- XII -
Ardían
en las arañas de cristal muchas docenas de bujías de esperma; allá, al extremo
del salón, sobre una plataforma improvisada, la respetable orquesta de los
músicos sedentarios, de los profesores indígenas, inauguraba la fiesta con una
sinfonía de su vetusto repertorio: allí estaba el trompa, refractario al
italiano y a la afinación; allí el espiritual violinista Secades, que había
soñado con ser un segundo Paganini, que había pasado noches y noches, días y
días, buscando en las cuerdas, acariciadas por el arco, ora lamentos de amor
sublime, ora imitaciones exactas de los ruidos naturales; v. gr.: los rebuznos
de un jumento. ¡Sarcasmo de la suerte! El rebuzno lo había dominado; su arco
había llegado a hablar como la burra de Balaam; pero la inefable cantinela del
amor, los ayes de la pasión [236] sublime, los reservaban aquellas
cuerdas para otro arco amante, no para el de Secades. El cual, ya maduro y
desengañado, iba prefiriendo su otro oficio de zurupeto, y más atendía ya a la banca
y sus gajes que al arte que meciera sus sueños infantiles. Tocaba ya por ganar la pitanza, medio dormido, como sus
compañeros, sin fe, sin emulación, apenas conservando un poco de cariño
melancólico y de respeto supersticioso a la buena música, a la antigua,
despreciando las novedades que traían las compañías de algunos años a aquella
parte. Allí estaba también el antiguo figle, don Romualdo, calvo, digno, de
gran panza; en la catedral chirimía, en todo lo profano figle; casi una gloria
provincial. Todo el pueblo, hasta los sordos, reconocía que era maravilloso lo
que hacía con su extraño instrumento aquel hombre; le hacía llorar, reír, hasta
casi casi toser. Pues a pesar de tanta fama, la fuerza del tiempo, el desgaste
de la admiración, habían echado sobre la celebridad de don Romualdo una capa
espesa de indiferencia pública; bien conocía él que sus paisanos, sin poner un
momento en duda su grandeza, se habían cansado de admirarle; sobrellevaba estas
contrariedades ineludibles con una melancolía filosófica y taciturna; seguía
tocando con el esmero de siempre, aunque ya en vano. [237] En resumidas
cuentas, estaba triste, desengañado, ni más ni menos que su compañero Secades;
él, sin ilusiones, de vuelta ya de la gloria, yacía en el mismo surco de resignación
fría y amarga en que se había acostado Secades, camino de la celebridad. Todo
era igual: no haber subido al templo de la Fama y estar de vuelta. A
pesar de contarse entre aquellos respetables profesores estas y otras
notabilidades, la orquesta sonaba como los tornillos de una máquina sin aceite;
los instrumentos de cuerda estaban asmáticos, sonaban a la madera, como sabe la
sidra al barril; los de bronce eran estridentes sin compasión; bastaba uno de
aquellos serpentones para derribar todas las fortificaciones de cinco Jericós.
Afortunadamente el público filarmónico oía la orquesta como quien oye llover.
Emma
entró en el salón después de ejecutado el primer número del programa; atrajo la
atención por dos cosas; por su vestido carísimo y llamativo, y por venir
colgada del brazo del alemán, del ingeniero Körner, un hombre gordo, alto,
encarnado, de ojos de niño llorón, azules, claros, muy hundidos. Parecía un
gran cerdo muy bien criado, bueno para la matanza, y era un hombre muy espiritual,
enamorado de Mozart y de los destinos de Prusia. Hablaba español como si
estuviera inventando [238] una lengua con palabras cuasi castellanas y giros cuasi
alemanes. Era un soñador, pero capaz de llevar una fábrica en la punta de cada
dedo, y como contable, como él decía, nadie le ponía el pie delante.
Sabía de todo, despreciaba a los españoles disimulándolo, idolatraba a su hija
Marta, y venía a hacerse rico.
Detrás
de esta pareja entraron, también del brazo, Marta Körner y Bonis; les seguía de
cerca, solo, D. Juan Nepomuceno, que parecía haberse azogado las patillas, que
semejaban pura plata. Marta Körner era una rubia de veintiocho años, muy
fresca, llena de grasa barnizada de morbidez y suavidad; su principal mérito
físico eran sus carnes; pero ella buscaba ante todo la gracia de la expresión y
la profundidad y distinción de las ideas y sentimientos. Hablaba siempre del
corazón, llevándose la mano, que era un prodigio, al palpitante seno, que era
toda una obra de fábrica del nácar más puro. Atribuía al subsuelo de aquella
accidentada naturaleza los verdaderos tesoros de su persona; pero los
inteligentes, Nepomuceno entre ellos, estimaban en más el derecho de
superficie.
Marta
disentía de su padre en sus amores musicales; estaba por Beethoven; en lo que
estaban de acuerdo era en la necesidad imprescindible [239] de hacer una
fortuna, o media, a más no poder. Körner había venido directamente de Sajonia a
dirigir una fábrica de fundición, establecida por un industrial al pie de unas
minas de hierro, en la región más montañosa de la provincia; allá, hacia donde
tenían sus guaridas los Valcárcel pobres y huraños. El primo Sebastián, algo
más comunicativo, que iba y venía de la ciudad a la montaña, fue quien presentó
al Sr. Körner a Nepomuceno. Al principio, el alemán y su hija vivieron en los vericuetos, sin pensar en
que a pocas leguas había una ciudad que podía recordarles, remotamente, la
civilización y cultura que dejaban en su tierra. Aunque rodeados, como decía
Sebastián, de todas las comodidades que podían ser arrastradas casi con grúa,
hasta las alturas en que moraban, los alemanes vivían a lo aldeano, por lo que
toca a sus relaciones sociales. Empezaron a aprender español en el dialecto del
país, oscuro y corrompido; todo su espiritualismo se iba embotando, y por más
que procuraban mantener el fuego sagrado de la idealidad a fuerza de sonatas
clásicas, tocadas por Marta en un piano de cola, y a fuerza de libros y
periódicos ilustrados que su padre hacía traer de Alemania, ello era que el medio
ambiente les invadía y transformaba; el desdén con que [240] al principio miraron y trataron a la
gente tosca, en medio de la que tenían que vivir, se fue cambiando
insensiblemente en curiosidad; llegó a ser interés, imitación, emulación, y el
orgullo ya no consistió en despreciar, sino en deslumbrar. Körner quiso lucirse
entre montañeses rudos, y como allí no le valían sus habilidades de dilettante
de varias artes y lector sentimental, tuvo que aprovechar otras cualidades,
más apreciables en aquella tierra, como, v. gr., la gran fortaleza y capacidad
de su estómago. No se le comenzó a tener en tanto como él quería, hasta que
corrió por uno y otro concejo montañés la noticia, verdadera, de que en una
apuesta con un capataz de las minas le había dejado el alemán al español en la
docena y media de huevos fritos, mientras él, Körner, llegaba a tragarse las
dos docenas muy holgadamente, y ponía remate a la hazaña engulléndose dos
besugos. Esto era otra cosa; y los que habían permanecido indiferentes ante las
guerras gloriosas del Gran Federico, de que Körner se envanecía como si fuera
nieto del ilustre Monarca; los que oían hablar de Goëthe 14y de Heine, y de Hegel, como
quien oye llover, llegaron a reconocer el glorioso porvenir de la raza que
criaba tan buenos estómagos. Añádase a esto
que el ingeniero jugaba a los bolos con singular destreza y [241] con una
fuerza de muchos caballos, o por lo menos, de dos o tres aldeanos de aquellos.
