- XIV -
Grandes
acontecimientos vinieron a sacar a Reyes de estas intermitentes veleidades
místicas, que él mismo, en sus horas de sensualismo racionalista y moderado,
calificaba de enfermizas. El infeliz Bonis no pudo menos de recordar un pasaje
muy conocido de La Sonámbula; aquel de:
ah, del tutto ancor non sei
cancellata dal mio cuor,
(según él lo cantaba), cuando
llegó la hora de despedirse de Serafina Gorgheggi; la cual, deshecha otra vez
la compañía, iba con Mochi contratada al teatro de la Coruña. Aquella separación
había sido una amenaza continua, la gota amarga de la felicidad en los días y
meses de ciega pasión; después un dolor necesario, y hasta merecido y
saludable, según pensaba [312] el amante, lleno de remordimientos y de planes morales.
Pero al llegar el momento, Bonis sintió que se trataba de toda una señora
operación practicada en carne viva. Con toda franqueza, y explicándolo todo
satisfactoriamente por medio de una intrincada madeja de sofismas, Reyes
reconoció que los afectos naturales, puramente humanos, eran los más
fuertes, los verdaderos, y que él era un místico de pega, y un romántico y un apasionado
de verdad. ¡Ay!, separarse de Serafina, a pesar de aquella tibieza con que su
espíritu la trataba de algún tiempo a aquella parte, era un dolor verdadero, de
aquellos que a él le horrorizaban, de los que le daban la pereza de padecer.
¡Era tan molesto tener el ánimo en tensión, necesitar sacar fuerzas de flaqueza
para aguantar los dolores, los reales! Y no había más remedio. Pensar en tener compañía
de ópera más tiempo, era absurdo. Ya todos los expedientes inventados para
retener en el pueblo a Mochi y su discípula estaban agotados, no podían dar más
de sí. Nunca se había visto, ni en tiempo de la Tiplona, mientras esta fue
cantante, que las partes de una compañía permanecieran un año seguido, y
algo más, en la ciudad, fuera trabajando o en huelga. Lo que se había visto era
tal cual corista que se quedaba allí, casada con uno del pueblo, o ejerciendo
un oficio; un director de orquesta se había hecho vecino para dirigir una banda
municipal...; pero tiples y tenores, nunca habían parado tantos meses:
concluido el trigo, volaban. El fenómeno que ofrecían Serafina, Julio y
Gaetano, era tan admirable como si las golondrinas se hubieran quedado a pasar
un invierno entre nieve. Sólo que de las golondrinas no se hubiera hecho
comidilla para decir que las alimentaban los gorriones, por ejemplo. Y de la
larga estancia de los cómicos, contratados unas temporadas, otras no, se decían
horrores. No por hacer callar a la maledicencia, de la que nadie se acordaba, a
no ser Bonis, sino porque no había manera decorosa, ni aun medio decorosa, de
continuar cubriendo las apariencias, ni tampoco recursos para seguir
manteniendo los grandes gastos que causaban aquellos restos de la compañía
disuelta, se comprendió la necesidad de que terminase aquel estado de cosas,
como le llamaba Reyes. La empresa había perdido bastante, y sobre la empresa,
es decir, sobre el caudal mermadísimo del abogado Valcárcel, continuaban cargando,
más o menos directamente, las principales partes, a saber: Mochi,
Serafina y Minghetti. Se presentó la ocasión de ganar la vida con el trabajo, y
hubo que aprovecharla, por más que doliera a unos y a otros la despedida. Quien
no transigió fue [314] Emma. Tuvo una encerrona con su tío y mayordomo, que había
sido nombrado vicepresidente de la Academia de Bellas Artes, agregada a la
Sociedad Económica de Amigos del País, y de aquella conferencia resultó el
acuerdo, porque allí todo eran panes prestados, de que Minghetti continuaría en
el pueblo en calidad de director de la Sección de música en la citada Academia.
El sueldo que pudieron ofrecer los señores socios al barítono no era gran cosa;
pero él se dio por satisfecho, porque además pensaba dar lecciones de piano y
de canto, y con esto y lo otro (y lo otro, así decía la malicia, entre
paréntesis, por lo bajo) podía ir tirando, hasta que se cansara de aquella vida
sedentaria, y se decidiera a admitir una de las muchas contratas que, según él,
se le ofrecían desde el extranjero.
Serafina
dejaba con pena el pueblo, en que había llegado casi a olvidar que era una
actriz y una aventurera, para creerse una dama honrada que tenía buenas
relaciones con la mejor sociedad de una capital de provincia, y un amante fiel,
dulce, manso y guapo. A Bonis le había llegado a querer de veras, con un cariño que tenía algo de
fraternal, que era a ratos lujuria y que se convertía en pasión de celosa
cuando sospechaba que el tonto de Reyes podía cansarse de ella y querer a otra.
Tiempo [315] hacía que notaba en su
queridísimo bobalicón despego disimulado, distracciones, cierta tendencia a
huir de sus intimidades. Al principio sospechó algo de las extrañas noches de
valpurgis matrimonial que tan preocupado trajeron una temporada a Reyes;
después, siguiendo la pista a los desvíos y distracciones del amante, llegó a
comprender que no se trataba de otros amores, sino de ideas que a
él le daban; tal vez iba a volvérsele definitivamente bobo, y no dejaba de
sentir cierto remordimiento.
