- VI -
A
la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a Bonifacio diciéndole que deseaba
verle un señor sacerdote.
-¡Un sacerdote a mí! Que
entre.
Saltó de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba;
no puede decirse a su gabinete, pues era de uso común a todos los de casa.
Atándose los cordones de la bata saludó a un viejecillo que entraba haciendo
reverencias con un sombrero de copa alta muy grande y muy grasiento. Era un pobre cura de aldea, de
la montaña, de aspecto humilde y aun miserable.
Miraba
a un lado y a otro; y, después de los saludos de ordenanza, pues en tal materia
no mostraban gran originalidad ninguno de los interlocutores, el clérigo
accedió a la invitación [84] de sentarse, apoyándose en el borde de una butaca.
-Pues
-dijo -, siendo usted efectivamente el legítimo esposo de doña Emma Valcárcel,
heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse, no cabe duda que
es usted la persona que debe oír... lo que, en el secreto de la confesión... se
me ha encargado decirle... Sí, señor, a ella o
a su marido, se me ha dicho... y yo... la verdad... prefiero siempre entenderme
con... mis semejantes... masculinos, digámoslo así. A falta de usted no hubiera
vacilado, créame, señor mío, en abocarme, si a mano viene, con la misma doña
Emma Valcárcel, heredera universal y única de...
-Pero
vamos, señor cura, sepamos de qué se trata -dijo con alguna impaciencia
Bonifacio, que lleno de remordimientos aquella mañana, sentía exacerbada su
costumbre supersticiosa de temer siempre malas noticias en las inesperadas y
que se anunciaban con misterio.
-Yo
exijo... es decir... deseo... no por mí, sino por el secreto de la confesión...
lo delicado del mensaje...
El
cura no sabía cómo concluir; pero miraba a la puerta, que había quedado de par
en par.
Como
su mujer dormía a tales horas, Bonifacio no tuvo inconveniente en levantarse y [85] cerrar la
puerta de la estancia, pues no siendo Emma, nadie se atrevería a pedirle cuenta
de aquellos tapujos.
-Lo
que usted quería era esto, ¿verdad? -dijo con aire de triunfo, y como hombre
que manda en su casa y que puede a su antojo tener las puertas de su
gabinete abiertas o cerradas.
-Perfectamente,
sí, señor, eso; secreto, mucho secreto. De usted para mí nada más... Después
usted dará cuenta de lo sucedido a su señora esposa... o no se la dará; eso
allá usted... porque yo no me meto en interioridades... Al fin usted será,
naturalmente, el administrador de los bienes de su señora... y aunque yo no sé
si estos son parafernales o no... porque no entiendo... y... sobre todo no me
importa, y, al fin, el marido suele administrarlo todo... eso es; tal entiendo
que es la costumbre... y como la ley no se opone...
-Pero,
señor cura, repare usted que yo no comprendo una palabra de lo que usted me
dice... Comience usted por el principio...
Sonrió
el clérigo y dijo:
-Paciencia,
señor mío, paciencia. El principio viene después. Todo esto lo digo para
tranquilidad de mi conciencia. He consultado al chico de Bernueces, que es
boticario y abogado... sin precisar el caso, por supuesto... y, [86] la verdad, me
decido a entregarle a usted los cuartos sin escrúpulos de conciencia... Sí,
usted, el marido, es la persona legal y moralmente determinada, eso es, para
recibir esta cantidad...
-¡Una
cantidad!
-Sí,
señor, siete mil reales.
Y
el cura metió una mano en el bolsillo interior de su larga y mugrienta levita
de alpaca, y sacó de aquella cueva que olía a tabaco, entre migas de pan y
colillas de cigarros, un cucurucho que debía de contener onzas de oro.
Bonifacio
se puso en pie, y sin darse cuenta de lo que hacía, alargó la mano hacia el
cucurucho.
El
cura se sonrió y entregó el paquete sin extrañar aquel movimiento involuntario
del marido de la doña Emma, que recibía onzas de oro sin saber por qué se le
daban.
Mas Bonifacio volvió en sí y
exclamó:
-Pero ¿a santo de qué me trae usted... esto?...
-Son
siete mil reales...
-¿Pero
de qué? Yo no soy... quien...
Iba
a decir que el que allí corría con las cuentas de todo era D. Juan Nepomuceno;
pero se contuvo, porque solía darle vergüenza que los extraños conocieran esta
abdicación de sus derechos. [87]
-¿Esto
será alguna deuda antigua? -dijo por fin.
