- XIII -
Terminó
el concierto a la una de la madrugada, y como era costumbre en el pueblo, en
vez de disolverse la reunión, se pusieron a bailar los jóvenes con el mayor
ahínco, muy a placer de las señoritas, que sólo toleraban dos o tres horas de
música con la esperanza de estar bailando otras dos o tres horas. Emma no pensó en retirarse mientras quedase allí alma
viviente. En cuanto a Marta Körner, estaba demasiado ocupada para pensar en el
tiempo. ¡Íbale tanto en perseguir las fieras, es decir, en la caza mayor a que
se había entregado en cuerpo y alma, que ya ni veía ni oía lo que estaba
delante; para ella no había en el mundo más que su D. Juan Nepomuceno, con sus
grandes patillas! Desde antes de terminar el concierto habían hecho rancho
aparte, en un rincón de la sala; y allí estaba la alemana [278] enseñándole
el alma, y un poco, bastante, de la blanquísima pechuga, al acaramelado
mayordomo, futuro administrador de la fábrica de productos químicos. Körner,
aunque muy metido en conversación con Mocchi primero y después con el
Gobernador militar y el Ingeniero jefe de caminos, vigilaba desde lejos, muy
satisfecho de la conducta de su hija. Muy de corazón aplaudió la habilidad y
delicadeza que demostró su digno vástago cuando uno, y dos y tres jóvenes de lo
más distinguido de la sociedad, se acercaron a ella solicitando el favor de un
vals o cosa parecida, y fueron cortés y fríamente despedidos por la robusta
alemana, que no bailaba porque... aquí una disculpa torpemente zurcida, pero
mal compuesta con toda intención. A Nepomuceno había que ponerle las cosas muy
claras; y Marta, aun a riesgo de molestar a los bailarines, tal vez contenta
con molestarlos, porque aquello venía a ser un anuncio, dejaba ver con gran
transparencia el verdadero motivo de los desaires que se veía obligada a dar; a
saber: que era más importante para ella hablar con Nepomuceno que andar por
allí dando saltos y despertando, el diablo sabría qué apetitos, en aquella
juventud lucida y generalmente colorada, gracias a la mucha sangre.
Nepomuceno,
que a la segunda negativa de [279] Marta, acompañada de una mirada y una sonrisa de
inteligencia para él, acabó de comprender, agradeció con todas sus entrañas el sacrificio
que en su favor se hacía; y se hubiera derretido de gusto, a no estarlo ya,
gracias a la proximidad vertiginosa de la alemana y a las cosas
espirituales y no espirituales que ella le estaba diciendo; y, sobre todo,
gracias a ciertos tropezones que de vez en cuando, bastante a menudo, daban las
rodillas con las rodillas.
«¡Qué
elocuencia... y qué calor natural despedía aquella mujer!» pensaba don
Juan, aplicando el mismo verbo al calor y a la elocuencia.
Marta
hablaba del ideal, de todos los ideales; pero se las arreglaba de manera que en
su disertación se mezclaban, por vía de incidentes, descripciones
autobiográficas que se referían casi siempre al acto solemne de mudarse ella de
ropa, o a estar en su lecho, medio dormida... desvelada... Ello es que
Nepomuceno supo aquella noche, v. gr., que aquella señorita había leído una
cosa que se llamaba la Dramaturgia de Hamburgo, de Lessing, y que, tanto
como el autor del Laoconte, le gustaban a ella las medias muy ceñidas,
atadas sobre las rodillas y de color gris perla. Lo más tierno fue la historia
de las queridas de Goëthe, tema que tenía muy preocupada [280] a la de
Körner desde muchos años atrás. El noble orgullo de Federica Brion, que no
quiso casarse nunca, porque nadie era digno de la que había sido amada por
Wolfgang, lo pintaba Marta con un calor sólo comparable al que despedían sus
propias rodillas. Nepomuceno, confundiendo las cosas, y hasta las facultades
del alma, se llegó a figurar que los genios alemanes eran unos sátrapas
que se pasaban la vida despreciando a los seres vulgares y manoseando los mejores
bocados del eterno femenino. Cuando llegó lo de las madres del tantas
veces citado Goëthe, Nepo no podía menos de figurarse las tales madres
como unas ubérrimas amas de cría. De todas suertes, y fuera lo que fuera de Heine y de la Joven
Alemania, él estaba que ardía... y a tanta ciencia y poesía y contacto de
piernas, sólo se le ocurría contestar lo que, sin saberlo él, Nepomuceno,
contestaba aquel personaje de la comedia titulada: «De fuera vendrá...». Quiere decirse, que al tío mayordomo no se le venía a la
boca más que la solemne promesa de futuro, pero muy próximo matrimonio.
Emma,
siguiendo el ejemplo de algunas otras casadas, que bailaban también, aceptó
unos lanceros a que la invitó el presidente del Casino, y poco después
bailó con Minghetti una polca íntima, género de desfachatez tolerada [281] que empezaba
entonces a hacer furor y no pocos estragos morales.
