- II -
Emma
era el jefe de la familia; era más, según ya se ha dicho, su tirano. Tíos, primos y sobrinos
acataban sus órdenes, respetaban sus caprichos. Este
dominio sobre las almas no se explicaba de modo suficiente por motivos
económicos, pero sin duda estos influían bastante. Todos los Valcárcel eran
pobres. La fecundidad de la raza era famosa en la provincia; las hembras de los
Valcárcel parían mucho, y no les iban en zaga las que los varones hacían
ingresar en la familia, mediante legítimo matrimonio. Procrear mucho y no
querer trabajar, este parecía ser el lema de aquella estirpe. Entre todos los
Valcárcel no había habido más hombre trabajador en todo el siglo que el padre
de Emma, el abogado, que también había sido, dentro del matrimonio, menos
prolífico que sus parientes. Ya se ha dicho que Emma [16] era hija única, y, por tanto, heredera
universal del abogado romántico y flautista. Pero los ahorros del aprovechado
jurisconsulto llegaron a su hija un tanto mermados. Parece ser que la castidad
de D. Diego Valcárcel no era tan extremada como se creía; su verdadera virtud
había consistido siempre en la prudencia y en el sigilo; sabía que el mal ejemplo
y el escándalo son los más formidables enemigos de las sociedades bien
organizadas, y él, visto que no le era posible conservarse en casta viudez,
entre seducir a las criadas de casa y a las doncellas de su hija, y, tal vez,
como la tentación le había apuntado varias veces a la oreja, a las respetables
clientes, desamparadas señoras que acudían a su despacho en demanda de luces
jurídico-morales, como él decía; entre esto y reglamentar el vicio, las
inevitables expansiones de la carne flaca, optó por lo último, organizando con
sabia distribución y prudentísimo secreto el servicio de Afrodita, como decía
él también. Y allí, fuera del pueblo, en las aldeas vecinas adonde le llevaban
a menudo los cuidados de la hacienda propia y negocios ajenos, llegó a ser,
valga la verdad, el Abraham - Pater Orchamus - irresponsable de un gran
pueblo de hijos naturales, muchos adulterinos. Ni su conciencia, ni la del cura
que le confesó, que en vida le había ayudado a veces [17] a evitar escándalos, ni ciertas amenazas de
bochornosas confesiones por parte de algunas pecadoras, le consintieron, a la
hora un tanto apurada de hacer testamento, dejar en completo olvido ciertas
obligaciones de la sangre; y como se pudo, guardando los disimulos formales que
fueron del caso, se dejaron mandas aquí y allá, que disminuyeron en todo lo que
la ley consentía la herencia de Emma. No fue esto lo peor, sino que, previa
consulta del mismo director espiritual, D. Diego había hecho antes
subrepticiamente muchas enajenaciones inter vivos, a que, muy a su
pesar, le obligó el miedo al escándalo, que era su gran virtud, según se ha
dicho. En suma, Emma se vio con bastante menos caudal que su padre, pero ella
apenas lo supo casi, porque la daban jaqueca los papeles, síncopes los números
y grima la letra de los curiales. Allá el tío, decía siempre que se
trataba de intereses. Ella no entendía de nada más que de gastar. Bien hubiera
querido D. Juan Nepomuceno, antes curador de Emma y actual mayordomo, sacudir
todas las moscas que en forma de parientes zumbaban alrededor del mermado panal
de la herencia; mas no era esto hacedero, porque el entrañable cariño que a los
Valcárcel pretéritos y presentes y futuros había cobrado la sobrina, exigía que
la hospitalidad más generosa acogiera a [18]
todos
los suyos. D. Juan tuvo que contentarse con ser el único administrador de
aquella prodigalidad gentílica, pero no llegó su influencia a evitar el
despilfarro, ni siquiera a conseguir que redundara sólo en provecho propio la
generosidad excesiva de su antigua pupila.
Emma, que tuvo un mal parto,
salió de una crisis de la vida lisiada de las entrañas, con el estómago muy
débil, y perdió carnes y ocultó prematuras arrugas. Mas no podía esconder un
brillo frío y siniestro de la mirada, antipático como él solo; en aquel brillo
y en la expresión repulsiva que le acompañaba, se había convertido el misterioso
fulgor de aquellos ojos que habían cantado, a la guitarra, varios parientes
de la enfermucha mujer, nerviosa, irascible. De aquellos parientes, enamorados
los más en secreto tiempo atrás, cada cual según su temperamento, hizo su corte
Emma, que cada día despreciaba más a su marido, a quien sólo estimaba como físico,
y sentía más vivo el cariño por los de su raza.
Reyes
comprendía bien que, sin culpa suya, se iba convirtiendo en el enemigo de sus
afines, enemigo vencido y humillado gracias a que su mujer le entregaba
indefenso, atado de pies y manos, a cuantos parientes quisieran hacer de él un
pandero.
