- VII -
Dio
expresivas muestras de gratitud al zapatero, que se ofreció a acompañarle a su
casa y salió, sacando fuerzas de flaqueza, a paso largo, sin saber adónde iba.
«Yo debía tirarme al río», se dijo. Pero enseguida reflexionó que ni por
aquella ciudad pasaba río alguno, ni él tenía vocación de suicida. Pasó junto
al café de la Oliva, donde solía tomar Jerez con bizcochos algunos domingos, al
volver de misa mayor, y el deseo de un albergue amigo le penetró el alma. Entró, subió al primer piso, que era donde se servía a los
parroquianos. Se sentó en un rincón oscuro. No había consumidores. El mozo de
aquella sala, que estaba afinando una guitarra, dejó el instrumento, limpió la
mesa de Reyes y le preguntó si quería el Jerez y los bizcochos.
-¡Qué
bizcochos!, no, amigo mío. Botillería, [105] eso tomaría yo de buena gana. Tengo el gaznate hecho
brasas...
El
mozo sonrió compadeciendo la ignorancia del señorito. ¡Botillería a aquellas
horas!
-Ya
ve usted... botillería a estas horas...
-Es verdad... es un...
anacronismo. Además, el helado por la mañana
hace daño. Tráeme un vaso de agua... y échale un poco de zarzaparrilla.
Debe
advertirse que Bonifacio y el mozo, al hablar de botillería, estaban
pensando en el helado de fresa que allí, en el café de la Oliva, se hacía mejor
que en el cielo, en opinión de todo el pueblo.
Servido
Reyes, el mozo volvió a su guitarra, y después de templarla a su gusto, la
emprendió con la marcha fúnebre de Luis XVI.
Al
principio Bonis saboreaba la zarzaparrilla inocente sin oír siquiera la música.
Pero la vocación es la vocación. Al poco rato «su espíritu se fue identificando
con la guitarra». La guitarra, para Bonis, era a los instrumentos de música lo
que el gato a los animales domésticos... El gato era el amigo más discreto, más
dulce, más perezosamente mimoso... la guitarra le acariciaba el alma con la
suavidad de la piel de gato, que se deja rascar el lomo.
Las
trompetas y tambores que imitaban las cuerdas, ya tirantes, ya flojas, le hicieron
a [106]
Reyes ponerse en el caso del rey mártir; y se acordó de la frase del
confesor: «Nieto de San Luis, sube al cielo». Lo había leído en Thiers en la
traducción de Miñano. Muy a su placer se
sintió enternecido. Sabía él que sólo el sentimentalismo podía darle la energía
suficiente, o poco menos, para afrontar su «terrible» situación cara a cara con
todos los suyos, o, mejor dicho, todos los de su mujer.
Sí,
era preciso armarse de valor, ir al suplicio con el espíritu firme del desgraciado
rey mártir. Para él era el suplicio la presencia de Emma y de Nepomuceno.
El
guitarrista dejó a Luis XVI en el panteón, y saltó a la jota aragonesa.
Se
lo agradeció Bonis, porque aquello edificaba; era el himno del valor patrio.
Pues bien, lo tendría, no patrio, sino cívico... o familiar... o como fuese;
tendría valor. ¿Por qué no? Es más, pensó que su pasión, su gran pasión, era
tan respetable y digna de defensa como la independencia de los pueblos. Moriría
al pie del cañón, a los pies de su tiple, sobre los escombros de su pasión, de
su Zaragoza...
-No
disparatemos, seamos positivos -se dijo.
Y
se llevó las manos a los bolsillos con gesto de impaciente incertidumbre... ¿Si
habría dejado aquellas onzas en casa del infame?... [107] No...
estaban allí, en el bolsillo interior del gabán... ¡lo que era el instinto! No
recordaba cómo ni cuándo las había recogido y envuelto otra vez en su
cucurucho.