-No señor... y sí señor.
Me explicaré...
-Sí,
hombre, acabemos.
-Estos siete mil reales... proceden... de una
restitución... sí, señor; una restitución hecha en el secreto de la
confesión... in articulo mortis... La persona que devuelve esos siete
mil reales a los herederos, a la única y universal heredera de D. Diego
Valcárcel, esa persona ¿me comprende usted?, no quiso irse al otro mundo con el
cargo de conciencia de esa cantidad... que debía... y que no debía... es
decir... yo... no puedo tampoco hablar más claro... porque... la confesión, ya
ve usted, es una cosa muy delicada...
-Sí
que es -exclamó Bonifacio, que se había puesto muy pálido y estaba pensando en
lo que el cura de la montaña ni remotamente podía sospechar.
-Sin
embargo, yo... no debo... así, en absoluto... omitir las circunstancias que
explican, en cierto modo, la cosa. Esto, me dije yo a mí mismo, es
indispensable para que los herederos, o la heredera, o quien haga sus veces,
admitan sin reparo esta cantidad, con la conciencia tranquila de quien toma lo
que es suyo. Pues, sí, señores, de ustedes es... ya lo creo... Verá usted; es
el caso que... aquí hay [88] que omitir determinadas indicaciones que no favorecen la
memoria de...
-Del
difunto.
-¿De
qué difunto?
-Del
que restituye...
-No
señor; del difunto... de otro difunto. No me tire usted de la lengua, eso no
está bien.
-No,
si yo no tiro... ¡Dios me libre! Ello será que la casa Valcárcel prestó este
dinero sin garantías... y ahora...
El
cura estaba diciendo que no con la cabeza desde que Bonifacio había dicho casa.
-No,
señor; no fue préstamo, fue donación inter vivos.
-¿Y entonces?
-Entonces...
no me tire usted de la lengua. He dicho ya que
la cosa no era favorable a la memoria del difunto... X, llamémosle X, que en
paz descanse. Bueno, pues no me he explicado bien: es favorable y no es
favorable, porque en rigor... él es inocente, en este caso concreto a lo menos;
y además, aunque no lo fuera... el que rompe paga... y él quería pagar... sólo
que no había roto... ¿Me explico?
-No,
señor; pero no importa. No se moleste usted.
Al
cura empezaba a parecerle un majadero el marido de la doña Emma Valcárcel. [89]
-¿Usted
conoció... trató al difunto... Don Diego?
-Sí,
señor; como que era mi suegro... quiero decir, mi principal.
-¿Si
estará loco, o será tonto este señorito? -pensó el clérigo.
De
repente se le ocurrió una idea feliz.
-Oiga
usted -exclamó -. Ahora se me ocurre explicárselo a usted todo mediante un
símil... y de este modo... ¿eh?, se lo digo... y no se lo digo, ¿me entiende
usted?
-Vamos
a ver -dijo Bonifacio, que apenas oía, porque estaba manteniendo una lucha
terrible con su conciencia.
-Figurémonos
que usted es cazador... y va y pasa por una heredad mía; supongamos que soy yo
el otro; bueno, pues usted ve dentro de mi heredad un ciervo, un jabalí... lo
que usted quiera, una liebre...
-Una
liebre -dijo Reyes maquinalmente.
-Va,
y ¡pum!...
El
fogonazo, remedado con mucha propiedad por el cura, hizo dar un salto a Bonis,
que estaba muy nervioso.
-Dispara
usted su escopeta y me...; no, no conviene que sea liebre; es mejor caza mayor
para mi caso; y cae lo que usted cree robezo o ciervo...; pero no hay tal
ciervo ni robezo, sino que ha matado usted una vaca [90] mía que
pastaba tranquilamente en el prado. ¿Qué hace usted? En mi ejemplo, en mi caso,
pagarme la vaca por medio de una donación inter vivos... importante
siete mil reales. Yo me guardo los siete mil reales y el chico, digo, la vaca.
Pero ahora viene lo mejor, y es que usted no ha sido el matador. El tiro no dio
en el blanco, el tiro de usted se fue allá, por las nubes... Sólo que antes que
usted, mucho antes, otro cazador, escondido, había disparado también... y ese
fue el que mató la res, y se quedó con ella y con los siete mil reales de
usted. Pasa tiempo, muere usted, es un decir, y muere también el otro; pero
antes de morir se arrepiente de la trampa, y quiere devolver a los herederos de
usted el dinero que, en rigor, no es suyo, aunque usted se lo ha dado... inter
vivos. (El cura daba gran importancia a este latín, sin el cual no creía
bien explicada la idea de la donación.) ¿Eh, qué tal, me ha comprendido usted?
