- I -
[5] Emma Valcárcel fue una hija única mimada. A los quince años
se enamoró del escribiente de su padre, abogado. El escribiente, llamado
Bonifacio Reyes, pertenecía a una honrada familia, distinguida un siglo
atrás, pero, hacía dos o tres generaciones, pobre y desgraciada. Bonifacio era
un hombre pacífico, suave, moroso, muy sentimental, muy tierno de corazón,
maniático de la música y de las historias maravillosas, buen parroquiano del
gabinete de lectura de alquiler que había en el pueblo. Era guapo a lo
romántico, de estatura regular, rostro ovalado pálido, de hermosa
cabellera castaña, fina y con bucles, pie pequeño, buena pierna, esbelto,
delgado, y vestía [6] bien, sin
afectación, su ropa humilde, no del todo mal cortada. No servía para ninguna
clase de trabajo serio y constante; tenía preciosa letra, muy delicada en los
perfiles, pero tardaba mucho en llenar una hoja de papel, y su ortografía era
extremadamente caprichosa y fantástica; es decir, no era ortografía. Escribía
con mayúscula las palabras a que él daba mucha importancia, como eran: amor,
caridad, dulzura, perdón, época, otoño, erudito, suave, música, novia, apetito
y otras varias. El mismo día en que al padre de Emma, don Diego Valcárcel, de
noble linaje y abogado famoso, se le ocurrió despedir al pobre Reyes, porque «en
suma no sabía escribir y le ponía en ridículo ante el Juzgado y la
Audiencia», se le ocurrió a la niña escapar de casa con su novio. En vano
Bonifacio, que se había dejado querer, no quiso dejarse robar; Emma le arrastró
a la fuerza, a la fuerza del amor, y la Guardia civil, que empezaba a ser
benemérita, sorprendió a los fugitivos en su primera etapa. Emma fue encerrada
en un convento y el escribiente desapareció del pueblo, que era una melancólica
y aburrida capital de tercer orden, sin que se supiera de él en mucho tiempo.
Emma estuvo en su cárcel religiosa algunos años, y volvió al mundo, como si
nada hubiera pasado, a la muerte de su padre; rica, arrogante, en poder [7] de un curador, su tío, que era como un
mayordomo. Segura ella de su pureza material, todo el empeño de su orgullo era
mostrarse inmaculada y obligar a tener fe en su inocencia al mundo entero.
Quería casarse o morir; casarse para demostrar la pureza de su honor. Pero los
pretendientes aceptables no parecían. La de Valcárcel seguía enamorada, con la
imaginación, de su escribiente de los quince años; pero no procuró averiguar su
paradero, ni aunque hubiese venido le hubiera entregado su mano, porque esto
sería dar la razón a la maledicencia. Quería antes otro marido. Sí, Emma
pensaba así, sin darse cuenta de lo que hacía: «Antes otro marido». El después
que vagamente esperaba y que entreveía, no era el adulterio, era... tal vez
la muerte del primer esposo, una segunda boda a que se creía con derecho. El primer marido pareció a los
dos años de vivir libre Emma. Fue un americano nada joven, tosco, enfermizo,
taciturno, beato. Se casó con Emma por egoísmo, por tener unas blandas manos
que le cuidasen en sus achaques. Emma fue una
enfermera excelente; se figuraba a sí misma convertida en una monja de la
Caridad. El marido duró un año. Al siguiente, la de Valcárcel dejó el luto, y
su tío, el curador-mayordomo, y una multitud de primos, todos Valcárcel,
enamorados los más en [8] secreto de Emma,
tuvieron por ocupación, en virtud de un ukase de la tirana de la