Después
que palpó su tesoro, empezó a sentirlo por el peso, peso que le oprimía
dulcemente el pecho. Daba el dinero, aunque pareciera mentira a un ser tan
romántico, daba cierto calorcillo suave. «¡Siete mil reales!» se decía; y experimentaba
consuelo en sus tribulaciones; y sobre todo le animaba la conciencia de un valor
cívico que nacía de la presión de aquellas onzas... ¡Oh! Es indudable lo
que dice el catedrático de economía y geografía mercantil en la tienda de
Cascos: «La riqueza es una garantía de la independencia de las naciones». Si estos siete mil reales fueran míos, yo afrontaría con
menos miedo mi terrible situación. Huiría al extranjero; sí, señor, me
escaparía... ¡Y si ella me acompañaba! ¡Oh!... ¡Qué felicidad!... Juntos... en
aquel rincón de Toscana o de Lombardía que ella conoce. Pero ¡ay!, siete mil
reales eran muy pequeña cantidad para compartirla con una dulce compañera. En realidad, ¡qué pobre había
sido él toda la vida! Había vivido de limosna... y quería ser amante de una
gran artista llena de necesidades de lujo y de fantasía... ¡Miserable!... Se
puso colorado recordando ciertas [108] reticencias maliciosas y alusiones tan embozadas como
venenosas de sus amigos envidiosos. El día
anterior, el lechuguino, que en vano había querido conquistar a la Gorgheggi,
había dicho en la tienda de Cascos:
-Estos
señores creen que usted se entiende con la tiple, Sr. Reyes; pero yo defiendo
la virtud de usted... y le ayudo en su campaña para desarmar la calumnia. Y mi
argumento es este: «El Sr. Reyes sabe que una mujer de estas es muy cara, y él
no ha de querer arruinarse y arruinar a su mujer por una cómica. Y sin regalos, y de los caros,
es ridículo obsequiar a una artista de tales pretensiones. Es usted demasiado discreto».
La
verdad era que si hasta la fecha no había necesitado más dinero que el prestado
a Mochi, en adelante, si aquellas relaciones se formalizaban... Sí, era
indispensable disponer de cuatro cuartos. Por muy desinteresada que se quisiera
suponer a Serafina, y él la suponía todo lo desinteresada que puede ser la
mujer ideal (el bello ideal), era indudable que si seguían tratándose y
crecía la intimidad, llegarían ocasiones en que alguno de los dos tendría que
pagar algo, hacer algunos gastos... y el ideal no llegaba al punto de exigir
que pagase la mujer. No, tendría que pagar él. Pero ¿con qué? «Con el dinero
que tenía en el bolsillo». [109] Esto le dijo la voz de la tentación, pero la voz de
la honradez, antipática por cierto, contestó: «¡Ese dinero no es tuyo!». La
guitarra, que seguía hablando al alma de Bonis, se inclinaba al partido de la
tentación. La
música le daba energía y la energía le sugería ideas de rebelión, deseo
ardiente de emanciparse... ¿De qué? ¿De quién? De todo, de todos; de su mujer,
de Nepomuceno, de la moral corriente, sí, de cuanto pudiera ser
obstáculo a su pasión. Él tenía una pasión,
esto era evidente. Luego no era rana, por lo menos tan rana como años
seguidos había pensado.
Salió
del café en un arranque de actividad que le sugirió también la energía
reciente, y tomó el camino de su casa dispuesto a afrontar la situación y a no
soltar los cuartos por lo pronto. Es claro que él acabaría por hacer ingresar
aquellos siete mil reales en caja; pero, ¿cuándo? No corría prisa.
Como
en la calle ya no oía la guitarra del mozo del café, se le empezó a aflojar el
ánimo, y sin darse clara cuenta de sus pasos, en vez de entrar en su casa se
encontró en el vestíbulo del teatro. Era hora de ensayo. Allí estaría Serafina
de fijo. Tampoco le desagradó aquel cambio instintivo de rumbo. Era otra prueba
de que estaba muy enamorado. [110] Siempre había leído que los buenos amantes, en casos
análogos, hacían lo que él, seguir el misterioso imán del amor. ¡Oh!, y lo que
él necesitaba era estar bien seguro de que experimentaba una pasión fatal,
invencible. Averiguado esto, todas las consecuencias, fatales también, las
reputaba legítimas.
Ocho
días después Bonis no se conocía a sí mismo, y se alegraba: es más, ni pensaba
en conocerse.
Serafina
era suya, y él, por supuesto, era de Serafina, hasta donde podía serlo aquel
mísero esclavo de su mujer. Caricias como las de la italiana-inglesa, Reyes ni
las había soñado. «¡Nunca creí que el placer físico pudiera llegar tan
allá!», se decía saboreando a solas, rumiando, las delicias inauditas de
aquellos amores de artista. Sí, ella se lo había asegurado, el amor de
los artistas era así, extremoso, loco en la voluptuosidad; pasaba por una
dulcísima pendiente del arrobamiento ideal, cuasi místico, a la sensualidad
desenfrenada...