La
polca íntima de Minghetti fue para ella una revelación. El barítono, que no
había perdido la pista a la afición que le había demostrado aquella señora en
paseo, en misa, en la calle, por medio de miradas incendiarias, aquella noche
acabó de comprenderlo todo, y formó un plan de seducción, que le convenía desde
muchos puntos de vista. Empezó a marearla con miradas y lisonjas allí, junto al
piano, durante el concierto; y al atreverse a invitarla nada menos que para
bailar una polca de aquellas condiciones coreográficas, jugó el todo por el
todo. Aceptada la polca, ya sabía él lo que le tocaba hacer; y mientras las
rodillas hablaban el lenguaje de las de Marta Körner, aunque sin colaboración
de los clásicos alemanes, él, allá en sus adentros, se entregaba a proyectos y
cálculos en que había hasta números. Medio en serio, medio en broma, se
declaró a Emma mientras daban vueltas por el salón; y ella, muerta de risa,
muy contenta, nada escandalizada, le llamaba loco, y se dejaba apretar, como si
no lo sintiera, como si su honra estuviese por encima de toda sospecha y no
debiera parar mientes en aquellos estrujones fortuitos. Le llamaba loco, y
embustero, y bromista; pero cuando, después [282] de la polca, se sentaron juntos, en vez de incomodarse por
la insistencia del cantante, se quedó un poco seria, suspiró dos o tres veces,
como una doncella de labor no comprendida, y acabó por ofrecer a Minghetti una
amistad desinteresada; pura amistad, pero leal y firme. Entonces el barítono,
que no echaba nada en saco roto, sin dejar el tema de su pasión incandescente,
mezcló en las variaciones del mismo una discretísima narración de los apuros de
su vida económica y la de sus compañeros. A Minghetti, que era un bohemio,
sin saber de tal epíteto, no le daba vergüenza hablar de su pobreza, ni de las
trazas picarescas a que había recurrido muchas veces para salir de atrancos.
Comprendía él que parte del encanto de su persona, irresistible para muchas
mujeres, consistía en su misma vida desarreglada, de aventurero simpático,
generoso, alegre, casi infantil, pero poco escrupuloso, como no fuera en puntos
de galanteo y de valentía. Enseguida noto que en Emma este elemento de
seducción era de los que producían más efecto; ella misma le confesó que había
comenzado a fijarse en él, y a encontrarle ángel, como dicen los
andaluces, la noche aquella famosa en que había cantado el Barbero... a
la fuerza...
-¡Ah,
sí -exclamó él sonriendo -; cuando me cazó la Guardia civil!... [283]
Y
de este incidente, que tanto había dado que hablar en el pueblo meses atrás,
tomó pie para contar su historia y sus penas y apuros a su manera, como burlándose
de sus propios males. Callaba muchas cosas que
juzgaba poco a propósito para hacerle aparecer interesante; pero no ocultó
ciertas maniobras no muy decentes, y osó referirlas, no por amor a la verdad,
sino porque su sentido moral no le decía que era aquello repugnante e indigno;
por fortuna, tampoco Emma sentía delicadezas de este orden, y en toda treta
victoriosa admiraba el arte y olvidaba al engañado, o sea al tonto.
La
mujer de Bonis escuchaba encantada aquella narración del género picaresco, en
que las picardías venían a estar explicadas y disculpadas por la viveza de las
pasiones y los golpes repetidos de una adversa fortuna.
Lo
cierto era que la historia del barítono, desfigurada por él en su narración
cuando le convino, podía resumirse en lo siguiente:
Cayetano
Domínguez era natural de Valencia; había asistido en su infancia a los azares
de la miseria, que aspira a convertir en industria la holganza y no lo consigue,
sino con intervalos de negras prisiones y en perpetua lucha con el Código penal
y los agentes de su eficacia. La cárcel, residencia frecuente de su [284] señor padre,
le había enseñado, como por ensayos repetidos, la triste vida de la orfandad; y
cuando al fin el autor de sus días salió de casa para no volver, porque en una
ocasión, al recobrar la libertad, en vez del hogar, encontró la muerte en una
misteriosa aventura, allá en la Huerta, el pobre Minguillo, que así le llamaban
los demás pillastres de su barrio, al quedarse en el mundo solo, pues su madre
había muerto al darle a luz, tenía un aprendizaje anulado que le sirvió no
poco, de mala suerte, apuros, desvalimiento; y venía a ser a los doce años todo
un hombre, y casi casi todo un pícaro, por los recursos de su ingenio, el
ahínco de su trabajo, cuando tocaban a trabajar honradamente, y las tretas de
su industria, la fuerza de cinismo, el vigor de los músculos y el desprecio de
todas las leyes y cortapisas morales y jurídicas, que, en su opinión, se habían
hecho para los ricos; porque los pobres no podían con ellas, bajo pena de
matarse de hambre, que era el mayor crimen.
De las manos de un pariente
lejano, que le molía a palos y le llamaba hijo de tal y de cual, pasó al
servicio de la Iglesia con carácter de monaguillo, y hasta llegó a cantar en el
coro de la catedral en funciones de tiple; y esta época fue, según él, la más
santa de su vida, sin ser perfecta. No hacía él las picardías por [285] hacerlas, sino por el lucro;
de modo que mientras su voz sirvió para el coro, cantó en calidad de ángel en
la catedral, sin hacerse jamás reprender por su pereza o impericia, pues en el
trabajo era asiduo, y su destreza en todo oficio que emprendía, extremada.
Volvió a la calle porque la voz se le mudaba, que era para el caso como
perderla; y con la edad de comenzar las pasiones a abrir sus yemas, coincidió
la mayor pobreza de su vida, por lo que no fue extraño, o a él no se lo
pareció, que por aquellos días sus expedientes para procurarse el sustento y lo
demás que necesita un mozo suelto y sin escrúpulos, fuesen del todo
incompatibles con los rigores de la ley civil y criminal; sin que esto quisiera
decir que llegase a robar, al menos con violencia; sino que, recordando
tradiciones familiares, inventó industrias alegres y vistosas, como juegos de
feria, con moderada trampa, inocentes chascos, justo castigo de tontos
avarientos y confiados necios, en que el provecho que a él, a Mingo, le quedaba
entre las uñas, era apenas la necesaria retribución de su trabajo, que hubiera
sido exigua cotejada con el riesgo y con el primor y gracia de las trazas
inventadas. De su voz ¡voz traidora!, no se había vuelto a acordar en mucho
tiempo, a no ser para cantar en tabernas y paseos nocturnos, para solaz de los
compañeros [286] del hampa, o seducción de
alguna mozuela, que además habría de pedir otra paga.