familia, buscar por mar y tierra al fugitivo, al pobre Bonifacio Reyes. Pareció
en Méjico, en Puebla. Había ido a buscar fortuna; no la había encontrado. Vivía
de administrar mal un periódico, que llamaba chapucero y guanajo a todo el
mundo. Vivía triste y pobre, pero callado, tranquilo, resignado con su suerte,
mejor, sin pensar en ella. Por un corresponsal de un comerciante amigo de los
Valcárcel, se pusieron estos en comunicación con Bonifacio. ¿Cómo traerle? ¿De
qué modo decente se podía abordar la cuestión? Se le ofreció un destino en un
pueblo de la provincia, a tres leguas de la capital, un destino humilde, pero
mejor que la administración del periódico mejicano. Bonifacio aceptó, se volvió
a su tierra; quiso saber a quién debía tal favor y se le condujo a presencia de
un primo de Emma, rival algún día de Reyes. A la semana siguiente Emma y Bonifacio
se vieron, y a los tres meses se casaron. A los ocho días la de Valcárcel
comprendió que no era aquel el Bonifacio que ella había soñado. Era, aunque muy
pacífico, más molesto que el curador-mayordomo, y menos poético que el primo
Sebastián, que la había amado sin esperanza desde los veinte años hasta la
mayor edad. [9]
A
los dos meses de matrimonio Emma sintió que en ella se despertaba un intenso,
poderosísimo cariño a todos los de su raza, vivos y muertos; se rodeó de
parientes, hizo restaurar, por un dineral, multitud de cuadros viejos, retratos
de sus antepasados; y, sin decirlo a nadie, se enamoró, a su vez, en secreto y
también sin esperanza, del insigne D. Antonio Diego Valcárcel Merás, fundador
de la casa de Valcárcel, famoso guerrero que hizo y deshizo en la guerra de las
Alpujarras. Armado de punta en blanco, avellanado y cejijunto, de mirada
penetrante, y brillando como un sol, gracias al barniz reciente, el misterioso
personaje del lienzo se ofrecía a los ojos soñadores de Emma como el tipo ideal
de grandezas muertas, irreemplazables. Estar enamorada de un su abuelo, que era
el símbolo de toda la vida caballeresca que ella se figuraba a su modo, era
digna pasión de una mujer que ponía todos sus conatos en distinguirse de las
demás. Este afán de separarse de la corriente, de romper toda regla, de desafiar
murmuraciones y vencer imposibles y provocar escándalos, no era en ella alarde
frío, pedantesca vanidad de mujer extraviada por lecturas disparatadas; era
espontánea perversión del espíritu, prurito de enferma. Mucho perdió el primo Sebastián con aquella restauración de
la [10] iconoteca familiar. Si Emma había
estado a tres dedos del abismo, que no se sabe, su enamoramiento secreto y
puramente ideal la libró de todo peligro positivo; entre Sebastián y su prima
se había atravesado un pedazo de lienzo viejo. Una tarde, casi a oscuras,
paseaban juntos por el salón de los retratos, y cuando Sebastián preparaba una
frase que en pocas palabras explicase los grandes méritos que había adquirido
amando tantos años sin decir palabra ni esperar cosa de provecho, Emma se le
puso delante, le mandó encender una luz y acercarla al retrato del ilustre
abuelo. -Sí, os parecéis algo -dijo ella -; pero se ve claramente que nuestra
raza ha degenerado. Era él mucho más guapo y más robusto que tú. Ahora los
Valcárcel sois todos de alfeñique; si a ti te cargaran con esa armadura,
estarías gracioso.
Sebastián
continuó amando en secreto y sin esperanza. El guerrero de las Alpujarras
siguió velando por el honor de su raza.