En fin, él veía visiones; pero
¡qué hermosas, qué sabrosas! Tenía que confesar que «la parte animal, la
bestia, el bruto, estaba en él mucho más desarrollado de lo que había creído». No pensaría Bonis que el inofensivo flautista que olía a
aceite de almendras, tenía dentro de sí aquel turcazo voluptuoso que se dejaba [111] querer al
estilo artístico-oriental tan ricamente. Y, sin embargo, el alma, el espíritu
puro, velaba, ¡sí, velaba!, y Serafina era la primera en mantener aquel fuego
sagrado de la poesía. «¡Besos con música! El que no sabe lo que es esto no sabe
lo que es bueno. Niego que haya moralista con derecho a reprenderme por mi
pasión, si el tal nunca ha gustado esta delicia, ¡besos con música!...». Pero
el mayor encanto, el éxtasis de la dicha, estaba en otra parte; en la íntima
alegría del orgullo satisfecho.
-Serafina
me ama, me ama; estoy seguro; llora de placer en mis brazos, no hay
fingimiento, no; en la escena no sabe hacerlo tan bien; me quiere de veras, le
gusto, le gusto como físico y como moral, digámoslo así.
¿Y
dónde cabría mayor gloria que gustarle a ella, a la mujer soñada, a la
que él amaba como amante y madre y musa en una pieza?
Lo
cierto era que la Gorgheggi, corrompida en muy temprana juventud por Mochi, su
maestro y protector, se vengaba de su tirano y de la pícara suerte, y no sabía
de quién más, arrojándose a la mayor torpeza, al desenfreno loco en los amores
temporeros que su infame corruptor y amante insinuaba, favorecía y explotaba.
Mochi
había seducido a su discípula para dominarla; mucho tiempo creyó tener en ella [112] una gloria
futura y una renta de muchos miles de liras, que pronto se empezarían a cobrar.
La corrompió para unirla a su suerte; después, cuando el desencanto llegó, las
frías lecciones de la realidad le hicieron ver que se había equivocado, que a
su hermosa discípula la faltaba algo y la faltaría siempre para llegar a
verdadera estrella... le faltaba la voz y la flexibilidad suficiente de
garganta. Tenía mucho gusto, sentía infinito, en el timbre había una extraña
pastosidad voluptuosa, que era lo que llamaba Bonis voz de madre; sí, hablaba
aquel timbre de salud, de honradez, de discreción femenina, de dulzura
doméstica; pero... era poca voz para los grandes teatros. Y, además, se movía
poco la garganta: como una virgen demasiado gruesa se parece a una matrona, la
voz de la Gorgheggi tenía, siendo ella aún muy joven, un enbonpoint,
decía Mochi, que la quitaba la agilidad, la esbeltez... En fin, ello era que, a
pesar de estar él seguro de que allí había un corazón y un talento de gran
artista y un timbre originalísimo, seductor... no teníamos verdadera estrella
de primera magnitud. Esta convicción que adquirió antes Mochi, llegó al cabo a
la conciencia de Serafina; mas fue el secreto mutuo, si vale decirlo así, de
que jamás se hablaba. Fue la tristeza común quien los unió más que su [113] trato amoroso y sus intereses; pero
fue también el origen y causa permanente de ocultos rencores, de humillaciones
viles. Mochi, por amor propio, por vanidad de
hombre de negocios, no quiso dar su brazo a torcer, confesarse que se había
equivocado uniéndose a Serafina para explotarla. ¿No era una gran artista? Pues
era mediana, y era además una mujer muy hermosa, y, más que hermosa, seductora.
Pensando, como en una prueba de habilidad, en que no se había casado con ella,
en que podía separarse de su negocio en cuanto fuese gravoso, se atrevió
a comerciar con su hermosura y él mismo le puso delante la tentación. Serafina,
la primera vez que cayó en ella, cayó, como tantas otras, seducida por la
vanidad, por la lujuria exaltada de la mujer de teatro, por el interés: su
primer amante, a quien quiso un poco, de quien estuvo muy orgullosa, fue un
General francés, Duque, millonario. La venganza que Mochi se reservó para hacer
pagar a su discípula la infidelidad espontánea, que él mismo había provocado,
pero que le dolía, fue dejarla ver que él lo sabía todo y que el Duque era su
mejor amigo y protector. Los regalos que Serafina ocultaba no eran la mitad del
provecho que de tales relaciones había sacado la compañía. Siempre sereno,
siempre risueño, feroz y cruel [114] en el fondo, Mochi hizo comprender a su amiga que aquella
tolerancia del maestro continuaría, y que era indispensable para tener
nivelados los presupuestos de la sociedad. Lo que no hacía falta era explicarse
directamente; lo que allí hubiera sido repugnante, según el tenor, era un pacto
explícito; no hacía falta. Además, él continuaba siendo amante de su discípula,
y por rachas le entraba un verdadero amor a que ella debía corresponder, o
fingirlo a lo menos. Pero lo principal era lo principal, y cuando se presentaba
un partido, Mochi se reducía al papel de marido que no sabe nada; esto ante
Serafina; ante el nuevo galán no era ni más ni menos que para el público, el
maestro, il babbo adoptivo.