Con esta y otras análogas cualidades, consiguió ganar las simpatías y hasta la
admiración por que había llegado a suspirar de veras. Pero este género de
gloria acabó por cansarle, y sobre todo le repugnó al cabo, por el peligro, que
vio al fin patente, de convertirse en un oso metafísico y filarmónico, pero
oso, en un Ata Troll de carne y hueso. Engordaba demasiado, olvidaba sus
meditaciones trascendentales..., y sus gustos sencillos, fácilmente satisfechos
con la vida montañesa, le apartaban de los complicados planes de medro y vida
regalada que había traído de su país. Además, en la fábrica de la montaña,
aunque bien pagado, considerado y satisfecho en punto a comodidades materiales,
pues tenía buena casa, gajes y atenciones, al fin no prosperaba, no podía
hacerse rico. Ensayó el proyecto de convertirse en socio industrial, pero cedió
ante las dificultades que el propietario a solapo le fue poniendo. Con esto se
le agrió el humor, y comenzó a desear con mucha fuerza salir de aquella vida
troglodítica, hacerse valer más, y poner al alcance de la demanda la
honesta oferta de los encantos, cada vez más exuberantes, de su hija Marta, por
la cual iban también pasando los años, pero inútilmente, allá [242] en los
montes. Sin dejar la fábrica, con pretexto de su servicio, Körner menudeó sus
visitas a la capital, a caza de algún negocio que le pareciera de más porvenir
que el de allá arriba; y en uno de estos viajes fue cuando el primo Sebastián
le hizo trabar conocimiento con Nepomuceno. El alemán, que era sagaz y hombre
de mundo, comprendió pronto cuál era el papel del hacendista en casa de su
sobrina: vio claramente que allí había dinero, y que este dinero se iba por la
posta, y que la dirección de la corriente de aquel río de plata era, o él no
entendía de corrientes, camino del bolsillo de Nepomuceno, aunque con grandes
pérdidas y derivaciones, en una delta de despilfarros, que iban a
enriquecer el caudal de modistas, comerciantes de telas, sombreros, joyas, sin
contar con las tiendas de ultramarinos, confiterías, mercados de caza y pesca,
etc., etc. Körner comenzó a marear a Nepomuceno persuadiéndole primero de que
él, Nepomuceno, tenía un verdadero talento de contable, era un Necker...
oscurecido, ocioso; con otro horizonte, brillaría como estrella de primera
magnitud en el cielo de la Administración y de la Hacienda. En conciencia,
según Körner, estaba Nepomuceno obligado a dar a tales facultades un empleo más
digno de ellas que la simple mayordomía a que, en suma, estaba [243] limitado.
Más era: en interés de la ruinosa casa Valcárcel, que por lo visto iba a menos
por culpa de los despilfarros de Emma y los gastos secretos de su marido, debía
Nepomuceno poner aquel todavía sano capital a parir, a producir algo más que el
irrisorio tanto por ciento de la renta territorial. Tanto foro, tanta casería atómica,
eran cosa ridícula. ¡Sursum corda! ¡All right! ¡Desenmoheceos!
Venga ese stock a la industria, y hablaremos. A esta clase de argumentos
se añadían, por vía de adorno, aperitivo y complemento, otros de carácter
general; v. gr.: lo atrasada que estaba España, a pesar de la riqueza del suelo
y el subsuelo; en concepto de Körner, tenían la culpa la Inquisición y los
Borbones, y después el mal ejercicio del régimen constitucional, que ya de por
sí no era bueno. Con este motivo, se lamentaba de la general decadencia
española, y hasta llegaba a hablarle a Nepomuceno del probable renacimiento del
teatro nacional, si todos hacían lo que a él le aconsejaba: poner en movimiento
los capitales, sacar partido de los tesoros de la tierra. No sabía Körner que
Nepomuceno ignoraba que hubiéramos tenido en otros siglos un teatro tan
admirable; y así, por este lado, poco habría sacado de él. Pero lo que no hizo
en su ánimo la idea patriótica de contribuir al renacimiento del espíritu
nacional, [244] mediante el movimiento industrial bien dirigido, lo
hicieron los ojos, y más eficazmente las carnes de Marta, que poseían una
virtud magnética sobre los sentidos de Nepomuceno. La primera vez que la vio,
en la primera visita que hizo a Körner, con motivo de enseñarle este ciertos
planos y un presupuesto de una fábrica de productos químicos, gran proyecto del
alemán; la primera vez que la vio, se quedó con la boca abierta, pasmado,
sintiendo en la garganta hormigueos, y en todo su cuerpo una súbita juventud
que no había tenido, propiamente hablando, en toda su vida. ¡Aquellas eran las
carnes que él había soñado!
Estaban
en la escalera (porque Marta le había abierto la puerta), ella muy mal vestida,
desaliñada, pero aún más llamativa y seductora cuantos menos trapos discretos
la cubrían. Nepomuceno la tomó por criada. Subió, saludó a Körner, y a los
pocos minutos, sintiendo absoluta necesidad de volver a ver a aquella chica,
dijo:
-Si
me hiciera usted el favor de mandar servirme un poco de agua...
El
plan de Nepomuceno fue quitarle aquella doméstica a Körner y ponerle casa...; y
aunque fuera casarse con ella. Tenía que ser suya. ¡Qué ojos, qué carnes!
Se
relamía pensando que iba a verla otra [245] vez, que iba a entrar con un vaso de agua.
Pero
el agua la trajo una verdadera fregona. Hasta el día siguiente no supo
Nepomuceno que su dulce tormento era Marta en persona; le dio a Sebastián señas
de la divinidad, y... era Marta.
Una
semana después la hija de Körner cantaba al piano una sentimental canción, un lieder
titulado Vergiesmeinicht, «no me olvides», que no era el de Goëthe,
sino mucho más meloso; y al dedicárselo, con la mirada expresiva y los gestos
lánguidos, al administrador de las plateadas patillas, le dejaba para siempre
rendido a sus encantos y le hacía copartícipe de aquellos sentimientos de sensucht,
que él, Nepomuceno, no sospechaba que existieran. Por aquellos días tuvo D.