Sus
relaciones con la gente de sotana, interrumpidas, pero no rotas, le presentaron
ocasión de ingresar en el seminario en calidad de fámulo, ocultando, por
supuesto, gran parte de sus antecedentes; y como tenía temporadas, si no de
arrepentimiento - pues él no creía que había de qué - de cansancio, de cierto
como relativo misticismo que le pedía a él la soledad de la vida
recogida y largas horas de tiesura hierática, con un cirio en la mano, o en las
oscuridades del coro, y ausencia de malas compañías, y pan seguro ganado sin
industrias prohibidas; por todo ello se acogió a la soledad del claustro,
y fue el más airoso, servicial y despabilado fámulo de colegio sacerdotal,
donde no sabía él que había de llegar a ser colaborador de verdaderos horrores.
Muchos años después, cuando, ya libre y artista, se creía por sus actos y
representación en el caso de ser muy avanzado, librepensador y cosas por
el estilo, aprovechaba sus recuerdos del seminario como argumento contra las
instituciones religiosas. «¡Lo que son los curitas, díganmelo ustedes a mí!»,
solía exclamar; y como no hubiera damas delante, su narración, probablemente
exagerada, ponía espanto verdaderamente, por lo que toca a determinadas
violaciones del orden natural de los instintos.
De esta clase de aventuras es claro que no le habló a Emma
aquella noche; fue más adelante, cuando su trato llegó a ser más íntimo, cuando
ella supo de esta clase de tormentas porque también había pasado la juventud
pintoresca de su amigo.
Del
seminario salió por una ventana, con un trabuco, pues nada menos exigían la
prisa y el peligro con que acudió a defender la causa del pueblo en una
intentona revolucionaria en que se vio comprometido, familiar y todo, por culpa
de amistades heteróclitas, adquiridas en las escapatorias frecuentes que de
noche emprendía con otros compañeros y algún seminarista amigo de ir al teatro
y a lugares de corrupción más inmediata. Anduvo por los campos en calidad de
sublevado días y días, hasta que se le rompieron los zapatos y emigró con otra
porción de ilusos, como los llamaba en una alocución el Capitán general de
Valencia. Y tanto corrió, que no paró hasta Italia. Vivió en Turín, en Roma, en
Nápoles, Dios sabe cómo; y ello fue que a España volvió de corista en una
compañía de ópera, hablando italiano, con mucho mundo, y persuadido de que su
vocación era la música y su fuerte la seducción de mujeres fáciles, y el tentar
a todas, fáciles o difíciles. [288]
En
Barcelona llamó su voz la atención de un maestro; se podía sacar partido de
ella enseñándole música, lo que se llama música; se aplicó de veras al estudio,
dejó por algunos años el teatro, vivió de no se sabe qué recursos, tal vez a
costa del amor chocho; y se le vio de posada en posada, de fonda en fonda,
despertando a los huéspedes con gárgaras de barítono que ensaya la voz y
no deja dormir los músculos de una poderosa garganta. Aquellos gorgoritos de
pavo alborotado se los hacía perdonar siempre a fuerza de gracia, amabilidad y
chiste. Era un Tenorio aniñado, un niño mozo, pueril hasta para enamorarse: se
hacía mimar enseguida, y las mujeres, al quererle, ponían algo de las caricias
de madre que todas ellas tienen dentro.
A
sus queridas les cantaba al oído las óperas enteras, como dándoles besos con el
aliento, que parecía salir perfumado por la melodía. Una novia suya lo dijo:
aquel hombre de tan buen color, tan buenas carnes, de cutis fresco y esbelto
como él solo, esparcía así como un olor, que seducía, a música italiana. Desde
su primera contrata, en Barcelona, se llamó ya Minghetti, y Gaetano; y cuando
volvió de su segundo viaje a Italia, que duró dos años, casi él mismo se tenía
ya por extranjero. En cuanto a los instintos de tramposo, que en [289] el nuevo
oficio no tenían aplicación inmediata, buscaban expansiones naturales en los
tratos y contratos con los cantantes, sus mujeres, los empresarios y los
huéspedes de las posadas. El lance a que Emma había aludido se refería a una de
estas picardías, de que hubo de ser víctima el buen Mochi 16.
Habían reñido Julio y Gaetano por cuestión de ochavos, sobre si el valenciano había
cobrado o no, y negaba un recibo; Minghetti escapó de noche, a pie; Julio se
quejó a la autoridad porque el barítono se le iba con la paga adelantada y le
dejaba la Compañía en el aire; la benemérita se encargó de recomponer el
cuarteto; y, en efecto, Minghetti, resignado, sonriente, como si se hubiera
tratado de una broma, se presentó de nuevo al público, cantando el Barbero
con gran malicia; lo cual le valió una ovación tributada a su graciosa
picardía, a su desenfado simpático y alegre. Aquella noche le conoció Emma,
desde el paraíso, donde oyó la historia de la fuga, comentada con entusiasmo
por el público, siempre dispuesto a perdonar a los tramposos guapos y
graciosos.