El
segundo devaneo de Serafina, en Milán, ya no fue espontáneo. Aceptó como
aceptaba una contrata en un teatro, porque lo exigía el otro, Mochi.
También ella creía de buen gusto guardar las formas; hacía como que
engañaba a su amante y director artístico. Y algo le engañaba, porque,
vengándose a su vez de aquel miserable comercio a que se la condenaba, daba a
entender a Mochi que sólo por interés y obediencia aceptaba los galanteos
provechosos, y que en el fondo sólo a su maestro quería.
Mochi
creía algo de esto. «Sí, ella me quiere [115] ya; y me quiere a mí sólo: si no fuera así, se escaparía;
con los demás finge por interés y por obedecerme».
Lo
cierto era que la Gorgheggi no amaba a su tirano y le había sido infiel de todo
corazón desde la primera vez; pero al verse vendida, le dolió el orgullo; creía
que Mochi estaba loco por ella, y cuando advirtió que era cómplice de sus
extravíos, lo cual demostraba que no había tal pasión por parte del tenor, se
sintió más sola en el mundo, más desgraciada, y experimentó el despecho de la
mujer coqueta que, sin querer ella, desea que la adoren. Aquel comercio infame
la dolía más que la repugnaba; en su vida de teatro, en la que entró ya
seducida, enamorada del vicio, no había tenido ocasión de adquirir nociones de
dignidad ni de amor puro; aquella mezcla del amor y el interés le parecía sólo
producto de su oficio; que la hermosura tenía que ser el complemento del arte
para ganar la vida, lo admitía, sobre todo desde que ella misma estuvo
convencida de que jamás llegaría a ser prima donna assolutissima en los
grandes teatros.
Pero
lo que lastimaba lo que llamaba ella su corazón, era la complicidad de Mochi.
«Yo hubiera hecho lo mismo sola y él hubiera conservado mi respeto y mi amistad
y mis caricias [116] cuando las quisiera, y el provecho de estas infidelidades
mías también se habría repartido. ¿Qué falta hacía que él se mezclase en esto?
No me dice nada, pero me empuja, me echa en brazos de los que debiera
considerar como rivales...».
Y
esto era lo que ella quería que él pagase. ¿Cómo? Suponía la Gorgheggi que
aunque él no estuviera ya enamorado, se creía querido todavía; y engañarle,
arrojarse con ardor al vicio, al amor lucrativo; remachar los besos que vendía,
era su venganza.
Eso
hacía, sin darse cuenta de que tomaba parte en aquellos furores de lubricidad
con aires de pasión, la lascivia, la corrupción de su temperamento fuerte,
extremoso y de un vigor insano en los extravíos voluptuosos. Se entregaba a sus amantes con
una desfachatez ardiente que, después, pronto, se transformaba en iniciativa de
bacanal, es más, en un furor infernal que inventaba delirios de fiebre, sueños
del hachís realizados entre las brumas caliginosas de las horribles horas de
arrebato enfermizo, casi epiléptico.
Cuando
su cuerpo macizo y bien torneado, suave y palpitante, cayó en los brazos de
Bonifacio Reyes, ya estaba ella un poco cansada de aquella campaña terrible de su
venganza, pero todavía sus arrebatos eróticos [117] eran manjar muy superior al estómago
empobrecido por tibias aguas cocidas del mísero escribiente de D. Diego.
Él
estaba pasmado, además de vivir en perpetua embriaguez, casi en alucinación
constante. Creía sentir aquellas caricias sin nombre (él a lo menos no sabía
cómo llamarlas), a todas horas, en todas partes; se le figuraba estar bañándose
todo el día en los besos de Serafina; la veía, la oía, la olía, la palpaba en
todas partes, hasta en el cuarto de Emma, entre las medicinas y mal olientes
intimidades de la esposa enferma y poco limpia. Le extrañaba a veces que su
mujer no conociese que la otra estaba allí, entre los dos, más cerca de él que
ella misma.