Ni
palabra. Bonifacio no comprendió que se trataba de uno de aquellos agujeros de
honor que D. Diego había tapado con dinero. En este caso concreto, como decía
el cura, la lesión de honra no existía, o, por lo menos, no era D. Diego el
causante, y se le había hecho pagar lo que no debía. La persona que había
lucrado, [91] gracias a la asustadiza conciencia del jurisconsulto,
siempre temeroso del escándalo, restituía a la hora de la muerte, por miedo del
infierno probablemente.
El
cura creyó suficientes sus explicaciones; y, muy satisfecho del símil, cuya
exposición le había hecho sudar, se limpiaba el cogote con su pañuelo verde con
rayas blancas, sin cuidarse ya de que aquel caballero, que parecía tonto,
hubiese comprendido o no... El secreto de la confesión y la buena memoria de D.
Diego no le permitían a él ser más largo ni más explícito.
Habló
más, pero sin nueva sustancia; insistió mucho en que aquello debía quedar allí,
y arrancó a Bonifacio la palabra de honor de que sólo él y su señora, si él lo
creía decente, debían enterarse de lo sucedido.
-Nadie
más. Ya ve usted, es delicado... y los maliciosos, sobre todo allá en el
pueblo, si saben que yo vine... y entregué... enseguida caen en la cuenta.
Mucho sigilo pues. Además, la misma señorita... quiero decir, la señora de
usted, debe saber lo menos posible; podría cavilar... y las mujeres, sobre todo
las casadas, las cazan al vuelo, y podría comprenderlo todo. «Mejor que tú, por
lo que veo»; añadió para sí.
Y
salió el señor cura de la montaña satisfecho [92] de sí mismo, confiado en la palabra de honor de aquel
señor soso y casi tonto, que, a pesar de todo, tenía cara de honrado y de
persona formal.
-Se
puede ser fiel a la palabra y tener pocos alcances, se decía el clérigo bajando
la escalera.
A
Bonifacio se le había ocurrido, ante todo, ver en aquello que él llamaba
casualidad la mano de la Providencia. Pero acto continuo añadió para sí: «La
mano de la providencia... del diablo». Porque lo primero que pensó hacer de
aquel dinero que le venía llovido del... infierno, fue llevárselo a D. Benito
el Mayor, para tapar aquel antro horrible de la deuda, aquel agujero negro, por
donde se escapaban las furias del Averno (estilo Bonifacio), gritándole:
«Infame, adúltero, ¿qué has hecho de la fortuna de tu mujer?». En vano la razón
decía: «Ni tú has sido adúltero hasta la fecha, a no ser por palabra de
presente, ni la fortuna de tu mujer está comprometida por ese préstamo de seis
mil reales, aun suponiendo que los pagase ella». No importaba; los
remordimientos, o, más bien el miedo que tenía a Emma y a D. Juan Nepomuceno,
no le habían dejado dormir aquella noche. Lo que él llamaba ser adúltero
quedaba en segundo lugar; alambicando mucho, a fuerza de sofismas, tal vez
encontraría medio [93] de disculpar a sus propios ojos aquel amor ilegítimo...