Pocos
días después de oír las aventuras del barítono en aquella noche solemne del
baile, Emma ya le había tenido muy cerca, cantándole al oído, pero sólo en
calidad de amigo íntimo, la mayor parte del repertorio. Lo del [290] piano se
llevó a efecto; Minghetti fue maestro de la Valcárcel, pero es claro que las
lecciones se convirtieron a poco en pura fórmula, un pretexto para que el
profesor cantase romanzas, acompañándose él mismo, mientras la discípula,
sentada junto a él, admirándole, pasaba las hojas, cuando el cantante lo
indicaba con la cabeza. Llegó, sin embargo, Emma a destrozar polcas y chapurrar
un vals que la entusiasmaba. Bonis nada podía oponer, porque las lecciones se
daban con su beneplácito, y además podía observar que su mujer pasaba algunas
horas cada día estudiando solfeo y machacando teclas.
Lo
que iba viento en popa era lo de la fábrica de Productos Químicos y la
reconstitución de la Compañía de ópera con la base del terceto; a saber: la
Gorgheggi, Mochi y Minghetti.
En
la cabeza de Reyes se mezclaban ambas empresas, porque los interesados en una y
otra comían juntos muy a menudo en casa de Emma y se reunían todas las noches
en sus salones, que así quería ella que se llamasen en adelante, previo
el arreglo del mobiliario, derribo de tabiques y otras composturas, que
subieron a una cantidad respetable, pero no respetada por Nepomuceno, que hizo
con ella maravillas de prestidigitación. Además, había [291] otra cosa,
la principal, que enlazaba la empresa teatral con la fabril, a saber: el
capitalista, que, en resumidas cuentas, venía a ser uno mismo: Emma. En lo del
teatro se admitieron acciones de algunos aficionados de la ciudad; pero estas
eran insignificantes comparadas con las de Emma; de modo que ella venía a ser
el verdadero capitalista, representada, es claro, por Nepomuceno en todo lo que
se refería a la parte económica del negocio, y por Bonis en lo tocante a
entenderse con músicos y cantantes. Bonis a su vez delegaba en Mochi la
dirección técnica, y en rigor cuanto entraba en sus atribuciones; de
suerte que el empresario y director de la Compañía tronada venía a ser en la
nueva Compañía lo mismo que antes había sido, sin más diferencia que la de no
exponerse a perder un cuarto y estar sólo a las ganancias, si las había, por
pocas que hubiera; que a eso estaba él. Desde la Tiplona acá no se había visto
jamás que unos cómicos permanecieran, por fas o por nefas, tanto tiempo
en el pueblo. Casi
se les tomaba por vecinos, y Julio y Gaetano ya discutían en el Casino, aunque
con cierta discreción y medida, todas las candentes cuestiones de interés
local. En cuanto a Serafina, era la gala de los paseos, y los vecinos la
mostraban a los forasteros como una de las maravillas indígenas. [292]
También
tendía a aclimatarse, y aun con raíces más hondas, la familia Körner, que quería
fincar en aquella ciudad, uniendo su nombre a la causa de la industria
que con tanto calor defendían los periódicos de intereses morales y materiales
de la localidad. Körner hizo un viaje a Alemania por cuenta de la nueva
Sociedad de Productos Químicos, para traer todas las noticias y encargar
todo el material necesario para la fábrica, cuya construcción y explotación
debía de dirigir él mismo. En cuanto a pagar todos estos gastos, ya se sabía:
el mermado caudal de la abogada Valcárcel corría con todos los desembolsos, o
con casi todos; pues, por disimular, también en este negocio se ofrecieron
acciones a unos cuantos amigos y parientes. Ello fue que el capital de Emma se
vio tan seriamente comprometido en las aventuras químico-industriales, como
diría Körner, que Nepomuceno, autor de semejante desafuero, se creyó obligado
en conciencia, en la poca y mala conciencia que le quedaba, a exponer a su
sobrina con toda claridad, o poco menos, la situación, el riesgo que se corría.
-De
esta salimos ricos, según todas las probabilidades; mas no he de ocultarte,
amada sobrina, que nuestro dinero, es decir, tu dinero, se expone a grandes
quebrantos, que no [293] son de esperar..., pero que caben en lo posible.
Cuando
el tío mayordomo hablaba así, Emma estaba medio loca, sin sentido para nada que
no fuesen sus pasiones, sus alegrías, aquella vida desordenada y de bullicio en
que se había metido como en un baño de delicias. Era tan feliz en aquella
corrupción, que le parecía haber sujetado la rueda de la fortuna; además,
Körner, que se había hecho muy amigo suyo, la había convencido, a fuerza de
hablarle de cosas que ella no podía entender, de que aquel pequeño anticipo
de miles de duros daría por resultado una riqueza verdadera, digna de los
grandes señores de otras tierras, que no contaban, como los de allí, los
millones por reales, sino por pesos fuertes y otras monedas análogas. Ella
también quería ser millonaria de duros, y el corazón y Körner y Minghetti le
decían que lo iba a ser. Ello era una especie
de milagro de la ciencia y la habilidad. «Pero si los alemanes no hicieran
milagros de sabiduría, ¿quién los iba a hacer?». Se trataba sencillamente de
sacarles a las algas, que el mar arrojaba a las costas de la provincia en tanta
abundancia, un demonio de materia que tenía mucha utilidad para infinitas
industrias. Mentira le parecía a ella que de cosa tan repugnante y mal oliente
como [294] era el ocle (las algas), que hasta a las
caballerías las hacía espantarse, pudiese salir tanto dinero como se le
prometía; pero, en fin, ya que lo decían los sabios... y Minghetti, verdad
sería. Adelante. Además, a Roma por todo. Si la arruinaban, ¿qué? Tendría
gracia. Ella no estaba segura de no escaparse con el barítono cualquier día.