«¡Qué
mujer! -pensaba el infeliz a cualquier hora, en cualquier parte -. ¡Quién había
de imaginar que había mujeres así! ¡Oh!...
todo esto es el arte... sólo una artista puede querer en esta forma tan...
deliciosamente exagerada».
Lo
que más picante le parecía, lo que venía a remachar el clavo de la felicidad,
era el contraste de Serafina, quieta, cansada y meditabunda, con Serafina en el
éxtasis amoroso: esta mujer, toda fuego, que asustaba con sus gritos y sus
gestos de furiosa de amor; que hablaba, mientras acariciaba, con una voz ronca,
gutural, que parecía salir de la faringe [118] sin pasar por la boca, y que decía cosas tan extrañas,
palabras que, aunque pareciera mentira, aún eran excitantes en medio de los
hechos más extremosos de la pasión; esta mujer, diablo de amor, cuando el
cansancio material irremediable sobrevenía y llegaban los momentos de calma
silenciosa, de reposo inerte, tomaba aire, contornos, posturas, gestos, hasta
ambiente de dulce madre joven que se duerme al lado de la cuna de un hijo. Las últimas caricias de
aquellas horas de transportes báquicos, las caricias que ella hacía soñolienta,
parecían arrullos inocentes del cariño santo, suave, que une al que engendra
con el engendrado. Entonces la diabla se convertía en la mujer de la voz
de madre, y las lágrimas de voluptuosidad de Bonis dejaban la corriente
a otras de enternecimiento anafrodítico; se le llenaba el espíritu de recuerdos
de la niñez, de nostalgias del regazo materno.
Cuando, al separarse, ella recomponía su tocado, con ademán
tranquilo, familiar, echaba a la cabeza, en posturas de estatua, sus brazos de
Juno, sonreía con reposada placidez, dejando los rizos de la sonrisa rodar en
su boca y sus mejillas, como la onda amplia de curva suave y graciosa del mar
que se encalma; pensaba, mirando el rostro pálido del aturdido amante, más
muerto que vivo a fuerza de emociones, pensaba en Mochi y se decía: [119]
-¡Si
le dijeran a ese miserable lo dichoso que acaba de ser este pobre diablo! Todo,
todo por venganza. ¡Él cree que este infeliz tiene que contentarse con
desabridas caricias; no sospecha que le estoy matando de placer y que va a
morir entre delicias!
Bonis
también creía que aquella vida no era para llegar a viejo; pero, a pesar de
cierto vago temor a ponerse tísico, estaba muy satisfecho de sus hazañas. Se comparaba con los héroes de
las novelas que leía al acostarse, y en el cuarto de su mujer, mientras velaba;
y veía con gran orgullo que ya podía hombrearse con los autores que inventaban
aquellas maravillas. Siempre había envidiado a los seres privilegiados que,
amén de tener una ardiente imaginación, como él la tenía, saben expresar sus
ideas, trasladar al papel todos aquellos sueños en palabras propias,
pintorescas y en intrigas bien hilvanadas e interesantes. Pues ahora, ya que no sabía escribir novelas, sabía
hacerlas, y su existencia era tan novelesca como la primera. Y buenos sudores le costaba,
porque había ratos en que su apurada situación económica, sus remordimientos y
sus miedos sobre todo, le ponían al borde de lo que él creía ser la locura. No importaba; la mayor parte del tiempo estaba satisfecho
de sí mismo. Aquella ausencia de [120] facultades expresivas, que según él era lo único que le
faltaba para ser un artista, estaba compensada ahora por la realidad de los
hechos; se sentía héroe de novela; no había sabido nunca dar expresión a lo
que era capaz de sentir; mas ahora él mismo, todos sus actos y aventuras, eran
la viva encarnación de las más recónditas y atrevidas imaginaciones. Y si no, se decía, no había
más que repasar su existencia, fijarse en los contrastes que ofrecía, en los
riesgos a que le arrastraba su pasión y en la calidad y cantidad de esta. Emma,
cada día más aprensiva y más irascible, exigente y caprichosa, había llegado a
complicar el tratamiento de sus enfermedades reales e imaginarias hasta el
punto de que, el mismo Bonifacio, a pesar de su gran retentiva y experiencia,
había necesitado recurrir a un libro de memorias en que apuntaba las medicinas,
cantidades de las tomas y horas de administrarlas, con otros muchos pormenores
de su incumbencia. Como la enferma no estaba muy segura de padecer todos los
males de que se quejaba, temerosa muchas veces de que las pócimas recetadas no
