativos pueden ofrecer a los laicos una relación preferentemente espiritual y los necesarios espacios de silencio y oración. Los Institutos comprometidos en la dimensión apostólica pueden implicarlos en formas de cooperación pastoral. Los miembros de los Institutos seculares, laicos o clérigos, entran en contacto con los otros fieles en las formas ordinarias de la vida cotidiana” (n. 31).
Se puede estar en comunión de amistad también con los laicos ... del llamado mundo “laico”, o sea, con cuantos se profesan no creyentes o de convicciones no religiosas. La relación con ellos puede ayudarnos a valorar, por ejemplo, su sentido del deber, de la justicia, del trabajo, así como tantos otros valores profundamente humanos. Además, sus preguntas nos obligan a excavar con mayor profundidad en nuestra fe.
¿No es precisamente por la gente común como nacieron nuestros carismas? ¿No es hacia ellos hacia donde se dirigieron nuestros fundadores y fundadoras? ¿No son ellos a quienes queremos servir, amar, para tejer designios de luz y trabajar por alcanzar la hermandad universal y la llegada del Reino? Hoy nos damos cuenta de que no podemos hacerlo sin ellos, y de que nosotros mismos los necesitamos para nuestro camino de crecimiento humano cristiano.