pero lo del dinero no admitía excusas; él había pedido seis mil reales a un
prestamista, abusando del crédito de su mujer. Esto era inicuo... y lo que era
peor, muy expuesto a una tragedia doméstica. La imaginación, la loca de la
casa, le ponía delante el cuadro aterrador: «Emma saltaba de la cama con su
gorro de dormir, pálida, huesuda, echando fuego por los ojos y avanzaba en
silencio hacia él, estrujando en la mano temblorosa un recibo que D. Juan
Nepomuceno acababa de entregarle, impasible, como siempre, envuelto en la
dignidad de sus patillas. ¡Lo sabía todo! Lo de los cincuenta duros, lo de los
seis mil reales y lo del paseo por la noche... ¡Entre el sereno y Nepomuceno la
habían puesto al cabo de la calle! ¡Qué horror! ¡Adónde puede llegar la
fantasía!», pensaba Bonifacio temblando de pies a cabeza. Por fortuna aquello
no era más que un cuadro imaginado... Pero la realidad podría llegar a
parecérsele. Y aquel señor cura se le presentaba con siete mil reales, que él,
Bonifacio, podría gastar en lo que quisiera, sin que persona nacida lo
estorbase ni lo supiese. Es más, el secreto era allí lo principal. Y ¿cómo guardar
el secreto haciendo ingresar aquellos miles en lo que llamaba D. Juan
Nepomuceno la caja? Ni el cura ni el que restituía, honrado [94] penitente,
sabían que él, Bonis, allí no tocaba pito, ni administraba, a pesar de lo que
disponían ciertas leyes recopiladas, según le habían asegurado; él, pese a
todas las leyes del mundo, no disponía de un cuarto, y sólo servía para firmar
como en un barbecho cuantos papeles le presentaba el de las patillas. Pues
bien; siendo así, ¿cómo incorporar aquel dinero al caudal de su mujer sin que
nadie se enterase? Imposible. Por este lado la conciencia le decía: «Haz de tu
capa un sayo». Pero emplear aquellos cuartos en su provecho, ¿no era robar a su
mujer? Sí y no. No, porque con ellos iba a tapar una brecha abierta al crédito
de la casa Valcárcel. Ya se sabía que él no tenía un cuarto, ni de dónde le
viniera, y que D. Benito el Mayor había prestado fiándose del capital de Emma;
más era; el mismo Bonifacio reconocía que en su fuero interno siempre había
pensado en pagar con dinero de su mujer, aunque le asustaba pensar en el cómo y
cuándo. Por este lado no era robar lo que quería hacer. Por otra parte, sí era
robar; porque... porque aquello era... un robo, un fraude o como se dijera,
pero ello era robar.
Satisfecho
de sí mismo hasta cierto punto, en medio de aquella desolación moral,
contemplaba la rectitud de su alma, que rechazaba sofismas vanos y gritaba: «¡robar,
robar!». [95] Lo cual no impidió que Bonis se lavase y vistiera lo más
de prisa que pudo y saliese de casa sin ser visto ni oído, con ánimo de estar
de vuelta antes que Emma despertase.
«Estas
cosas hay que hacerlas así, iba pensando por la calle. Si vacilo, si me estoy
días y días dándome jaqueca con la idea de que esto es un crimen... a lo mejor
viene el trueno gordo, D. Benito se cansa de esperar, Nepomuceno se entera del
caso y... primero morir; cien veces la muerte y el infierno. A pagar, a pagar.
¿No quería secreto el señor cura? Pues ya verá qué secreto. Y soy un ladrón, no
cabe duda, un ladrón... Sí, pero ladrón por amor». Esta frase interior también
le satisfizo y tranquilizó un poco. «¡Ladrón por amor!». Estaba muy bien
pensado. Llegó al portal de la casa del escribano. «¿Subiría? Sí; en último
caso, si lo que iba a hacer era un verdadero delito, su honradez heredada, la
fuerza de la sangre, limpia de todo crimen, el instinto del bien obrar, en
suma, le impedirían llevar a cabo lo que intentaba. Se le trabaría la lengua o
se le doblarían las piernas, como en recientes aventuras de otra índole; si
nada de esto le sucedía, no debía de haber tal crimen ni tales alforjas».
D.
Benito estaba en pie en medio de su despacho oscuro, de techo bajo; estaba
rodeado de escribientes que trabajaban en vetustos [96] escritorios
forrados de muletón verde. Los libros del protocolo, macizos y graves, de lomo
pardo, estaban allí, con la solemnidad misteriosa que tal pavor supersticioso
infundía en el alma romántica y nada jurisperita de Bonis.
El
notario se acercó a su amigo el Sr. Reyes y le frotó las orejas con ambas manos
como para entrar en calor. Fingimiento inverosímil, pues estaba la atmósfera
que ardía, según el otro.
-¿Qué
hay, perillán? ¿A qué viene usted aquí? ¿A robarme tiempo, eh? Pues me lo
pagará usted en dinero, porque el tiempo es oro. Y se reía D. Benito, encantado
con su propia gracia.
-Sr.
García, quisiera hablar con usted dos palabras...
Bonifacio
hizo un gesto que pedía una entrevista a solas.
D.