También
la parecía imposible, como lo de las algas, que Minghetti estuviera tan
enamorado como le juraba; porque aunque estaba persuadida de que ella había
mejorado mucho, y de que su otoño era muy interesante, y su jamón
suculento y en dulce, al fin él era mucho más joven, y ella... ella estaba,
indudablemente, algo fatigada.
Entre
alemanes e italianos... verdaderos y falsos, se había establecido una especie
de pacto, tácito al principio, después muy explícito, para protegerse
mutuamente. Los de la fábrica, Körner e hija, ayudaban a los del teatro; los
del teatro, Mochi, Minghetti y Gorgheggi, ayudaban a los de la fábrica.
Nepomuceno, interesado en favor de los alemanes, animaba a Emma a gastar en la
empresa de la ópera, porque Marta y su padre se lo pedían; la Gorgheggi y Mochi
trabajaban en el espíritu de Bonis para que este no quitase a su mujer de la
cabeza las fantásticas lontananzas [295] de opulencia, debidas a la química industrial, que iban
metiéndole en el cerebro el alemán y el tío.
Y a
unos y a otros los seducía, los corrompía, y los juntaba en una especie de
solidaridad del vicio la vida que hacían, poniéndose el mundo por montera,
según la frase predilecta de Emma, y viviendo alegres, siempre mezclados en
conciertos, en jiras campestres, en banquetes a puerta cerrada. En la casa de
la Valcárcel, donde un día habían sido parásitos los taciturnos parientes de la
montaña, de capa y hongo, ahora, espantadas tales alimañas, vivaqueaban
aquellos extranjeros, aquella sociedad heteróclita, que con pasmo y aun envidia
de parte de la ciudad, vivía como no se solía vivir en aquel pueblo aburrido,
con esa alegría desfachatada, pero atractiva, que los demás miraban desde lejos
murmurando, pero deseándola. Muchos jóvenes de las mejores familias, que
al principio habían cortado sayos a Emma, a Bonis y Marta, ahora callaban y
hasta llegaban a defender a los de Reyes y a sus amigos, porque algunas
sonrisas de la Gorgheggi, insinuaciones provocativas, aunque espirituales
de Marta, y, especialmente, invitaciones para saraos y banquetes de Emma, los
habían convertido. Hubo más; para hacer callar a muchos, y también instigada [296] por Bonis,
que empezaba a hacerse insoportable con sus moralidades y miedos al qué dirán,
Emma se dio arte para agregar a algunas de sus fiestas, si no a las más
íntimas, a dos o tres familias de lo más distinguido de la capital. Una de
ellas era la de un magistrado andaluz, que tenía dos hijas como dos acuarelas
de pandereta; el padre era unas castañuelas de la sala de lo civil, y sus
retoños, sin madre, se pasaban la vida, inocentes en el fondo, jaleando
la alegría de su papá. Se aburrían mucho en aquel pueblo sucio, frío, húmedo, y
vieron el cielo abierto con la amistad de Emma y compañía. El magistrado, que
era, además, muy embustero, y hablaba de riquezas que él tenía allá, en la
tierra, se embarcó en lo de la fábrica de Productos Químicos, aunque de
tapadillo, y vino a interesarse en unos diez mil reales, que él multiplicaba
añadiendo una porción de ceros a la derecha cuando hablaba a sus colegas y
amigos de su parte en el negocio. Pero no fue la de Ferraz y sus hijas la
adquisición mejor para Emma. Por mediación de las andaluzas, la Valcárcel tuvo
ocasión, y la aprovechó, de ofrecer un verdadero servicio a las de Silva, tres muchachas
llenas de pergaminos, deudas y figurines. Las deudas y los pergaminos eran
cosas de su papá, pero los figurines, de ellas; no había chicas más elegantes
en el pueblo; eran tres, y cuando paseaban juntas, en posturas académicas,
constante grupo escultórico, recordaban las estampas grandes de los periódicos
de modas. Hacían de un vestido siete, y era un prodigio el verlas volverlo de
arriba abajo, y estirar y encoger sombreros, y aprovechar para cinco o seis
cosechas de la moda las mismas espigas y los mismos pepinillos y otros
vegetales contrahechos, de prendidos y sombreros. Fuera como fuera, ellas ponían la moda
en el pueblo, y por su nobleza y las arrogantes figuras que ostentaban,
disponían de los novios efímeros por manadas. Mientras el padre bebía los
vientos por fijar la rueda de la fortuna en la sala de juego de la Oliva, las
niñas se multiplicaban, verdaderas buhoneras de sí mismas, siempre con la
mercancía de su hermosura a cuestas por plazas, iglesias, paseos, bailes y
teatro. Pero llegó un luto, y aquí fue ella. Iba a abrirse el antiguo
coliseo con la Compañía de ópera remendada, y las de Oliva no podrían ir
los jueves y domingos a lucir sus gracias, enhiestas en sus sillones con
almohadón, a la orilla del antepecho de su palco, como grullas tiesas y
melancólicas a la margen del mar. El pariente
difunto era un tío segundo; pero era marqués. Si hubiera sido un
cualquiera, las de Silva seguirían vestidas de [298] colorado y tan ubicuas como siempre; pero el luto
de un marqués no podía preterirse sin profanarse. No había palco posible.