Juan ocasión de enterarse de quién era Fausto, y del pacto que había hecho con
el demonio; y adquirió la noción de Margarita, rubia, pobremente vestida, con
los ojos humillados y con un cántaro debajo del brazo, camino de la fuente.
Margarita era su Marta, aquella señorita tan gruesa, tan blanca, tan fina de
cutis y tan espiritual, que le había revelado en pocas horas un mundo nuevo: el
de los amores reconcentrados y poéticos. Él quería ser Fausto para rejuvenecerse,
sin vender el alma al diablo, no por nada, sino porque el diablo no aceptaría
el [246] contrato. Tampoco pensó en teñirse las patillas, sino en sobredorarlas,
es decir, en dejar adivinar a los Körner que no en vano ni de balde se era ministro
de Hacienda en casa de los Valcárcel años y más años. Tardó poco tiempo el
alemán en comprender el efecto que había producido su hija en el árbitro de las
rentas de Emma; y de una en otra conferencia acerca de la proyectada fábrica de
productos químicos, le fue metiendo en casa. Nepomuceno ya no podía pasar el
día sin su correspondiente sesión de planos y presupuestos. Körner colocaba en
su despacho (pues aunque vivían interinamente en la ciudad, tenían casa puesta,
pero casa que era de la Empresa de la Montaña); colocaba sobre la mesa de
trabajo, hecha de un gran tablero, unos libros enormes de comercio, llenos de
cálculos y partidas imaginarias, de una especie de novela de contabilidad que
él había imaginado. Nepomuceno, a pesar de sus conocimientos y experiencia en cuentas
complicadas y oscuras, se quedaba sin entender palabra. Al lado de aquellos
libros, que parecían los del coro del Escorial, extendía Körner sus planos
pintados primorosamente en papel tela. Allí ya tenía algo que admirar Nepomuceno
espontáneamente, pues supo que la misma Marta ayudaba a su padre a trazar
aquellas rayas gordas que parecían el [247] arco iris. Muchas veces la señorita de la casa asistía a
las conferencias de su padre, como en calidad de ayudante, y arrollaba y
desarrollaba planos, y ponía los finísimos dedos sobre los puntos en que había
que estudiar; y con estos y otros motivos, pasaba y repasaba cien veces junto a
Nepomuceno, y le rozaba con sus vestidos, y hasta le hacía sentir, en
ocasiones, por descuido, el peso dulcísimo, pero abrumador, de su cuerpo: en
fin, le mareaba, le enloquecía, y el tío de Emma no podía vivir ya sin aquellas
confidencias económico-técnicas acerca de la fábrica de productos químicos.
Llegó a creerse enamorado del proyecto; no podía menos de producir montones de
oro aquella fábrica, que, sin salir de los planos, ya le tenía a él la química
orgánica en revolución, y le convertía en minutos las breves horas de
aquellas interesantes explicaciones. Quedaron el alemán y el español en que no
faltaba más que dinero para que el proyecto colosal se pusiera en práctica y
marchara como una seda. Faltaba dinero... pero
ya parecería. Entretanto, Nepomuceno insinuó en el ánimo de padre e hija la
necesidad de acoger con benevolencia la debilidad de corazón que él dejaba
entrever discretamente. Marta, en vez de repugnar la confesión implícita de
aquella pasión, que no sería ella quien [248] la calificase de senil, en vez de rechazar las veladas
galanterías del nuevo amigo de su padre, le daba a entender con sonatas de
música filosófica, reposada y trascendental, que ella, a pesar de las
apariencias, daba poca importancia a lo físico, despreciaba la acción del
tiempo sobre los organismos, y atendía directamente al elemento eterno del
amor, del amor, que nunca es machucho. En fin, que lo que faltaba era dinero;
la fábrica y la pasión marcharían en perfecta armonía y con toda prosperidad,
en cuanto pareciese el capital que era necesario para su movimiento. A medias
palabras, y hasta por señas, comprendieron los Körner la conveniencia de
tratar, y tratar con la mayor amabilidad posible, a Emma Valcárcel. No fue
ardua empresa la del tío, que se propuso conseguir estas relaciones justamente
en la época en que Emma decretó echarse al mundo y gozar de su riqueza mermada
y de cuanto estuviese en sus manos, sin límites ni remordimientos. Así, el
conocimiento superficial, de mero cumplido, que ya había de tiempos atrás, por
intermedio del primo Sebastián, entre la Valcárcel y los alemanes, se convirtió
fácilmente en amistad asiduamente cultivada, en una amistad casi íntima, que se
iba estrechando, estrechando, según Emma entraba más y más por los anchos y
suaves senderos [249] de su nueva vida. La Valcárcel, como ya se ha dicho, tenía
en sus planes de venganza respecto del ladrón de su tío, la idea de
corromper a Marta, después de casada con Nepomuceno. Le encontraba ella
muchísima gracia a la ocurrencia. Por eso se prestó gustosa a estrechar
relaciones con los Körner; lo que no podía calcular era que Marta le iba a
entrar por el ojo derecho, y a conquistar su afecto extremoso con la seducción
singularísima de su intimidad mujeril, nerviosa, llena de novedades 15,
picantes y pegajosas, para la pobre Emma, cuya depravación natural no había
tenido hasta entonces ningún aspecto literario ni romántico-tudesco.