Benito, cogiendo al deudor por las solapas del gabán, le llevó tras de sí a un
gabinete contiguo, cuyas paredes estaban ocultas también por estantes,
continuación del protocolo. Allí estaban los libros de siglos pasados. «¡Dios
mío, pensaba sin querer Bonis, bien antiguos son estos líos del papel sellado y
las triquiñuelas de los escribanos!». Sin saber por qué, se acordó de haber oído describir las
bodegas [97] de Jerez y las soleras de
fecha remota, que ostentaban en la panza su antigüedad sagrada. «¡Qué diferencia, pensó, entre aquello y esto!».
D.
Benito le volvió a la realidad.
-Vamos
a ver, señor mío, desembuche usted...
«Solos estamos los dos,
solos delante del cielo...».
¡Je,
je!...
El
notario, después de declamar aquellos dos versos de una comedia de aficionados,
muchas veces representada en el pueblo porque era de hombres solos, dio
una palmadita en el vientre a Reyes; y de pronto se quedó muy serio, muy serio,
sin decir palabra, como dando a entender: «Soy todo oídos; basta de chistes;
aquí tiene usted al representante de la fe pública, o al prestamista sin
entrañas, lo que usted quiera».
-Sr.
García, vengo a pagar a usted aquel piquillo...
-¿Qué piquillo?
-Los
seis mil reales que usted tuvo la amabilidad...
-¿Qué amabilidad?, quiero decir, ¿qué seis mil reales?... Usted no me debe nada.
-¡Qué bromista es usted! -dijo
Bonis, que [98] más estaba para recibir los
Santos Sacramentos que para chistes.
Y
se dejó caer en una silla y empezó a contar onzas sobre una mesa.
Aquel
dinero le quemaba los dedos, pensaba él, o debía quemárselos. La verdad era que la operación material de contar el dinero
la hizo con bastante tranquilidad, muy atento sólo a no equivocarse, como
solía; porque el reducir aquello a miles de reales, le parecía cálculo superior
a sus fuerzas ordinarias.
D.
Benito le dejaba hacer, estupefacto, o tal vez por el gusto de amateur.
Era indudable que el espectáculo del oro le quitaba siempre la gana de bromear.
Fuese por lo que fuese, la presencia del dinero siempre era cosa muy seria.
-Aquí
están los seis mil; cámbieme usted esta...
-Pero...
-a D. Benito se le atragantó algo muy serio también -; pero... ¿qué está usted
haciendo ahí, criatura?... ¿No le digo... a usted que... ya no me debe nada?
-Sr.
García... celebraría estar de buen humor para poder seguírselo a usted...
-¡Señor
diablo!, le digo a usted que ayer mismo me he reintegrado de esa
cantidad insignificante.
-¿Ayer?...
usted... ¿quién?...
Lo
que tenía atravesado en la garganta el [99] escribano había saltado sin duda al gaznate 11de Reyes, porque el infeliz se atragantó también.
-A
ver, D. Benito, explíquese usted... ¡por los clavos de Cristo!...
-Muy
sencillo, amigo mío. Ayer de tarde, en el Casino, D. Juan Nepomuceno, su tío de usted...
-No es mi tío...
-Bueno...
su...
-Bien, adelante; el tío...
¿qué?
-Pero hijo, ¿qué le pasa a usted? Está usted palidísimo, le
va a dar algo, ¿será el calor? Abriré aquí...
-No
abra usted... hable, hable; el tío... ¿qué?
-Pues
nada; que hablando de negocios, vinimos a parar en las probabilidades del
resultado de esa industria que van a montar ustedes con el dinero de las
últimas enajenaciones.
-¿Una industria? Que vamos a montar... ¿nosotros?...
-Sí,
hombre, la fábrica de productos químicos.
-¡Ah!,
sí, bien; ¿y qué?
Bonifacio había oído en casa, a los parientes de su mujer,
algo de productos químicos, pero no sabía nada concreto. [100]
-¡Al
grano! -dijo más muerto que vivo.
-Yo...
con la mayor inocencia del mundo, le pregunté a su señor... pariente si el
dinero que usted acababa de tomar, honrándome con su confianza, era para los
gastos primeros... para algún ensayo; para muestras de... qué sé yo...; en fin,
que se me había metido en la cabeza que era para la fábrica. D. Juan... me miró con aquellos
ojazos que usted sabe que tiene. Tardó en contestarme; noté eso, que tardaba en
hablar. En fin, encogiendo los hombros, me dijo: «Sí, efectivamente, para
gastos preliminares, de preparación... pero tengo orden, ahora que me acuerdo,
de pagar a usted inmediatamente ese dinero». Yo, la verdad, extrañaba que
haciendo tan pocas horas que usted había recogido los cuartos... pero a mí,
¿quién me metía en averiguaciones?, ¿no es eso? En fin, que nos citamos para
esta su casa a las diez de la noche, y a las diez y cuarto estaba aquí D. Juan
Nepomuceno con seis mil reales en plata. Esta
es la historia.