Entonces fue cuando Emma pudo ganar la amistad de aquellas elegantes
aristócratas haciéndoles un favor y matando dos pájaros de un tiro. Como ella
venía a ser la empresaria, y los cantantes eran sus íntimos amigos y
personas muy decentes, no habría inconveniente en presenciar las funciones de
ópera entre bastidores. Las de Ferraz propusieron el expediente a las de Silva,
que sin consultarlo con el papá, con quien no consultaban nada, aceptaron locas
de alegría. No podrían lucirse tanto de telón adentro; pero se divertirían de
fijo; verían cosas muy agradables, muy nuevas, y hasta podrían coquetear con
los cantantes, algunos de los cuales, como Minghetti, eran muy guapos y
simpáticos. Emma se creyó en el deber de no dejar ir solas a aquellas señoritas
al escenario y sus oscuros alrededores, y desde la primera noche, sin
consultarlo tampoco con nadie, las acompañó, y las presentó a la Gorgheggi, que
las ofreció su cuarto para pasar el rato en amable tertulia durante los
entreactos. Marta y las de Ferraz también asistieron alguna vez al espectáculo,
de tapadillo, corriendo y jugueteando por aquellos pasillos y corredores
estrechos y sucios, entre telones y [299] trampas; pero en general preferían lucirse en el palco de
la Empresa, de Emma, que estaba al lado de la presidencia.
Es claro que en cuanto se supo
que las de Silva iban con la de Reyes a ver las óperas entre bastidores, se
murmuró mucho, y se las compadeció porque venían a ser huérfanas por completo,
teniendo aquel padre que tenían. ¡Pobrecitas,
no han tenido madre cuando más falta les hacía! Y después de este acto de caridad, se
las despedazaba. Pero ellas no hacían caso. La
sociedad de la Gorgheggi las enorgullecía, como a la Valcárcel, y el respeto
con que todos las trataban en el escenario y en el cuarto de la cantante,
también las halagaba mucho. Serafina estaba en sus glorias, viéndose admirada y
considerada por aquellas jóvenes de la aristocracia, cuyos finos modales y
hasta el luto que vestían daban dignidad y nobleza a su tertulia de los
entreactos.
-¡Soy
feliz, Bonifacio, muy feliz... y todo te lo debo a ti! Así decía la tiple,
cogiendo por las muñecas a su amante, atrayéndole a su seno y besándole con un
entusiasmo de agradecimiento, que Reyes estimaba en lo que valía.
«Sí,
ella era feliz, pensaba; más valía así». También Emma vivía muy contenta y le
trataba a él mejor que antes, y a veces le daba a [300] entender que
le agradecía también la iniciación en aquella nueva vida... del arte,
como llamaban en casa a los trotes en que se habían metido. Todos eran felices, menos
él... a ratos. No estaba satisfecho de los demás, ni de sí mismo, ni de nadie. Debía serse bueno, y nadie lo era. En el mundo ya no había
gente completamente honrada, y era una lástima. No había con quién tratar, ni
consigo mismo. Se huía; le espantaban, le repugnaban aquellos soliloquios
concienzudos de que en otro tiempo estaba orgulloso y en que se complacía,
hasta el punto de quedarse dormido de gusto al hacer examen de conciencia.
Ahora veía con claridad que, en resumidas cuentas, él era una mala persona.
Pero ¿de qué le valía aquella severidad con que se trataba a sí mismo a la hora
de despertar, con bilis en el gaznate, si después que se levantaba, y se
lavaba, y se echaba mucha agua en el cogote, resucitaba en él, con el vigor de
la vida, con la fuerza de su otoño viril, sano y fuerte, la concupiscencia
invencible, el afán de gozar, la pereza del pecado convertido en hábito?
Aquello iba mal, muy mal; su casa, la de su mujer, antes era aburrida,
inaguantable, un calabozo, una tiranía; pero ya era peor que todo esto, era
un... burdel, sí, burdel; y se decía a sí mismo: «Aquí todos vienen a
divertirse y a [301] arruinarnos; todos parecemos cómicos y aventureros,
herejes y amontonados». Este amontonados tenía un significado terrible en
los soliloquios de Bonis. Amontonados era... una mezcla de amores
incompatibles, de complacencias escandalosas, de confusiones abominables. A
veces se le figuraba que aquella familiaridad exagerada de los alemanes, los
cómicos, y su mujer, era algo parecida a la cama redonda de la miseria;
podía no haber allí ningún crimen de lesa honestidad..., pero el peligro
existía y las apariencias condenaban a todos. Marta, que iba a casarse con el
tío Nepomuceno, admitía galanteos subrepticios del primo Sebastián, un
cincuentón verde y bien conservado, que de romántico se había convertido en
cínico, por creer que en esto consistía el progreso. Sebastián, antes tan idealista y poético, ahora no podía
ver una cocinera sin darle un pellizco, y esto lo atribuía a que estábamos en
un siglo positivo. Él, Bonifacio, había tenido que consentir en que su querida entrase en casa
de su mujer, y fueran amigas y comieran juntas... Emma, aunque indudablemente honrada, dejaba a Minghetti
acercarse demasiado y hablarle en voz baja. Él no desconfiaba...; pero, ¿por
qué? Tal vez porque su conciencia de culpable le cerraba los ojos, porque no se
atrevía a acusar a nadie...; porque [302] había perdido el tacto espiritual; porque ya no
sabía, entre tanta falsedad, torpeza y desorden, lo que era bueno y malo;
decoro, honor, delicadeza...; en otro tiempo, cuando él esquilmaba
la hacienda de los Valcárcel, en competencia con D. Nepo; cuando él manchaba el
honor de su casa con un adulterio del género masculino, pero adulterio, en
medio de sus remordimientos encontraba disculpas relativas para su conducta: el
amor y el arte, la pasión sincera, lo explicaban todo. ¡Pero ahora! Una larga
temporada había estado siendo infiel a su pasión; entregado noches y
noches a un absurdo amor extraviado, todo liviandad, amor de los sentidos
locos, que era más repugnante por tener el tálamo nupcial por teatro de
sus extravagantes aventuras; y esto le había abierto los ojos, y le hacía
comprender la miseria espiritual que llevaba dentro de sí, y que su pasión no
era tan grande como había creído, y que, por consiguiente, no era legítima.