fuesen necesarias dentro del estómago y acaso sí perjudiciales, prefería por
regla general el uso externo, con lo cual se aumentaban las fatigas del
cónyuge curandero, porque todo se volvía untar y frotar el [121] cuerpo delgaducho y
quebradizo, quejumbroso y desvencijado, de su media naranja o medio limón, como
él la llamaba para sus adentros; porque los desahogos de Bonis eran de uso
interno, al contrario de lo que sucedía con las medicinas de su mujer. Pulgada
a pulgada creía conocer el antiguo escribiente la superficie de aquel
asendereado cuerpo de su mujer, donde él daba friegas con fuerza y con
delicadeza a un tiempo, según lo exigía la paciente, esparcía ungüento con
justicia distributiva, amoroso tacto, pulcritud y suavidad; así como en la
región del pecho, y en la espalda y sobre el hígado había pasado un pincel
impregnado de yodo. Antojábasele aquel mísero conjunto de huesos y pellejo y de
importunas turgencias, edificio ruinoso que el dueño defiende contra la piqueta
municipal a fuerza de revoques de cal y manos de pintura y recomposición de
tejas. «¡Ay!, en vano la retejo, y la unto, y la froto, y la pinto; esta mujer
mía hace agua por todas partes, y el viento de la ira entra en ella por mil
agujeros; esta destartalada máquina, inútil para mí, en cuanto legítimo esposo,
sirve sólo, y servirá tal vez muchos años, para albergue del espíritu sutil de
la discordia y de la contradicción: poca materia necesita el ángel malo para
encaramarse en ella como un buitre en una horca, un búho en un torreón escueto [122] y abandonado, y desde su
miserable guarida hacerme cruda guerra».
Lo
cierto era que Bonis exageraba, lo mismo que en el lenguaje, en los achaques de
su mujer. Emma, que había estado en peligro de muerte meses antes, poco a poco
se reponía, y la nueva energía que iba adquiriendo empleábala en inventar más
exigencias, más achaques y en procurarse unturas que no la comprometían a estar
enferma de verdad, y en cambio habían llegado a ser para ella una segunda
naturaleza; no se sentía bien sin grasa alrededor del cuerpo, sin algodón
en rama aplicado a cualquier miembro; y en cuanto al resquemillo del yodo y a
las cosquillas del pincel, habían llegado a ser uno de sus mejores
entretenimientos. Todo ello servía para multiplicar los trabajos de Reyes, su
responsabilidad y alarde de paciencia. Aquella
resignación de su marido llegó a ser tan extremada, que a Emma acabó por
parecerle cosa sobrenatural y diole mala espina. No sabía por qué le olía mal
aquella sumisión absoluta; tiempo atrás, antes de sufrir las últimas humillaciones,
protestaba tímidamente por medio de observaciones respetuosas; pero ahora, ni
eso: callaba y untaba. A un insulto, a una provocación, respondía con una obra
de caridad de las que inmortalizaban a un santo; allí hacía falta, no sólo el
sacrificio [123] del corazón, sino el del estómago, pues todo se
sacrificaba. Bonis no tenía ni amor propio ni náuseas; el olfato parecía haber
desaparecido con el sentimiento de la propia dignidad. ¿Qué era aquello? Lo que
antes era para la esposa autocrática la única gracia de su marido, ahora
comenzaba a convertirse en motivo de sospechas, de cavilaciones. ¿Por qué calla
tanto? ¿Por qué obedece tan ciegamente? ¿Es que me desprecia? ¿Es que encuentra compensación
en otra parte a estos malos ratos? Un día
Emma, a gatas sobre su lecho, se recreaba sintiendo pasar la mano suave y
solícita de su marido sobre la espalda untada y frotada, como si se tratase de
restaurar aquel torso miserable sacándole barniz. «¡Más, más!», gritaba ella,
frunciendo las cejas y apretando los labios, gozando, aunque fingía dolores,
una extraña voluptuosidad que ella sola podía comprender.
Bonis,
sudando gotas como puños, frotaba, frotaba incansable, con una sonrisa poco
menos que seráfica clavada en el apacible rostro: sus ojos, azules y claros,
muy abiertos, sonreían también a dulces imágenes y a deleitosos recuerdos. En
vano Emma refunfuñaba, se quejaba, le increpaba y con palabras crueles le
ofendía; no la oía siquiera; cumplía su deber y andando.
Volvió
ella la cabeza hacia arriba, y al ver [124] la expresión de beatitud de aquella cara, quedose pasmada
ante semejante alarde de paciencia y humildad absoluta.