Los
Valcárcel, oriundos de la montaña, habían [19] bajado a las villas de las vegas y de la
llanura a procurarse vida más holgada y muelle, y por todo recurso acudían al
expediente de buscar matrimonios de ventaja, seduciendo a los ricachos de
pueblo con pergaminos y escudos de piedra labrada, allá en los caserones de los
vericuetos, y a las tiernas doncellas con las buenas figuras de arrogante vigor
y señoril gentileza que abundaban en la familia. Casi todos los Valcárcel eran
buenos mozos, aunque no tanto como el abuelo heroico, esbeltos; pero de palabra
tarda, ceño adusto, voz ronca, trato oscuro y orgullosos sin disimulo;
distinguíanse también por su apego exagerado a la capa, cuyo uso era excusado
la mayor parte del año en los poblachones bajos, templados y húmedos, donde solían
buscar novias. Algunos llevaron su audacia, sin dejar la capa, a extender sus
correrías de caballeros pobres hasta las puertas de la misma capital de la
provincia, y por fin, D. Diego, el padre de Emma, el genio superior de la
familia sin duda alguna, entró en la ciudad sin miedo, fue estudiante
emprendedor y calavera, y al llegar a la mayor edad y tomar el grado, cambió de
carácter, de repente, se hizo serio como un colchón, abrió cuarto de estudio,
acaparó la clientela de la montaña, aduló a los señores del margen, magistrados
serios también y [20]
amigos de las fórmulas más exquisitas, hizo
buena boda, salió de pobre, brilló en estrados con fulgor de faro de primera
clase, y, sin perjuicio de ser romántico en el fuero interno, y hasta de escribir
octavillas en el seno del hogar, y dejar válvulas de seguridad a los vapores
del sentimentalismo en las llaves de la flauta, en que soplaba con lágrimas en
los ojos, fue con todo el más rígido amador de la letra y enemigo del espíritu
y de toda interpretación arriesgada e irreverente de la ley sacrosanta. Y no se
cuenta que una sola vez tuviera la Sala que dirigirle el más comedido
apercibimiento; ni de la pulcritud de su lenguaje en estrados se hizo la
magistratura sino lenguas, llegando en este punto a caer D. Diego, valga la
verdad, en cierto culteranismo, disculpable, eso sí, porque mediante él
procuraba que su elocuencia saliese como el armiño de las cenagosas aguas de la
podredumbre privada, adonde le arrastraban, en ocasiones, las
necesidades del foro. Alguna vez tuvo que acusar, mal de su grado, a un
sacerdote indigno, de delitos contra la honestidad; y si bien en el fondo
procuró estar fuerte, terrible, implacable, no hubo modo de que su lengua usase
epítetos duros, ni siquiera enérgicos ni aun pintorescos, llegando en el mayor
calor del ataque a llamar a su contrario «el mal aconsejado [21] presbítero, si se le permitía calificarle
así». «Mal aconsejado -decía después D. Diego explicando el adjetivo -; esto
es, que yo supongo que el presbítero no hubiese caído en tales liviandades a no
ser por consejo de alguien, del diablo probablemente». Tenía el abogado
Valcárcel que luchar en sus discursos forenses con el lenguaje ramplón y
sobrado confianzudo que se usaba en su tierra, y que aun en estrados pretendía
imponérsele; mas él, triunfante, sabía encontrar equivalentes cultos de los
términos más vulgares y chabacanos; y así, en una ocasión, teniendo que hablar
de los pies de un hórreo o de una panera, que en el país se llaman
pegollos, antes de manchar sus labios con semejante palabrota, prefirió
decir «los sustentáculos del artefacto, señor excelentísimo». A estas
cualidades, que le habían conquistado las simpatías y el respeto de toda la
magistratura, unía el don no despreciable de una felicísima memoria para
recordar fechas con exactitud infalible, y así, había más números en su mollera
que en una tabla de logaritmos. Llegó, sí, llegó el apellido de los Valcárcel,
gracias a D. Diego, a un grado de esplendor que no había tenido desde los siglos
remotos en que había brillado por las armas. Honra y provecho había ganado el
ilustre jurisconsulto, y, de una y otra [22] ventaja, querían
gozar los parientes, que, por culpa de la fecundidad de sus hembras y de las
afines, incurrían en un doloroso proletariado que amenazaba llenar de
Valcárceles el mundo. No había matrimonios
ventajosos que bastasen, con esta desmedida facultad prolífica, a sacar a la
raza del temor muy racional de dar al fin en la miseria. Aquel movimiento de expansión en busca
de la prosperidad, que se había señalado en la dirección del vendamont, bajando
de la montaña al valle, ya volvía a indicarse en una reacción proporcionada en
sentido de vendaval, echando otra vez al monte, a los caserones de los
vericuetos, a las proles numerosas de los Valcárcel, multiplicadas sin ton ni
son, incapaces de trabajar; porque no se puede llamar propiamente trabajo, a lo
menos en el sentido económico, los mil apuros que en redor de los tapetes
verdes pasaban los parientes de Emma, casi todos jugadores, y muchos de ellos
víctimas de su pasión, que estalló en forma de aneurisma. Muerto D. Diego, los Valcárcel perdieron su único apoyo, y
el movimiento de retroceso en busca de la montaña se aceleró en toda la
familia. Cuando bajaban al llano venían cada vez más montaraces, más
orgullosos; su odio a la cortesía, a las fórmulas complicadas de la buena
sociedad de provincia, se acentuaba. Cuanto [23]
más
pobres se iban quedando, más vanidad solariega tenían y más despreciaban la
vida en poblado y en tierra llana. En la ribera, como llamaban allá arriba a
las regiones bajas, sólo una cosa respetable reconocían los Valcárcel del
monte: el tapete verde. Se iba a las ferias a jugar, a perder, a empeñarse... y
a casa.
