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Pablo VI Marialis cultus IntraText CT - Texto |
Desde que fuimos elegidos a la Cátedra de
Pedro, hemos puesto constante cuidado en incrementar el culto mariano, no sólo
con el deseo de interpretar el sentir de la Iglesia y nuestro impulso personal,
sino también porque tal culto —como es sabido— encaja como parte nobilísima en el contexto de aquel
culto sagrado donde confluyen el culmen de la sabiduría y el vértice de la
religión y que por lo mismo constituye un deber primario del pueblo de Dios
1. Pensando precisamente en este deber primario Nos hemos favorecido y
alentado la gran obra de la reforma litúrgica promovida por el Concilio
Ecuménico Vaticano II; y ocurrió, ciertamente no sin un particular designio de
la Providencia divina, que el primer documento conciliar, aprobado y firmado
"en el Espíritu Santo" por Nos junto con los padres conciliares, fue
la Constitución Sacrosanctum Concilium, cuyo propósito era precisamente
restaurar e incrementar la Liturgia y hacer más provechosa la participación de
los fieles en los sagrados misterios 2. Desde entonces, siguiendo las
directrices conciliares, muchos actos de nuestro pontificado han tenido como
finalidad el perfeccionamiento del culto divino, como lo demuestra el hecho de
haber promulgado durante estos últimos años numerosos libros del Rito romano,
restaurados según los principios y las normas del Concilio Vaticano II. Por
todo ello damos las más sentidas gracias al Señor, Dador de todo bien, y
quedamos reconocidos a las Conferencias Episcopales y a cada uno de los
obispos, que de distintas formas ha cooperado con Nos en la preparación de
dichos libros.
Pero, mientras vemos con ánimo gozoso y agradecido el trabajo llevado a cabo,
así como los primeros resultados positivos obtenidos por la renovación
litúrgica, destinados a multiplicarse a medida que la reforma se vaya
comprendiendo en sus motivaciones de fondo y aplicando correctamente, nuestra
vigilante actitud se dirige sin cesar a todo aquello que puede dar ordenado
cumplimiento a la restauración del culto con que la Iglesia, en espíritu de
verdad (cf. Jn 4,24), adora al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
"venera con especial amor a María Santísima Madre de Dios" 3
y honra con religioso obsequio la memoria de los Mártires y de los demás
Santos.
El desarrollo, deseado por Nos, de la devoción a la Santísima Virgen, insertada en el cauce del único culto que "justa y merecidamente" se llama "cristiano" —porque en Cristo tiene su origen y eficacia, en Cristo halla plena expresión y por medio de Cristo conduce en el Espíritu al Padre—, es un elemento cualificador de la genuina piedad de la Iglesia. En efecto, por íntima necesidad la Iglesia refleja en la praxis cultual el plan redentor de Dios, debido a lo cual corresponde un culto singular al puesto también singular que María ocupa dentro de él4; asimismo todo desarrollo auténtico del culto cristiano redunda necesariamente en un correcto incremento de la veneración a la Madre del Señor. Por lo demás, la historia de la piedad filial como "las diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios, aprobadas por la Iglesia dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa" 5, se desarrolla en armónica subordinación al culto a Cristo y gravitan en torno a él como su natural y necesario punto de referencia. También en nuestra época sucede así. La reflexión de la Iglesia contemporánea sobre el misterio de Cristo y sobre su propia naturaleza la ha llevado a encontrar, como raíz del primero y como coronación de la segunda, la misma figura de mujer: la Virgen María, Madre precisamente de Cristo y Madre de la Iglesia. Un mejor conocimiento de la misión de María, se ha transformado en gozosa veneración hacia ella y en adorante respeto hacia el sabio designio de Dios, que ha colocado en su Familia -la Iglesia-, como en todo hogar doméstico, la figura de una Mujer, que calladamente y en espíritu de servicio vela por ella y "protege benignamente su camino hacia la patria, hasta que llegue el día glorioso del Señor" 6.
En nuestro tiempo, los caminos producidos en las usanzas sociales, en la sensibilidad de los pueblos, en los modos de expresión de la literatura y del arte, en las formas de comunicación social han influido también sobre las manifestaciones del sentimiento religioso. Ciertas prácticas cultuales, que en un tiempo no lejano parecían apropiadas para expresar el sentimiento religioso de los individuos y de las comunidades cristianas, parecen hoy insuficientes o inadecuadas porque están vinculadas a esquemas socioculturales del pasado, mientras en distintas partes se van buscando nuevas formas expresivas de la inmutable relación de la criatura con su Creador, de los hijos con su Padre. Esto puede producir en algunos una momentánea desorientación; pero todo aquel que con la confianza puesta en Dios reflexione sobre estos fenómenos, descubrirá que muchas tendencias de la piedad contemporánea —por ejemplo, la interiorización del sentimiento religioso— están llamadas a contribuir al desarrollo de la piedad cristiana en general y de la piedad a la Virgen en particular. Así nuestra época, escuchando fielmente la tradición y considerando atentamente los progresos de la teología y de las ciencias, contribuirá a la alabanza de Aquella que, según sus proféticas palabras, llamarán bienaventurada todas las generaciones (cf. Lc 1,48).
Juzgamos, por tanto, conforme a nuestro servicio apostólico tratar, como en un diálogo con vosotros, venerables hermanos, algunos temas referentes al puesto que ocupa la Santísima Virgen en el culto de la Iglesia, ya tocados en parte por el Concilio Vaticano II 7 y por Nos mismo 8, pero sobre los que no será inútil volver para disipar dudas y, sobre todo, para favorecer el desarrollo de aquella devoción a la Virgen que en la Iglesia ahonda sus motivaciones en la Palabra de Dios y se practica en el Espíritu de Cristo.
Quisiéramos, pues, detenernos ahora en algunas cuestiones sobre la relación entre la sagrada Liturgia y el culto a la Virgen (I); ofrecer consideraciones y directrices aptas a favorecer su legítimo desarrollo (II); sugerir, finalmente, algunas reflexiones para una reanudación vigorosa y más consciente del rezo del Santo Rosario, cuya práctica ha sido tan recomendada por nuestros Predecesores y ha obtenido tanta difusión entre el pueblo cristiano (III).