-A
este algo le pasa, algo muy raro... Parece más tonto que de costumbre, y al
mismo tiempo en esa cara hay una expresión que yo no he visto nunca.
-¿Sabes que andas distraído,
joven?
Aquel
joven era la tremenda ironía de la mujer que, viéndose mustia y
enfermiza, recordaba al tierno esposo que él envejecía, gracias, no sólo a los
años, sino también a los disgustos de aquella servidumbre conyugal.
El
joven no contestaba cosa de sustancia y entonces ella le miraba de hito
en hito, y daba vueltas alrededor de él, para ver si por algún lado estaba
abierto y se le veía el secreto que debía de tener entre pecho y espalda.
Después le olfateaba. Le daba el corazón que por el olfato habían de empezar
los descubrimientos... ¿A qué olía aquel hombre? Olía a ella, a los ungüentos
con que la frotaba, al espliego y alcanfor de su jurisdicción ordinaria. «Habrá
que olerle cuando venga de fuera, de la calle». Y le despachó, como casi
siempre, con cajas destempladas.
Emma
dormía mucho, y aun despierta tenía necesidad de estar completamente sola
muchas horas, porque además de las intimidades [125] a que podía y debía asistir
Bonifacio, había otras más recónditas que no podía presenciar ni el marido;
eran unas las del tocador, secreto de secretos, y otras misteriosas manías de
cuya existencia no quería ella que supiese nadie. Añádase a esto que había
conservado la mala costumbre de soñar despierta horas y horas en su lecho,
antes de levantarse, y en tales deliquios de la pereza, así como en las
frecuentes rachas de murria, Emma no toleraba la presencia de ningún semejante.
Por todo lo cual, Bonis, a pesar de la estricta sujeción de sus tareas de
marido enfermero, tenía por suyo mucho tiempo; el caso era ser exacto a las
horas de servicio; de las demás no pedía cuentas el tirano. Todas las que, tiempo atrás, vivía Reyes olvidado por el
mundo entero, sin tener que dar noticia de su empleo a nadie, a fuerza de ser
él persona insignificante, ahora las dedicaba, siempre que había modo, a su
amor. Veía a
Serafina en el teatro, en la posada y en los largos paseos que daban juntos por
parajes muy retirados o lejos de la ciudad.
Aquel
día, después de lavarse bien con esponjas grandes y finas, género de limpieza
que había aprendido observando a la Gorgheggi en su tocador, salió saltando las
escaleras de dos en dos. [126]
Y
se decía: «¿Qué me importa ser aquí esclavo y oler a botica que apesto, si en
otra parte soy dueño del más hermoso imperio, árbitro de la voluntad más digna
de ser rendida, y me aguarda lecho de rosas y de aromas, que no sé si serán
orientales, pero que enloquecen?».
Seguro
estaba Bonis de que era aquel vivir suyo un rodar al abismo; que no podía parar
en bien todo aquello era claro; pero ya... preso por uno... y además, en los
libros románticos, a que era más aficionado cada día, había aprendido que a
«bragas enjutas no se pescan truchas»; que un hombre de grandes pasiones, como
él estaba siendo sin duda, y metido en aventuras extraordinarias, tenía que
parar en el infierno, o, por lo menos, en las garras de su mujer y en un corte
de cuentas de D. Juan Nepomuceno. Al pensar en D. Juan tembló de frío, porque
se acordó de que los siete mil reales de la restitución providencial
habían ido evaporándose, hasta quedar reducidos, en el día de la fecha, a dos
mil. Lo demás había parado en manos de Serafina, ya en forma de regalos, ya en
dinero, pues cierta clase de gastos indispensables no había tenido valor para
hacerlos por sí mismo, temiendo que el secreto de sus amores pudiera ser
conocido y divulgado por los comerciantes. ¿Con qué cara iba él a pedir en una
tienda de su pueblo polvos de [127] arroz de los más finos, ligas de seda, medias bordadas y
pantalones de mujer con el jaretón por aquí o por allá?
En cuanto a Mochi, no se había vuelto a acordar para nada
de dinero, ni para pedirlo, ni para pagar lo que debía. «En la cuestión de
cantidades» no quería pensar Reyes; se figuraba que toda la deuda del Estado
era cosa suya, la debía él. ¡Primero mil reales, después seis mil, ahora los
siete mil de la restitución... el mundo, el mundo entero en forma de guarismos!