Marta, virgen, era una bacante de pensamiento, y las mismas lecturas
disparatadas y descosidas que le habían enseñado los recursos y los pintorescos
horizontes de la lascivia letrada, le habían dado un criterio moral de una
ductilidad corrompida, caprichosa, alambicada, y, en el fondo, cínica. Un
hombre, por estrechas que fuesen sus relaciones con la señorita Körner, jamás
podría saber el fondo de su pensamiento y de sus vicios, porque del pudor no le
quedaba a ella más que el instinto del fingimiento y la sinceridad de la
defensa material, hipócrita, contra los ataques del macho; Marta podría
acompañar al varón en los extravíos lúbricos a que [250] él la
arrojase, pero siempre le ocultaría otra clase de corrupciones morales, de
depravación ideal que llevaba ella dentro de sí, y que sólo podría confiar a
otra mujer en que encontrase simpatías de temperamento y de desvaríos
sentimentales. Emma
y Marta se entendieron pronto, y a las pocas semanas de tratarse con frecuencia
y confianza, ya se las oía, allá, a lo lejos, en el gabinete de la Valcárcel,
reír a carcajadas, con risas histéricas; y cuando se presentaban a los hombres,
a Nepomuceno, Körner y Bonis, después de estas alegres confidencias, llenas de
secretos y malicias, sonreían con sonrisas que eran señas y burlas mal
disimuladas de los santos varones que eran incapaces de penetrar los misterios
de la amistad retozona y llena de cuchicheos de la española y la tudesca. Marta
hacía alarde de tener un carácter complicado, que el vulgo no podía comprender;
hablaba mucho de la moral vulgar, por supuesto cuando trataba con personas que
ella creía capaces de entenderla. Su alegría, su afán de jugar, saltar,
levantarse de noche en camisa para dar sustos a las criadas, correr por la casa
y volverse al calor del lecho, palpitante de emoción y voluptuosidad jaranera,
eran un contraste, una antítesis, decía ella, de su exquisita
sensibilidad, del clair de lune que llevaba en el alma. Bueno, [251] «peor para los necios que no
eran capaces de entender estas contradicciones». Era católica, como su padre, y
afectaba haber escogido la manera devota de las españolas como la
fórmula que ella había soñado, como si su alma hubiese sido española en religión
antes de aparecer en Alemania. Una nota nueva,
sin embargo, tenía en su opinión su religiosidad, la nota artística que
no encontraba en la dama española. Marta, entusiasta de El Genio del
Cristianismo, lo entendía a su modo, lo mezclaba con el romanticismo gótico
de sus poetas y novelistas alemanes, y después, todo junto, lo barnizaba con
los cien colorines de sus aficiones a las artes decorativas y del prurito
pictórico. Aunque enamorada de la música, amaba el color por el color, y daba
suma importancia al azul de la Concepción y al castaño oscuro de Nuestra Señora
del Carmen; hablaba ya de la capilla Sixtina, conversación inaudita en
la España de entonces, y de las maravillas que había ella visto en Florencia y
otras ciudades de Italia, por donde había viajado con su padre. Lo que no confesaba Marta era
que su afición más sincera, más intensa, consistía en el placer de que le
hicieran cosquillas, en las plantas de los pies particularmente. Debajo de los
brazos, en la espalda, en la garganta, se las habían hecho muchas personas, [252] hombres inclusive; pero, en
cuanto a las plantas de los pies, es claro que sólo de tarde en tarde conseguía
encontrar quien la proporcionase ocasión de gozar de aquellas delicias: alguna
criada con quien había intimado, alguna amiga aldeana... y ahora Emma, de quien
a los dos meses de trato había conseguido este favor sibarítico, que la
Valcárcel, muerta de risa, otorgó gustosa. Ella
también quiso probar aquel extraño placer que tanto apasionaba a su amiga; pero
no le encontró gracia, y además no podía resistir ni medio segundo la
sensación, que la excitaba en balde. En el alma fue donde se dejó hacer cosquillas Emma por
las sutilezas psicológicas y literarias de su amiga. ¡Qué cosas supo por
aquella mujer! Había en el mundo, sin que lo sospechara Emma, dos clases de seres,
los escogidos y los no escogidos, las almas superiores y las vulgares. El toque estaba en ser alma escogida, superior; en
siéndolo, ¡ancha Castilla!, ya no había moral corriente, vínculos sociales
ni nada; bastaba con guardar las apariencias, evitar el escándalo. El amor y el
arte eran soberanos del mundo espiritual, y el privilegio de la mujer ideal,
superior, consistía en sacar partido del arte para el amor. La mujer hermosa,
sentimental, poética y dilettante, era el premio del artista, y el
placer de premiar al [253] genio el más sublime que Dios había concedido a sus
criaturas. Marta, aún muy joven, había sido novia, en Sajonia, de un gran
músico, un especialista en el órgano; y a un pintor que imitaba a Rembrandt le
había otorgado favores de índole íntima, familiar, aunque es claro que sin
menoscabo de la virginidad material, que tenía que estar reservada para
el filestin, así decía, con quien no tendría inconveniente en casarse.
Porque era necesario ser rica; no por nada, sino por poder satisfacer las
necesidades estéticas, que cuestan caras, toda vez que en la estética entraría
el confort, los muebles de lujo, de arte, el palco en la ópera, si la
hay, etc., etc. Su ideal era casarse con un hombre ordinario muy rico, y
proteger con el dinero de aquel ser vulgar a los grandes artistas,
reservando su amor para uno o más de estos, porque también era una vulgaridad
la constancia unipersonal. Como Marta leía muchos libros de literatura
española antigua, cosa de moda entre los literatos de su tierra, ponía por
modelo de su teoría a la mujer del Celoso extremeño, que sin cometer, lo
que se llama cometer, adulterio, había dormido abrazada al gallardo Loaisa, sin
pecar sino con el pensamiento. El Celoso extremeño había sido tan noble,
que se había muerto dejando a su esposa toda su fortuna y el encargo de casarse
[254]
con su amante; pero como los maridos modernos y de la impura realidad no eran
tan generosos como Carrizales, lo que debía hacer la mujer superior era sacarle
el jugo crematístico al esposo lo más pronto que pudiese. Todo esto, dicho de
muy diferente manera, pero en forma pedantesca siempre, se iba metiendo por el
deseo de Emma, la cual, por cierto cansancio del organismo y depravación moral,
sutil y retorcida, que era el fondo de su alma, hallaba un sabor superior a
toda delicia en las aventuras en que superaban la malicia y el engaño al placer
material conseguido como resultado de las artimañas. Engañar por engañar era lo
mejor. Sin embargo, reconocía que debía de ser manjar de los dioses el tener relaciones
con un hombre superior, con un artista, por ejemplo, con un barítono tan guapo
y famoso como el celebrado Minghetti. No se lo negó Marta, quien,
confidencia por confidencia, recibió con gusto y con amplio criterio de
benevolencia el secreto de Emma relativo a sus coqueterías con el barítono de
la compañía tronada. En el fondo, la alemana compadeció a su amiga, pues si bien
había ella misma contemplado sin enojo una y otra vez el buen talle y el calzón
ajustado del rey - no importa cuál - en tal o cual ópera, del rey Minghetti, no
veía por dónde se podía clasificar a [255] tan bien formado cantante en la categoría de los hombres
superiores y verdaderamente artistas. Pero no había que ser exigente. Ella, es claro que estaba
por encima de tales aficiones. Su prurito, aparte el de las cosquillas, era
escribir cartas entusiásticas y confidenciales a sus autores predilectos; unos
le contestaban, otros no; pero solía mandar su retrato con sus confesiones
epistolares, y más de un escritor se animó, en consideración, a la buena moza
que envolvía aquel espíritu repugnante, a entablar correspondencia; y así tuvo
ella más de dos amores ideales y platónicos... por escrito. Poseía,
además, un álbum de intimidades, ilustrado por muchas firmas
desconocidas y algunas notables, en que se contestaba a las consabidas
preguntillas: ¿Cuál es vuestro color predilecto? ¿Y la virtud predilecta? ¿Qué
autor preferís?, etc., etc. A una mujer que sabía, por ejemplo, que a Litz le
gustaban las trufas, y había llorado confidencialmente con las penas
ocultas de un poeta de la Joven Alemania, tenía que parecerle poco
hombre, aunque bien formado, el barítono de la compañía de Mochi.