Bonifacio
no sospechaba nada ni del primo ni del abuelo. En cuanto su mujer dio por
terminada la luna de miel, que fue bien pronto, como se encontrase él demasiado
libre de ocupaciones, porque el tío mayordomo seguía corriendo con todo por
expreso mandato de Emma, se dio a buscar un ser a quien amar, algo que le
llenase la vida. Es de notar que Bonifacio, [11]
hombre
sencillo en el lenguaje y en el trato, frío en apariencia, oscuro y prosaico en
gestos, acciones y palabras, a pesar de su belleza plástica, por dentro, como
él se decía, era un soñador, un soñador soñoliento, y hablándose a sí mismo,
usaba un estilo elevado y sentimental de que ni él se daba cuenta. Buscando,
pues, algo que le llenara la vida, encontró una flauta. Era una flauta de ébano con llaves de
plata, que pareció entre los papeles de su suegro. El abogado del ilustre Colegio, a sus solas, era romántico
también, aunque algo viejo, y tocaba la flauta con mucho sentimiento, pero
jamás en público. Emma, después de pensarlo, no tuvo inconveniente en que la
flauta de su padre pasara a manos de su marido. El cual, después de untarla
bien con aceite, y dejarla, merced a ciertas composturas, como nueva, se
consagró a la música, su afición favorita, en cuerpo y alma. Se reconoció
aptitudes algo más que medianas, una regular embocadura y mucho sentimiento,
sobre todo. El timbre dulzón, nasal podría decirse, monótono y manso del
melancólico instrumento, que olía a aceite de almendras como la cabeza del
músico, estaba en armonía con el carácter de Bonifacio Reyes; hasta la
inclinación de cabeza a que le obligaba el tañer, inclinación que Reyes
exageraba, contribuía a darle cierto parecido [12]
con un
bienaventurado. Reyes, tocando la flauta, recordaba un santo músico de un
pintor pre-rafaelista. Sobre el agujero negro, entre el bigote de seda de un
castaño claro, se veía de vez en cuando la punta de la lengua, limpia y sana;
los ojos, azules claros, grandes y dulces, buscaban, como los de un místico, lo
más alto de su órbita; pero no por esto miraban al cielo, sino a la pared de
enfrente, porque Reyes tenía la cabeza gacha como si fuera a embestir. Solía
marcar el compás con la punta de un pie, azotando el suelo, y en los pasajes de
mucha expresión, con suaves ondulaciones de todo el cuerpo, tomando por quicio
la cintura. En los allegros se sacudía con fuerza y animación, extraña
en hombre al parecer tan apático; los ojos, antes sin vida y atentos nada más a
la música, como si fueran parte integrante de la flauta o dependiesen de ella
por oculto resorte, cobraban ánimo, y tomaban calor y brillo, y mostraban
apuros indecibles, como los de un animal inteligente que pide socorro.
Bonifacio, en tales trances, parecía un náufrago ahogándose y que en vano busca
una tabla de salvación; la tirantez de los músculos del rostro, el rojo que
encendía las mejillas y aquel afán de la mirada, creía Reyes que expresarían la
intensidad de sus impresiones, su grandísimo amor a la melodía; pero más
parecían [13] signos de una
irremediable asfixia; hacían pensar en la apoplejía, en cualquier terrible
crisis fisiológica, pero no en el hermoso corazón del melómano, sencillo como
una paloma.
Por
no molestar a nadie, ni gastar dinero de su mujer, puesto que propio no lo
tenía, en comprar papeles de música, pedía prestadas las polkas y las partituras
enteras de ópera italiana que eran su encanto, y él mismo copiaba todos
aquellos torrentes de armonía y melodía, representados por los amados
signos del pentagrama. Emma no le pedía cuenta de estas aficiones ni del tiempo
que le ocupaban, que era la mayor parte del día. Sólo le exigía estar siempre
vestido, y bien vestido, a las horas señaladas para salir a paseo o a visitas. Su
Bonifacio no era más que una figura de adorno para ella; por dentro no
tenía nada, era un alma de cántaro; pero la figura se podía presentar y dar con
ella envidia a muchas señoronas del pueblo. Lucía a su marido, a quien compraba
buena ropa, que él vestía bien, y se reservaba el derecho de tenerle por un
alma de Dios. Él parecía, en los primeros tiempos, contento con su suerte.
No entraba ni salía en los negocios de la casa; no gastaba más que un pobre
estudiante en el regalo de su persona, pues aquello de la ropa lujosa no era en
rigor gasto propio, sino de la vanidad de su mujer; [14] a él le agradaba parecer bien, pero hubiera
prescindido de este lujo indumentario sin un solo suspiro; además, creía ocioso
y gasto inútil aquello de encargar los pantalones y las levitas a Madrid,
exceso de dandysmo, entonces inaudito en el pueblo. Conocía él un sastre
modesto, flautista también, que por poco dinero era capaz de cortar no peor que
los empecatados artistas de la corte. Esto lo pensaba, pero no lo decía.
Se dejaba vestir. Su resolución era pesar lo menos posible sobre la casa de los
Valcárcel, y callar a todo. [15]
|