No, no contaba él así; no se representaba las cantidades fijas, ni menos la
suma de todas; él recordaba que primero había prestado lo que no tenía; después
muchísimo más, y, por último, que había cometido el gran sacrilegio de profanar
una cantidad sagrada, producto del secreto del confesonario, empleándola en un
corsé regente, en unos búcaros con chinos pintados, en sortijas, flores y
pantalones de señora... ¡Horror! «Sí, horror, pero ¿y qué se le iba a hacer?
Preso por uno... Aquella misma atrocidad de haber gastado tanto dinero que no
era suyo demostraba la intensidad, la fuerza irresistible de su pasión. Pues
adelante». Cierto era que quedaba el rabo por desollar. D. Juan Nepomuceno le
tenía cogido por las narices, y podía hacer de él lo que le viniese en
voluntad. [128]
Poco
a poco la figura de Nepomuceno, del odiado y odioso Nepomuceno, había ido
creciendo a los ojos de la imaginación espantada de Bonis; sobre todo, las
patillas cenicientas, en que el desgraciado veía el símbolo de todas las
matemáticas aplicadas a la hacienda, el símbolo de los aborrecibles intereses
materiales, del negocio, de la previsión y del ahorro... y la trampa si a
mano viene; aquellas patillas habían subido, tocado las nubes, y en el inmenso
abismo hundían los lacios hilos grises de sus puntas. ¡Rayo en ellas! Bonis,
que amaba las letras, aborrecía los guarismos, y en punto a aritmética, decía
él que todo lo entendía menos la división; aquello de calcular a cuántos
cabían tantos entre tantos, siempre había sido superior a sus fuerzas; al
llegar a lo de tantos entre tantos no caben (o no cogen, como él solía
decir), sudaba y se volvía estúpido y sentía náuseas; pues bien, Nepomuceno,
sólo con su presencia, hasta en idea, le producía el mismo efecto que una
división en que sobraba algo; no le cogía el tal Nepomuceno.
Y
eso que el muy taimado callaba como un bellaco. Ni una palabra le había dicho
después de haber descubierto y pagado el préstamo famoso de D. Benito. Es claro
que tampoco Bonis había abordado la cuestión; en este particular estaba el
escribiente como el condenado [129] a muerte que, con los ojos tapados, aguarda el golpe del
verdugo, y con gran sorpresa, pero sin perder el miedo, siente que el tiempo
pasa y el golpe no llega. De otra manera también se figuraba su situación
Reyes, fecundo siempre en alegorías y toda clase de representaciones
fantásticas; se figuraba que a sus pies había una gran mina, que él estaba
seguro de que el fuego había prendido en la mecha... ¿Por qué no venía el
estallido? ¿Se había mojado la pólvora? ¿Se había mojado la mecha? No; él
estaba convencido de que Nepomuceno estaba seco y bien seco; sería que la mecha
era más larga que él había pensado; el fuego iba dando rodeos, pero el
estallido vendría, ¡no podía faltar! Aun así, daba gracias a Dios por aquel
plazo, que le permitía entregarse a su gran pasión sin complicaciones
económicas, que todo lo hubieran aguado.
Llegó
Bonis al ensayo oliendo a agua de colonia, risueño y arrogante hasta el punto
que él podía serlo. Gran algazara había en el escenario. Aquel día era de los de
sol allí dentro, a pesar de que poca luz podía entrar hasta la escena y la
sala por las puertas de los palcos y los ventiladores del techo; el sol que vio
allí Reyes era un sol moral (quería decirse que todos estaban
contentos); Mochi había pagado y las rencillas habían concluido, o, por lo
menos, [130] quedaban escondidas; el barítono embromaba a la contralto,
el director de orquesta al bajo, Mochi a una señora del coro, y la Gorgheggi
iba y venía repartiendo sonrisas y saludos con voz de pájaro; para todos tenía
inocentes coqueterías, agasajos de voz y de gesto: para los de la escena, para
los señores de las bolsas o faltriqueras, y hasta para tal o cual músico que
había desafinado o perdido el tiempo. Serafina, radiante, se lo perdonaba con
una interjección o una inclinación de cabeza, y cargaba con la responsabilidad.
Tal vez el director decía: «¡Cristo!» y miraba con fingido enojo al trompa, y
entonces ella encogía los hombros y mordía la punta de la lengua con picardía
de colegiala, para decir enseguida, llena de abnegación:
-Maestro,
maestro... senti, non e'colpevole, questo signore, sono io.
¡Qué música de voz! ¡Qué
corazón!, pensaba Bonis, que entraba en el palco de sus amigos. [131]
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