Además... y ¡oh dolor!, el arte mismo tenía sus más y sus menos, y allí no era
arte todo lo que relucía. No, no; no había que engañarse más tiempo a sí mismo;
aquello era un burdel, y él uno de tantos perdidos. Allí no había nada bueno
más que aquella ternura pacífica, suave, seria, callada, que se le despertaba
de vez en cuando, que le hacía aborrecible [303] cuanto le rodeaba y le llevaba a desear ardientemente, no
morirse, porque a la muerte la tenía mucho miedo por el dolor y la
incertidumbre de ultratumba, sino transformarse, regenerarse. Pensaba en algo
así como un injerto de hombre nuevo en el ya gastado tronco que arrastraba por
el mundo tanto tiempo hacía. Aún no era viejo, y le parecía haber vivido
siglos; desde los recuerdos de la infancia, que se referían a los años de
ensueño en que había salido del limbo de la vida inconsciente, al día de la
fecha, ¡qué distancia! ¡Cuánto había sentido! ¡Qué de vueltas había dado a las
mismas ideas!
Y
el pobre Bonis se frotaba la frente y toda la cabeza con las manos, compadecido
de aquel cerebro que bullía, que crujía, que pedía reposo, paz... y la ayuda de
fuerzas nuevas.
Un
día encontró Bonis en un libro la palabra avatar y su explicación, y se
dijo: -¡Una cosa así me vendría a mí perfectamente! Otra alma que entrara en mi
cuerpo; una vida nueva, sin los compromisos de la antigua.
No
esperaba milagros. No le gustaban siquiera. El milagro era un absurdo, algo
contra la fría razón, y él quería método, orden, una ley en todo, ley
constante, sin excepción. El milagro era romántico, revolucionario, violento, y
él no estaba ya por el romanticismo, ni [304] por la violencia, ni por lo extraordinario, ni por la
pasión. Sí; había amor que valía más que el apasionado. Más era: había amor
sublime que no era el amor sensual, por alambicado y platónico que éste
quisiera considerarse... Amar a la mujer... siempre era amar a la mujer. No,
otra cosa... Amor de varón a varón, de padre a hijo. ¡Un hijo, un hijo de mi
alma! Ese es el avatar que yo necesito. ¡Un ser que sea yo mismo, pero
empezando de nuevo, fuera de mí, con sangre de mi sangre!
Y
Bonis, llorando al pensar esto, se decía, arrimando la cabeza contra una pared:
-Sí,
sí; lo de siempre; el anhelo de toda mi vida desde que pude tenerlo: ¡el hijo!
Por
su espíritu pasó como el halago de una mano de luz que le curaba, sólo con su
contacto, las llagas del corazón. Sintió una emoción de legítimo contento de sí
mismo ante la conciencia clara, evidente, de que en el fondo de todos sus
errores, y dominándolos casi siempre, había estado latente, pero real,
vigoroso, aquel anhelo del hijo, aquel amor sin mezcla de concupiscencia. En él
lo más serio, lo más profundo, más que el amor al arte, más que el anhelo de la
pasión por la pasión, siempre había sido el amor paternal... frustrado.
Y
siempre lo había deseado lo mismo; su deseo tenía la forma plástica, constante,
fija, de [305] un recuerdo intenso. Siempre era el hijo; varón y
uno solo; su único hijo.
Una
mujer... no podía continuarle a él; él no se concebía femenino en el ser que
heredara su sangre, su espíritu. Tenía que ser hombre. Y uno solo; porque aquel amor que
había de consagrar al hijo tenía que ser absoluto, sin rival. Amar a varios hijos le parecía a Bonis una infidelidad
respecto del primero. Sin saber lo que hacía, comparaba el cariño a mucha prole
con el politeísmo. Muchos hijos era como muchos dioses. No, uno solo...; aquel, aquel de que le
hablaban las entrañas, aquel que casi casi le presentaba ante los ojos, en el
aire, la alucinación de sus noches sin sueño.
¿Y
de dónde había de salir su único hijo?... No
cabía duda; la ley era la ley, el orden el orden; no cabían sofismas del
pecado: había de salir del vientre de Emma.
Pero
¡ay, que él no merecía el hijo! No, no vendría.
Después
de aquella noche del baile, origen de aquel amontonamiento social en que
vivían cómicos, alemanes y gente de su casa, su Emma, el tío, él mismo; después
de aquella noche en que él, si no fuera enemigo de admitir intervención
directa, en sus asuntos, de lo sobrenatural, hubiera visto la mano de la
Providencia, la revelación del destino, ¿había estado a [306] la altura ideal
de las grandes cosas que había soñado? No, de ningún modo. Había vuelto a
claudicar; se había dejado arrastrar con todos los demás a la vida fácil,
perezosa, del vicio, y había llegado a ver con embeleso a su querida en la
casa, a la mesa de su esposa, y había llegado a figurarse legítimas tales
abominaciones con aquella filosofía de los semiborrachos de sobremesa, que en
otro tiempo le parecían inspiraciones poéticas, moral artística, excepcional,
privilegiada. ¡Y él era el mismo que había sentido, oyendo cantar a Serafina
una canción a la Virgen, que en sus entrañas encarnaba un amor divino! ¡Él, con
un misticismo estrambótico, falso, se había comparado, disparatada pero
sinceramente, con la Virgen Madre!