El
cual, acompañado de Serafina y del barítono, entraba en el salón cuando acababa
de cantar una romanza italiana un aficionado de la localidad, de oficio
relojero, y tenor suprasensible, [256] como le llamaban los chuscos, porque cuando tenía que
subir a las notas más altas desaparecía su voz, como si la llevasen en globo al
quinto cielo, y no se le oía por más que gesticulaba; parecía estar hablando
desde muy lejos, desde donde podía ser visto, pero no oído. Aún se reía el
público disimuladamente del tenor suprasensible, cuando la atención general
tuvo que volverse a contemplar la hermosura de Serafina, que con la mirada
humilde, exhalando modestia, además de muy buenos y delicados olores, llegaba,
vestida de negro, con gran cola, enseñando los blanquísimos hombros y las
primorosas curvas del seno, al pie de la plataforma, donde el presidente del
Casino la aguardaba para darle el brazo, subir con ella las dos gradas que la
separaban del piano, y dejarla, previa una gran inclinación de cabeza, junto a
Minghetti, que, de frac y corbata de etiqueta, paseaba los blancos dedos, de
uñas sonrosadas, por el amarillento teclado, haciendo prodigios de elegante
habilidad por aquellas octavas adelante.
Bonis había desaparecido; poco después hablaba con Mochi en
un gabinete cercano. Nepomuceno y Körner acompañaban a Emma y a Marta, todos
sentados en una de las primeras filas, que siempre quedaban, en casos tales,
para las señoras que venían tarde; porque [257] las que, para su vergüenza, llegaban temprano, se iban
colocando en lo más escondido y apartado, huyendo, como del diablo, de la
proximidad del espectáculo, como si fuese tomar en él parte el tenerlo muy
cerca. No faltaba señora que confundía a los cantantes con los
prestidigitadores que en el mismo Casino había visto maniobrar, y no quería que
le quemasen el pañuelo, ni aun en broma, ni que le adivinasen la carta que
tenía en el pensamiento.
Emma
no había visto nunca tan de cerca a la Gorgheggi, en la que pensaba tanto de
algún tiempo a aquella parte. La admiraba, como a su pesar; la tenía por una perdida
a la alta escuela... y esto mismo la atraía, a pesar de ciertos asomos
de envidia con que iba mezclada la admiración. Ahora que la tenía a cuatro
pasos, y le podía ver los brazos desnudos, y el talle apretado, y la pechuga,
entre velas de esperma, todo al aire; ahora que podía apreciar sus facciones y
sus gestos, y hasta algo oía de su voz, que parecía que aun hablando cantaba,
ahora Emma, con el pensamiento, la desnudaba más todavía, y le medía el cuerpo,
y le escudriñaba el alma; quería apreciar por la proporción cómo tendría de
gruesas y bien formadas las extremidades invisibles y otras partes de su
cuerpo. Por lo que veía, era muy blanca, [258] y debía de seguir siéndolo; no, no eran polvos de
arroz; era blancura sana, cutis inglés, una verdadera frescura y una hermosura
a prueba de tijeras. Decían que la voz decaía, pero lo que es la lozanía del
cuerpo era bien briosa y bien sólida; no había allí asomos de decadencia. «¡Lo que habría gozado aquella
mujer! ¿Qué les diría a sus queridos?». Emma se acordó del secreto de sus
extrañas expansiones matrimoniales de aquellos últimos tiempos, de aquel
secreto amor material, que le tenía a ratos, allá de noche, entre sueños
y pesadillas, a su bobalicón de Bonis (vergüenza que ni a Marta se atrevía a
confesarle). ¿Les diría a los amantes aquella
guapísima picarona lo que ella le decía a Bonis? Emma se acordó -por primera vez pensó
en ello -, de que tales frases disparatadas ella no las sabía tiempo atrás, de
que era Bonis mismo el que se las había hecho aprender en aquellas locuras de
que jamás hablaban los dos después que amanecía. ¿Sería aquello mismo lo que les decía la cómica a sus queridos? ¿Sería
Bonis uno de tantos? ¿Sería verdad lo que había llegado a sus oídos y lo que
ella había sacado por conjeturas? ¡Parecía imposible! Siendo Bonis tan
majadero, y no disponiendo de un cuarto, ¿cómo le habría querido, ni siquiera
por broma, aquella señorona, quiere decirse, aquella pájara tan señorona, que
parecía una reina? Y sin embargo... podía ser. Había indicios. Y ¡cosa rara!,
ella no sentía celos; sentía un orgullo raro, pero muy grande, así como si a su
marido le hubieran mandado un gran cordón azul o verde del emperador de la
China; o como si Bonis fuese hermano suyo y se hubiera casado con una princesa
rusa... no, no era así; era otra cosa... muy especial. De repente se acordó de las teorías de
la alemana que tenía al lado, de aquello de que el matrimonio era convencional
y los celos y el honor convencionales, cosas que habían inventado los hombres
para organizar lo que ellos llamaban la sociedad y el Estado. Si quería ser una
mujer superior, y sí quería, porque era muy divertido, tenía que renunciar a
las vulgaridades de las damas de su pueblo. En Madrid, en París, en Berlín, las
grandes señoras sabían que sus maridos respectivos tenían queridas y no les
tiraban los platos a la cabeza por eso; lo que hacían era tener queridos
también. Pero Bonis, el bobalicón de Bonis,
¿se había atrevido, sin su permiso... y saliendo de casa a deshora por
lo visto, y?... no, lo que es esto, es claro que había de pagarlo, es claro,
fuese verdad o no; eso era harina de otro costal, y no había alma superior que
valiera; Bonis no era alma superior, y tenía que salirle al pellejo la
picardía... y eso que [260] tenía gracia. No, y bien mirado, ¿por qué no había de querer aquella
perdida a Bonis... en cuanto buen mozo, y rendido, y sano, y servicial? ¿No le había querido ella también? ¿Sería más una cómica
que ella... que iba haciéndose una mujer superior? Sí, y bien superior:
mirándolo bien, lo había sido toda la vida; lo era sin saberlo; antes de que
Marta hubiese parecido por su casa, ya ella tenía el prurito de no enfadarse
por lo que se enfadan los demás, y había discurrido aquello de no alborotar ni
enfurecerse cuando los demás quisieran ni por lo que los demás lo esperasen; y
ya había discurrido la graciosísima idea de vengarse del ladrón de Nepomuceno y
del tonto de su marido poco a poco, y a su manera, y a su gusto y dándoles el
gran chasco. ¡Vaya si había sido siempre una mujer especial, superior!
