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Juan Pablo II Ecclesia in Asia IntraText CT - Texto |
EL ESPÍRITU SANTO: SEÑOR Y DADOR DE VIDA
El Espíritu de Dios en la creación y en la historia
15. Si es verdad que el significado salvífico de Jesús sólo se puede comprender en el marco de su revelación del plan de salvación de la Trinidad, de ahí se sigue que el Espíritu Santo pertenece intrínsecamente al misterio de Jesús y de la salvación que él nos ha traído. Los padres sinodales a menudo se refirieron al papel del Espíritu Santo en la historia de la salvación, advirtiendo de que una falsa separación entre el Redentor y el Espíritu Santo podría poner en peligro la misma verdad según la cual Cristo es el único Salvador de todos.
En la tradición cristiana, el Espíritu Santo siempre fue asociado a la vida y a su comunicación. El Credo niceno-constantinopolitano llama al Espíritu Santo «Señor y dador de vida». Por ello, no sorprende que muchas interpretaciones del relato de la creación en el libro del Génesis hayan reconocido al Espíritu Santo en el viento impetuoso que aleteaba sobre las aguas (cf. Gn 1, 2). Está presente desde el primer instante de la creación; desde la primera manifestación del amor de Dios Trinidad, y siempre está presente en el mundo como su fuerza que da vida52 . Dado que la creación es el inicio de la historia, el Espíritu es, en cierto sentido, una fuerza escondida que actúa en la historia, que la guía por los caminos de la verdad y del bien.
La revelación de la persona del Espíritu Santo, que es el amor recíproco del Padre y del Hijo, es propia del Nuevo Testamento. En el pensamiento cristiano, es considerado la fuente de vida de todas las criaturas. La creación es la libre comunicación de amor de Dios, que, de la nada, llama a cada cosa a la existencia. Todo lo creado está lleno del incesante intercambio de amor que caracteriza la vida íntima de la Trinidad, es decir, está lleno de Espíritu Santo: «El Espíritu del Señor llena la tierra» (Sb 1, 7). La presencia del Espíritu en la creación engendra orden, armonía e interdependencia en todo lo que existe.
Los seres humanos, creados a imagen de Dios, se transforman de un modo nuevo en morada del Espíritu cuando son elevados a la dignidad de la adopción divina (cf. Ga 4, 5). Renacidos en el bautismo, experimentan la presencia y la fuerza del Espíritu no sólo como Autor de la vida, sino también como Aquel que purifica y salva, produciendo frutos de «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). Estos frutos son el signo de que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Cuando es acogido libremente, este amor convierte a los hombres y las mujeres en instrumentos visibles de la incesante actividad del Espíritu invisible en la creación y en la historia. Es ante todo esta nueva capacidad de dar y recibir amor la que testimonia la presencia interior y la fuerza del Espíritu Santo. Como consecuencia de la transformación y la renovación que produce en el corazón y en la mente de las personas, el Espíritu influye en las sociedades y en las culturas humanas53 . «En efecto, el Espíritu se halla en el origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la humanidad en camino; "con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra"»54.
Siguiendo el itinerario del concilio Vaticano II, los padres del Sínodo prestaron atención a la acción múltiple y variada del Espíritu Santo, que siembra constantemente semillas de verdad entre todos los pueblos y en sus religiones, culturas y filosofías55 . Eso significa que éstas son capaces de ayudar a las personas, de forma individual y colectiva, a actuar contra el mal y a servir a la vida y a todo lo que es bueno. Las fuerzas de la muerte aíslan entre sí a los pueblos, a las sociedades y a las comunidades religiosas, y engendran sospechas y rivalidades que llevan a conflictos. Al contrario, el Espíritu Santo sostiene a las personas en la mutua comprensión y aceptación. Así pues, con razón, el Sínodo vio en el Espíritu de Dios el agente primario del diálogo de la Iglesia con todos los pueblos, culturas y religiones.