Y
cuántas veces, después, había visto las cosas de otra manera, y había llegado a
pensar: «¡Todo es cuestión de geografía! Si yo fuese turco, todo esto sería legítimo; pues figurémonos
que estamos en otras latitudes... y longitudes». Más era: en aquel
instante en que hacía tan tristes reflexiones, ¿estaba arrepentido? No. Estaba
seguro, porque se lo decía la conciencia, de que pocas horas más tarde, cuando
el cuerpo estuviese repleto y la fantasía excitada por el vino y el café, y
acaso por la música de Minghetti y Emma, de nuevo sería [307] él aquel Bonifacio corrompido,
complaciente, bien hallado con la especie de amor libre que se le había metido
en casa. Vendría Serafina, y mientras Minghetti y Emma continuaban sus
lecciones interminables, ellos dos, Serafina y él, en el cenador de la huerta,
¡oh miseria!, ¡oh vergonzoso oprobio!, serían, como siempre, amantes; amantes
de costumbre, sin la disculpa, aunque de poca fuerza, disculpa al fin, de la
ceguedad de la pasión; amantes por el hábito, por la facilidad, por el pecado
mismo...
¡No, no tendría el hijo! ¡Miserable! ¡No lo merecía!
Renunciaba a la ventura.
Pero
si no la felicidad, podría tener el arrepentimiento verdadero.
¿Por
qué no aspirar a la perfección moral y llegar en este camino adonde se pudiera?
Entre
todas las grandes cosas que se le habían ocurrido ser en este mundo, gran
escritor, gran capitán (esto pocas veces, sólo de niño), gran músico, gran
artista sobre todo, jamás sus ensueños le habían conducido del lado de la
santidad. Si en otro tiempo se había dicho: ya que no puedo inventar grandes
pasiones, dramas y novelas, hagamos todo esto, sea yo mismo el héroe,
¿por qué no había de aspirar ahora a un heroísmo de otro género? ¿No podía ser
santo? [308]
Para
artista, para escritor, le faltaba talento, habilidad. Para ser santo no se
necesitaba esto.
Y
el pobre Bonis, que a ratos andaba loco por casa, por calles y paseos
solitarios, buscó la Leyenda de oro en la librería de su suegro, y vio
que, en efecto, había habido muchos santos cortos de alcances, y no por eso
menos visitados por la gracia.
Sí,
eso era; se podía ser un santo sencillo, hasta un santo simple...
Dejarlo
todo, ya que no tenía hijo, y seguir...
¿Seguir a quién? ¡Si él no tenía bastante fe, ni mucho menos! ¡Si dudaba, dudaba mucho, y
con un desorden de ideas que le hacía imposible aclarar sus dudas y volver a
creer a macha-martillo! Aquellos libracos, que
había leído con avidez para hacerse todo lo sabio posible, a fin de preparar la
educación del hijo, le habían producido, en suma, una indigestión intelectual
de negaciones. No era creyente... ni dejaba de serlo. Había cosas en la Biblia
que no se podían tragar. Un día que oyó que los seis días del Génesis no eran
días, sino épocas, aun en pura ortodoxia, sintió un gran consuelo, como si se
le quitara un peso de encima, como si hubiera sido él quien hubiera inventado
lo del mundo hecho en seis días. Pero quedaba lo del Arca con todas las
especies de [309] animales; quedaba la torre de Babel; quedaba el pecado,
que pasaba de padres a hijos, y quedaba Josué parando el sol..., en vez de
parar la tierra. No, no podía ser: él no podía coger su cruz, porque no era un simple
como los de la Edad Media, sino un simple ilustrado, un simple de café,
un simple moderno... ¡Ah, pero lo que no le faltaba era el sincero anhelo de
sacrificio, de abnegación y caridad!... Hacer disparates para la mayor gloria...
de lo que hubiese allá arriba, le parecía muy puesto en razón, algo como una
música interior. Una noche leyó en la cama un libro que hablaba de un místico
medio loco, italiano, de la Edad Media, a quien llamaban el juglar de Dios;
parecía el payaso de la gloria: lleno del amor de Jesús, se reía de la Iglesia
y daba por hecho que él se condenaría, pero llevando al infierno su pasión
divina, que nadie podía arrancarle: y el tal Jacopone de Todi, que así le
llamaba el vulgo, que se reía de él y le admiraba, hacía atrocidades ridículas
para que su penitencia no fuese ensalzada, sino objeto de burla; y salía
andando con las manos, cabeza abajo y los pies al aire; y se untaba de aceite
todo el cuerpo, desnudo, y se echaba a rodar sobre un montón de plumas, que se
le pegaban al cuerpo; y de esta facha salía por las calles para que los
chiquillos le corrieran... [310]
Bonis
lloraba de ternura leyendo estas hazañas del clown místico, del autor de los Laudes,
después inmortalizados. Él, Bonis, no era poeta, pero con la flauta creía poder
decir muchas cosas, y hasta convertir infieles... Pero el toque estaba en el arranque.
Irse por el mundo, echar a correr, dejarlo todo, y ya que no tenía un hijo, ser
un santo de pueblo, un santo loco, estaba muy puesto en razón; mas ¡ay!, la
conciencia le decía que no se atrevería jamás, no ya a dejarlo todo, hasta las
zapatillas, y tomar su cruz; ni siquiera a dejar a su mujer... ni aun a su
querida. [311]
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