Serafina,
por disposición de Mocchi, que quiso halagar los sentimientos religiosos del
concurso, cantó una plegaria a la Virgen, de un maestro italiano. El
público, en cuanto cayó en la cuenta de que se trataba de ponerse en relación
con la Divinidad, dejó de hacer ruido con las sillas y los cuchicheos, se
recogió todo lo que pudo y oyó en silencio, como dando a entender que él no
sólo comprendía la sublimidad de los misterios dogmáticos, sino también la
misteriosa relación de la música con lo [261] suprasensible. Serafina, que tanto hubiera dado semanas
atrás por haber sido invitada a pedir para los pobres a la puerta de la
iglesia, aprovechaba aquella ocasión para dar prueba de su acendrada
religiosidad, deshaciendo así los rumores que habían corrido de que era
protestante. La verdad es que estaba muy hermosa con aquel aire de modestia y
de piedad recatada, con aquella frente purísima, algo grande, algo convexa...
y, sin embargo, llena de expresión familiar, dulce, y en aquel momento
religiosa; las ondas del cabello claro, sirviendo de marco vaporoso a la curva
suave de aquella frente pura y blanca, eran símbolo de una idealidad que se
perdía en el ensueño poético.
Bonis,
en cuanto oyó la voz de Serafina elevarse en el silencio del salón, sin pensar
en lo que hacía, sin poder remediarlo ni querer remediarlo, como atraído por un
imán, se aproximó al umbral de la puerta más lejana para escuchar desde allí.
La plegaria italiana, sin ser cosa notable ni muy original, era música buena
para aficionados, música de sentimiento, lenta, suave, nada complicada,
de un patos muy tolerable y sugestivo. «¡Ay -pensó Bonis -, la paz del
alma! En otro tiempo, no hace mucho, yo amaba la pasión, que sólo conocía por
los libros. Pero la paz... la paz del alma, también [262] tiene su
poesía. ¡Quién me la diera!, ¡ay, sí!, ¡quién me la diera! Así era, como aquella
música: dulce, tranquila, sentimiento serio, fuerte a su modo, pero mesurado,
suave, amigo de la conciencia satisfecha, amando el amor dentro del orden de la
vida; como se suceden las estaciones sin rebelarse, como corren la noche y el
día uno tras otro, como todo en el mundo obedece a su ley, sin perder su
encanto, su vigor; así amar, siempre amar, bajo la sonrisa de Dios invisible,
que sonríe con el pabellón de los cielos, con el rozarse de las nubes y el
titilar de las estrellas!». «Mi Serafina, mi mujer según el espíritu, recuerdo
de mi madre según la voz; porque tu canto, sin decir nada de eso, me habla a mí
de un hogar tranquilo, ordenado, que yo no tengo, de una cuna que yo no tengo,
a cuyos pies no velo, de un regazo que perdí, de una niñez que se disipó. ¡Yo
no tengo en el mundo, en rigor, más parientes que esa voz!». ¡Cosa más
particular! Cuando pensaba así, o por el estilo, Bonis, de repente, creyó
entender que el canto religioso de Serafina llegaba a narrar el misterio de la
Anunciación: «Y el ángel del Señor anunció a María...». ¡Disparate mayor! ¡Pues
no se le antojaba a él, a Bonis, que aquella voz le anunciaba a él, por
extraordinaria profecía, que iba a ser... madre; así como suena, madre, no
padre, [263] no; ¡más que eso... madre! La verdad era que las entrañas
se le abrían; que el sentimiento de ternura ideal, puro, suave, pacífico que le
inundaba, se convertía casi en sensación, que le bajaba camino del estómago,
por medio del cuerpo. «¡Esto debe de ser -pensaba -, en eso que llaman el gran
simpático! ¡Y tan simpático! Dios mío, ¡qué delicias; pero qué extrañas!
Estas parecen las delicias de la concepción. ¡Oh, la música así, como esa, con
esa voz, me vuelve casi loco! Sí, sí, disparatado era todo aquel pensar; pero,
¡cómo llenaba el alma! Más que el amor mismo, con otra clase de amor nuevo...
menos egoísta, nada egoísta... ¡qué sabía él!». Tuvo que apoyar la cabeza en la
madera fría del quicio y volverla hacia el gabinete, porque los ojos se le
oscurecían, llenos de lágrimas, y no quería que nadie le viese llorar. «Bueno
sería -pensó mientras se iba serenando -, que ahora me preguntase Emma, por
ejemplo: -¿Por qué lloras, badulaque? -Pues lloro de amor... nuevo; porque la
voz de esa mujer, de mi querida, me anuncia que voy a ser una especie de virgen
madre... es decir, un padre... madre; que voy a tener un hijo, legítimo por
supuesto, que aunque me le paras tú, materialmente va a ser todo
cosa mía». No, no pensaba él que el hijo fuese de la querida, eso no; que
Serafina perdonase, pero eso no; [264] de la mujer, de la mujer... pero de cierta manera, sin que
la impureza de las entrañas de Emma manchase al que había de nacer; todo suyo,
de Bonis, de su raza, de los suyos... un hijo suyo y de la voz, aunque para
el mundo le pariese la Valcárcel, como estaba en el orden. Bonis tenía
miedo de ponerse malo con tanto desbarrar, y, sobre todo, porque se le
empezaban a aflojar las piernas, síntoma fatal de todos sus desfallecimientos. Cesó la música, calló la voz,
estallaron los aplausos, y Bonis cambió de súbito de ideas y sensaciones y de
sentimientos. Volvió a la realidad, y se vio
cogido del brazo por Mocchi, que se le llevó, salón adelante, hacia el piano.
Körner
se había puesto en pie, y sus manos, aplaudiendo, sonaban como batanes; Marta
aplaudía también, con gran asombro de las damas indígenas, que creían
privilegio de su sexo la impasibilidad ante el arte, y hubieran reputado, por
unanimidad, indigno de una señora recatada batir palmas ante una cómica; ni más
ni menos que creían una abdicación del sexo levantarse en visita para saludar o
despedir a un caballero. Emma acabó también por aplaudir, y la Gorgheggi no
tardó en fijar la atención en aquellas dos señoras que tenía tan cerca, y que,
por excepción, unían sus aplausos a los del sexo fuerte. Para Marta y [265] Körner, la
inglesa, por extranjera, tenía algo de compatriota; por artista la consideraban
más digna de respeto y atenciones que las cursis damas del pueblo, a pesar de todas
sus pretensiones y preocupaciones seculares. Körner se acercó al piano y habló
en inglés con Serafina; en aquella sazón llegaban Mocchi y Bonis del brazo
junto a la plataforma, y gracias al carácter expansivo de Minghetti, que medió
en el diálogo, y al reconocimiento de Mocchi con respecto a Bonis y todos los
suyos, y a la habilidad políglota de Körner, pronto hablaron todos juntos, con
entusiasmo, mezclándose el inglés, el alemán, el italiano y el español; y Marta
estrechó la mano de la cantante, y esta, con una audacia y una gentileza que
pasmaron a Bonis, oprimió con fuerza y efusión los dedos flacos de Emma.