Por
el camino de retroceso que llevaba aquella raza se volvía a la horda; era aquel
el atavismo de todo un linaje. Por algún tiempo contuvo en gran parte tan
alarmante tendencia el espíritu exaltado de Emma. El cariño gentilicio que en
ella despertó con tan exagerada vehemencia, sirvió para reconciliar a muchos de
sus parientes con la civilización y la tierra llana. Las visitas a la capital fueron más
frecuentes, tal vez porque eran más baratas y más cómodas. Ya se sabía que la casa del famoso y ya difunto abogado D.
Diego Valcárcel, era, como él la hubiera llamado si viviese, jenodokia,
jenones, o sea, en cristiano, albergue de forasteros. Emma, que en algún
tiempo había desdeñado, no sin coquetería, la adoración de sus primos y tíos -
pues también tenía tíos apasionados - ahora, es decir, después de haber perdido
la flor de la hermosura, sobre todo la lozanía, por culpa del mal parto,
gozábase en recordar los antiguos despreciados [24]
triunfos del amor, y quería rumiar las
impresiones deliciosas de aquella adoración pretérita. Rodeábase con voluptuosa
delicia, como de una atmósfera tibia y perfumada, de la presencia de aquellos
Valcárcel que algún día se hubieran tirado de cabeza al río por gozar una
sonrisa suya.
El
amor aquel en algunos de ellos tenía que haber pasado por fuerza, so pena de
ser ridículo; los años y la grasa, y la terrible prosa de la existencia pobre y
montaraz de allá arriba, habían quitado todo carácter de verosimilitud a
cualquier tentativa de constancia amorosa; pero no importaba: Emma se complacía
en ver a su lado a los que todavía recordaban con respeto y cariño el amor
muerto, y consagraban al objeto de tal culto todos los obsequios compatibles
con el natural huraño y brusco de la raza montés. Aquellos cortesanos del amor
pretérito, tal vez al rendir sus homenajes, pensaban sobre todo en la
munificencia actual de la heredera de D. Diego, única persona que aún tenía
cuatro cuartos en toda la familia; pero ella, la caprichosa cónyuge del infeliz
Bonifacio, no se detenía a escudriñar los recónditos motivos por que era
acatada su indiscutible soberanía sobre los suyos. Es muy probable que ya
ninguno de los parientes viese en su prima la belleza que, en efecto, había [25] volado; pero algunos fingían, con mucha
delicadeza en el disimulo, ocultar todavía una hoguera del corazón bajo las
cenizas que el deber y las buenas costumbres echaban por encima. Emma gozaba
también, sin darse cuenta clara de ello, creyéndolo vagamente; saboreaba aquel
holocausto de amor problemático con la incertidumbre de una música lejana que
ya suena, no se sabe si en la aprensión o en el oído. Lo que era un dogma
familiar, que tenía su fórmula invariable, era esto: que por Emma no pasaban
días, que lo del estómago no era nada, y que después de parir, de mala manera,
estaba más fresca y lozana que nunca. Nadie creía tal cosa, porque saltaba a la
vista que no era así; pero lo aseguraban todos. Los cortesanos de aquella
sultana caprichosa y de carácter violento y variable, se vengaban de su
humillación ineludible despreciando a Bonifacio Reyes sin ningún género de
disimulo. Emma llegó a sentir por su esposo un afecto análogo en cierto modo al
que hubiera podido inspirar al Emperador romano su caballo senador. Otro dogma
de la familia, pero éste secreto, era que «la niña había labrado su
desgracia uniéndose a aquel hombre». El primo Sebastián confesaba entre
suspiros que el único acto de su vida de que estaba arrepentido (y era hombre
que se había jugado la hijuela [26] materna a una
carta), se remontaba a la época de su pasión loca por Emma, pasión que le había
hecho caer en la debilidad de consentir en dar todos los pasos necesarios para
buscar, encontrar, emplear y casar al estúpido escribiente de D. Diego. Aquella
debilidad, aquella ceguera de la pasión, no se la perdonaría nunca. Y suspiraba
Sebastián, y suspiraban los demás parientes, y suspiraba Emma también a veces,
gozando melancólicamente con aquella afectación de víctima resignada que sufre
por toda una vida las consecuencias desastrosas de una locura juvenil. [27]
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