¡Aquella
era la historia!, pensó Reyes desde el abismo de su postración. Estaba
aturdido, se sentía aniquilado. El tío lo sabía todo... y ¡había pagado! ¿Y Emma? Al acordarse de su
mujer experimentó aquella ausencia de las piernas, sensación insoportable que
nunca faltaba en los grandes apuros. [101]
Callaban
los dos. El notario comprendió que allí había gato encerrado; «algún misterio
de familia», pensaba él. Pero como había cobrado su dinero, de lo que estaba
muy contento, como se había reintegrado, sabía contener su curiosidad,
que dejaba paso a la más exquisita prudencia. Allá ellos, se decía, y seguía
callando.
Rompió
el silencio Bonis, diciendo con voz sepulcral:
-Si
usted hiciera el favor de mandar que me sirvieran un vaso de agua.
-Con
mil amores.
Una
maritornes sucia y muy gorda presentó el agua con un panal de azúcar cruzado
sobre el vaso.
-Gracias;
sin azúcar. Nunca tomo azúcar en el agua. Gracias.
Esto
lo decía Bonis con los ojos estúpidos clavados en el rostro risueño y soez de
la moza; lo decía con una voz y un tono como los que emplean los cómicos al
despedirse del pícaro mundo al final de un tercer acto, cuando están con el
alma en la boca y un puñal en las entrañas.
El
agua le calmó y dio cierta fuerza. Pudo levantarse y despedirse. No pensó en
dar explicaciones ni disculpas. Su silencio era muy ridículo, es claro. ¿Qué
estaría pensando [102] aquel señor? Lo menos, que él estaba loco. Bien, ¿y qué?
Valiente cosa le importaba en aquel momento a Bonis que se riera de él el mundo
entero. ¡Nepomuceno había pagado los seis mil reales! Esto, esto era lo terrible.
¿Volvería a casa? ¿Se escaparía?
Viéndole
tan conmovido, D. Benito, el Mayor, no quiso hablar una palabra más sobre el
asunto misterioso; sin tirarle de las orejas ni andarse con cuchufletas, le
despidió muy serio, con rostro compungido como acompañándole en una desgracia
tan respetable cuanto desconocida para él; y después de conducirle hasta el
primer tramo de la escalera, se volvió a su despacho. Sólo entonces se le
ocurrió esta diabólica idea:
-Aquí
hay gato, es claro; a mí no me importa; pero si... es una hipótesis, si hubiera
podido haber un medio... así... verosímil... legal... de... de cobrar yo mis
seis mil reales, al tío primero, y después otros seis mil al sobrino...
Disparate, absurdo; corriente; pero hubiera tenido gracia.
Y
dando un patético suspiro, se frotó las manos; y renunciando al ideal de cobrar
dos veces, no pensó más en aquello y volvió a sus negocios.
En
cuanto a Reyes, al llegar al portal, donde trabajaba y comía un zapatero de
viejo, [103] tuvo varias ideas y un desmayo. Las ideas fueron las
siguientes: «Ese farsante de ahí arriba me ha engañado, he debido tener valor
para acogotarle, o, por lo menos, para decirle cuántas son cinco. Miente como
un bellaco; el tío Nepomuceno ha pagado porque este traidor no se fiaba de mí;
me conoció en la cara que yo no podía sacar de ninguna parte seis mil reales y
se fue al otro... y cantó... Verdad es que yo no le había encargado el secreto.
Pero se suponía que lo necesitaba; debía de conocérseme en la cara; y a él
acudí por su fama de discreto, de hombre de mucho sigilo... Voy a volver arriba
a matarle, exprofeso 12..».
Y
cuando pensaba en esto, fue cuando sintió absoluta necesidad de dejarse caer.
Cayó sentado en el portal y se le fue la cabeza. El zapatero acudió en su
auxilio. Cuando volvió en sí Reyes, sintió, como la noche anterior, que le
regaban la cara con agua fresca. Y medio delirando, dijo: [104]
-Gracias...
sola, sin azúcar.
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