Bonifacio, al ver unidas por las manos a su mujer y a su querida, volvió a
pensar en los milagros del diablo; y en su cerebro estalló lo de tigribus
agnis, que tantas veces había leído en los periódicos y en alguna retórica.
Indudablemente el tigre era su mujer. La cual estaba radiante. Para aquella
clase de emociones y sucesos había nacido ella. Sentía un orgullo loco al verse
entre aquella gente, saludada por una mujer tan guapa y tan elegante, con tales
muestras de respeto y deferencia. Serafina la [266] había deslumbrado. Algunas veces había pensado que había
ciertas mujeres, pocas, que tenían un no sé qué, merced al cual ella sentía así
como una disparatada envidia de los hombres que podían enamorarse de ellas;
esas mujeres que ella concebía que fuesen queridas por los hombres, no eran
como la mayor parte, que, guapas y todo, no comprendía qué encontraban en ellas
los varones para enamorarse. La Gorgheggi era mucho más alta que Emma, y esta,
a su lado, sentía como una protección varonil que la encantaba; además, aquello
de ver de cerca, tan de cerca, lo que estaba hecho para que todo el pueblo lo
mirase y lo admirase de lejos, la envanecía, y satisfacía una extraña
curiosidad; la envanecía más el pensar que a ella sola, a Emma, se consagraban
ahora aquellas sonrisas, aquellas miradas, aquellas palabras, que eran
ordinariamente del dominio público. Por otra parte, seducción, tal vez mayor
para ella, era en Serafina la mujer de vida irregular, la mujer perdida...
pero perdida en grande. La curiosidad pecaminosa con que ella había mirado
siempre a las vulgares mozas del partido, que se hacía enseñar, aquí se
multiplicaba y como que se ennoblecía; y Emma quería adivinar olfateando,
tocando, viendo, oyendo de cerca la historia íntima de los placeres y aventuras
[267]
de la mujer galante y artista. De repente vio, casi con imágenes plásticas, las
ideas de orden, de moral casera, ordinaria, sumidas en una triste y
pálida y desabrida región del espíritu; oscurecidas, arrinconadas,
avergonzadas; las vio, como el guardarropa anticuado y pobre de una dama de
aldea, ridículas; eran como vestidos mal hechos, de colores ajados; ella misma
se los había vestido y sentía vergüenza retrospectiva; sí, ella, a pesar de su
prurito de originalidad, participaba de tantas y tantas preocupaciones, estaba
sumida en la moral casera de aquellas señoras de pueblo que no aplaudían
a los cantantes ni solían tener queridos. Se le pasó por las mientes la idea de
que la Gorgheggi fuera un gran capitán, un caudillo de amazonas de la
moral, de mujeres de rompe y rasga; y ella iría a su lado como corneta de
órdenes, como abanderado, fiel a sus insignias. Cuando observó la Valcárcel que
las damas del pueblo miraban con extrañeza, casi con espanto, la íntima
conferencia a que se habían entregado ella y su amiga con los cómicos, se
redobló el placer que gozaba. ¡Qué gusto, hacer entre todo el señorío cursi del
pueblo una que era sonada, algo del todo nuevo, inaudito, asombroso y de todo
punto irregular y subversivo!
Marta,
aunque afectando cierta recóndita [268] superioridad al principio, también estaba encantada, llena
de orgullo, sin quererlo, al hablar con Serafina; pero pronto se sintió
deslumbrada y vencida, y sintió en la actriz una superioridad real que, si no
era del género suprasensible de la que ella, Marta, se atribuía, era mucho más
efectiva y susceptible de ser reconocida. Marta, que hacía alarde de sus
conocimientos lingüísticos hablando inglés, francés, italiano, acabó por seguir
a la Gorgheggi en su empeño de hablar español, para que la entendiese Emma. A
esta consagraba la cómica principalmente su amabilidad, la gracia irresistible
de sus gestos, gorjeos hablados, de su modesta actitud; y la miraba con
ojos muy abiertos, muy brillantes, que chisporroteaban simpatía, naciente
cariño. Y Emma acabó de perder el juicio cuando Serafina, poniéndose el abanico
en la frente, exclamó:
-¡Ah!
¡Sí, sí! ¡Finalmente!... ¡Eccola qui!... Yo me decía: esta señora...
esta señora de Reyes... yo... la he visto, la he visto, vamos, de otro modo, en
otros días... muy lejos... Y de repente, ahora, un gesto, ese gesto de le...
sopraciglie... me la pone delante. ¡Oh, sí, absolutamente la misma! Más que
su retrato, ella, ella misma...
Emma
abría la boca sin comprender; Marta, [269] adivinando, ya sentía envidia; ello iba a ser que Emma se
parecía a alguna mujer ilustre...
Pero
la Gorgheggi no acababa de explicarse... y añadió:
-¡Ah!
¡Mochi y Minghetti!... Venid... venid... A ver, decidme a quién se parece esta
señora... ¿Quién es... quién es... precisamente lo mismo que
ella?...
Mocchi
sonreía, mirando por cumplido a Emma, sin tratar de adivinar el parecido, como
si estuviera en el teatro fingiendo en un diálogo curiosidad e interés.
Minghetti
dio más solemnidad al caso. Acercó su cara morena y larga, de levantino, de
ojos grandes, azules, húmedos, apasionados y rientes, de bigote brillante y
barba puntiaguda y algo rizada, fina, sedosa, al rostro de Emma, encendido,
casi asustado; fijó la mirada desfachatada y alegre en los ojos de la dama, y
hasta se permitió, para ver mejor, mover un poco un candelabro del piano, de
modo que la luz llenase las facciones que examinaba como absorto.
Mocchi
se dio pronto por vencido. No acertaba. Minghetti decía:
-Espera,
espera; como con la esperanza de evocar una imagen. Emma se sentía fascinada;
por el pronto, Minghetti, así, tan cerca, le olía a hombre nuevo, y sus
ojos, clavados en [270] ella, eran todo una borrachera de delicias que al tragarse
se mascaban.
Cuando
Minghetti se declaró también torpe de memoria, Serafina dijo:
-¡Oh, qué hombres estos! No
recordáis... ¡Ma... la Parini... la Parini!...
-¡Oh,
sí! ¡La trágica, la gran trágica de Firenze! ¡Exacto, exacto; un espejo!
Así
exclamó Mocchi, que se guardó de decir que no encontraba la semejanza.
Minghetti,
que jamás había visto a la Parini, gritó:
-¡Oh,
sí, en efecto! La expresión... el gesto... la viveza de la mirada... y el
fuego...
Y
añadió, sonriendo a la Gorgheggi, como diciéndoselo en secreto:
-Mas... las facciones son aquí
más perfectas...
-¡Ah,
sí; eso sí! Más perfectas... -dijo la tiple, que continuó explicando que era la
Parini una ilustre artista florentina, sin rival entre las trágicas de su
tiempo. Aunque Emma no podía dar a la semejanza que se le encontraba todo el
valor que le atribuía la envidia de Marta, sintió el orgullo en la garganta, se
vio cubierta de gloria, y pensó enseguida:
«Parece
mentira que en este poblachón de mi naturaleza se pueda gozar tanto como yo
gozo en este momento, mirándome en los ojos [271] de este hombre y oyendo estas cosas
que me dicen».
Interrumpida
a poco la conversación para cantar Serafina de nuevo, ahora un terceto con
Mocchi y Minghetti, después de la ovación que siguió al canto, volvió la
sabrosa plática, más animada cada vez, aunque en ella se mezclaron ya algunos
señoritos del pueblo de los más audaces y despreocupados. Emma y Serafina
hablaron algunos minutos solas entre las colgaduras de un balcón, sonriéndose,
como acariciándose con ojos y sonrisas; las vio de lejos Bonis, pasó cerca de
ellas, y ni una ni otra notaron su presencia; volvió a alejarse y a contemplar su
obra desde un rincón.
¡Juntas!
¡Estaban juntas! ¡Se hablaban, se sonreían, parecían entenderse!... Se le antojaban un símbolo, el símbolo del pacto absurdo
entre el deber y el pecado, entre la virtud austera y la pasión seductora...
¡Qué barbaridades pienso esta noche! -se decía Bonis -; y se puso a figurarse
que aquellas mujeres que hablaban como cotorras, y parecían de acuerdo, y se
sonreían, y se entusiasmaban con su diálogo, se estaban diciendo, ¡qué
atrocidad!, cosas por el estilo:
-«Sí,
señora, sí -decía Emma en la hipótesis absurda de su marido -; puede
usted quererle todo lo que guste; comprendo que usted se [272] haya
enamorado de él, y él de usted. Eso no está mal: en Turquía las gastan así, y
pueden ser tan honradas como nosotras las turcas; todo es cuestión de
costumbres, como dice la de Körner: todo es convencional».
-«Pues
sí, señora; le quiero, ¿para qué negarlo?, y él a mí. Pero a usted también se la
estima, a pesar de ese geniazo que dicen que usted tiene. Se la estima y se la
respeta. Ya verá usted qué buenas amigas hacemos. ¿Por qué no? Usted no sabe lo
que son artistas, lo que es vivir para el arte, y despreciando las pequeñeces
de la vida de pueblo y de la moral corriente. ¡Valiente moral! Todos deben
querer a todos: usted a mí, yo a usted, su marido a las dos, las dos a su
marido... El mundo, la triste vida finita, no debe ser más que amor,
amor con música; todo lo demás es perder el tiempo...».
«Aquel
diálogo hipotético -se quedó pensando Bonis -, era un disparate, sí... y con
todo... con todo... ¿Por qué no había de ser así? Él había leído que los
antiguos patriarcas tenían varias mujeres, Abraham, sin ir más lejos...».
La idea de
Abraham le trajo la de Sara la estéril... su mujer... «¡Isaac!», le dijo una voz como un estallido en el
cerebro... Emma era Sara...; Serafina, Agar... Faltaban Ismael, que era
inverosímil, dadas las costumbres de Serafina, [273] e Isaac... ¡Isaac! ¿Quién sabía? ¿Por qué le decía el
corazón... acuérdate de Sara, ten esperanza? Dos veces en aquella noche, que él
debería consagrar a emociones tan diferentes, se le llenaba el alma del amor de
su Isaac... de su hijo... Tenía fiebre no sabía dónde; tal vez estaba
volviéndose loco; primero se comparaba con la Virgen; ahora con Abraham...; y a
pesar de tanto dislate, una esperanza íntima, supersticiosa, se apoderaba de
él, le dominaba.
Y
al volver a mirar el grupo de su mujer y la cómica, a las cuales se habían
agregado ahora Mocchi, Marta, Minghetti y Nepomuceno, sintió Reyes una especie
de repugnancia; aquella paz moral que a ratos se apoderaba de su espíritu, y
hasta pudiera decirse de sus entrañas, se le alarmó en el pecho, en la
conciencia; le entró vivísimo deseo de apartar a su mujer de toda
aquella gente; y sin poder dominarse, se acercó al grupo, y con gesto serio,
que contrastaba con la alegría de todos, con el ambiente de vaga concupiscencia
que envolvía al grupo, dijo Bonis con una energía en el acento que sorprendió a
Emma, la única que se hizo cargo de ello por la novedad de la voz:
-Señores...
y señoras... basta de charla; el público se impacienta, y lo mejor que pueden
hacer estas damas y estos caballeros es comenzar [274] la segunda parte del
programa... Vale más la música que toda esa algarabía...
Todos
le miraron entonces. Hablaba en broma seguramente, y, sin embargo, su gesto y
el tono de su voz eran serios, como imponentes.
Minghetti,
inclinándose cómicamente, exclamó:
-Quien
manda, manda... Obediencia al tirano... al futuro empresario forse...
Serafina,
dando la espalda a los otros, en un momento que pudo aprovechar, miró fijamente
a su querido, abrió mucho los ojos con expresión de burla cariñosa, que acabó
con una mirada de fuego.
Bonis
tembló un poco por dentro al recibir la mirada, pero se hizo el desentendido y
no sonrió siquiera.
-¡A
cantar, a cantar! -dijo, fingiendo seguir la broma de su papel de déspota.
Mocchi
se inclinó también, y Minghetti, después de una gran reverencia, se sentó al
piano para acompañar el dúo de tenor y tiple con que empezaba la segunda parte.
Nepomuceno
se sentó junto a Marta, y Bonis muy cerca de su mujer, que respiraba con
fuerza, absorbiendo dicha por boca y narices.
Y
mientras ella, sin pensar en que le tenía allí, devoraba con los ojos a la
tiple y al barítono, [275] Bonis paseaba la mirada triste, seria y tiernamente
curiosa, del rostro pálido, ajado de su esposa, al vientre que una vez había
engañado sus esperanzas; y oyendo, sin comprenderla en aquel momento, la música
romántica del dúo, se dijo entre dientes:
-No
importa...; más vieja era Sara. [276] [277]
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