«A este se le ablanda la mollera por culpa mía».
Más de una vez, en sus ligeras
reyertas de amantes antiguos, pacíficos y fieles, pero cansados, oyó a Bonis
hablar de la moral como un obstáculo a la felicidad de entrambos. Lo que nunca pudo sospechar Serafina fue la principal idea
de Bonis, la del hijo; y esto era lo que en realidad le apartaba de su
querida, del pecado.
Pero
en la noche en que, al arrancar la diligencia de Galicia, Bonis, subiéndose de
un brinco al estribo de la berlina, pudo, a hurtadillas, dar el último beso a
la Gorgheggi, sintió que su pasión no había sido una mentira artística,
porque con aquel beso se despedía de un género de delicias intensas, inefables,
que [316] no podrían volver; con aquel beso se despedía del último
vestigio de la juventud.
Entre
la muchedumbre que había acudido a despedir a los cantantes, se sintió Bonis,
después que desapareció el coche en la oscuridad, muy solo, abandonado, sumido
otra vez en su insignificancia, en el antiguo menosprecio.
Delante
de él, que volvía solo por la calle sombría adelante, solo entre la muchedumbre
de sus amigos y amigas, distinguió dos bultos que caminaban muy juntos, cogidos
del brazo, según era permitido en aquella época a las señoritas y a los
galanes; eran Marta Körner y Nepomuceno, que se habían adelantado, huyendo la
vigilancia del alemán, que no gustaba de tales confianzas. La escena de la
despedida los había enternecido y animado; la oscuridad de las calles,
alumbradas con aceite, les daba un incentivo en su misterio, y en el cuchicheo
de su diálogo se sentía el soplo de la pasión... de la pasión carnal de Nepo y
de la pasión de... marido de Marta. Iban absortos en su conversación, olvidados
de los que venían detrás, creyéndose a cien leguas de la gente, sin pensar en
ella; levantaban a veces la voz, Marta singularmente; y Bonis, sin querer al
principio, queriéndolo muy de veras después, oyó cosas interesantes.
«Había
que hablar cuanto antes a Emma; [317] había que decirle el gran secreto de aquella pareja: que
iban a casarse antes de un mes. Y había que ajustar cuentas, separar los
respectivos capitales, sin perjuicio de seguir administrando el tío el de la
sobrina, hasta que ya no hubiera cosa digna de mención que administrarle».
Estaba perdida; no había hecho más que ir gastando, derrochando, sin enterarse
jamás de que corría a la ruina completa. Hablarle a ella de hipotecas, era
hablarle en griego. «Pues hipoteque usted», decía, sin más idea de la hipoteca
que la de ser un modo de sacar ella el dinero necesario para sus locuras,
cuanto antes.
-Mire
usted -decía el tío a Marta (pues el tú lo dejaba para después de la
boda) -; es una mujer que no tiene idea clara de lo que significa el tanto por
ciento, y cuando le hablan de un interés muy subido, le suena lo mismo que si
le hablan de un interés despreciable; para ella no hay más que el dinero que le
den por lo pronto; parece así... como que se figura que roba a los usureros, a
quienes toma dinero al sabe Dios cuántos. Para aliviar estos males, he llegado
yo mismo a ser el único judío para mi sobrina; yo soy, yo, quien, sin
saberlo ella, porque ni lo pregunta, le facilito cantidades a un módico
interés.
Marta
oía a Nepo con más placer que si le [318] fuera recitando la primavera temprana de Gœthe.
-¿De
modo... que ellos van a arruinarse?
-Sí;
ya no tiene remedio.
-La
culpa es suya.
-Suya...
Empezó él... siguió ella... después los dos...; después todo el mundo... Usted
lo ha visto: aquella casa es un hospicio; los cómicos nos han comido un
mayorazgo..., y como la fábrica va mal...
-¡Oh!,
pero eso no hay que decirlo por ahí...
-No;
es claro...
-Papá
espera levantar el negocio; sus corresponsales le ofrecen mercados nuevos,
salidas seguras...
-Sí,
sí; es claro..., pero ya será tarde para los de Reyes; nuestro esfuerzo, el que
haremos con nuestro propio capital... Marta, con el nuestro, ¿entiende usted?,
sacará la fábrica a flote...; pero ya será tarde para ellos. Nuestro porvenir
está en la pólvora...
Marta
apretó el brazo de Nepo, y lo que siguieron hablando ya no pudo oírlo Bonis.
Se
quedó atrás; entró el último en su casa, adonde volvieron muchos de los que
habían ido a despedir a la Gorgheggi y a Mochi, pues de allí había partido la
comitiva. Serafina había ido al coche desde la casa de Emma, porque ésta no
podía salir aquella noche; [319] se sentía mal, y se habían despedido en el gabinete de la
Valcárcel.
Bonis
se detuvo en el portal, cuando ya todos estaban arriba. ¡Qué ruido! ¡Qué
algazara! ¡Lo de siempre! Ya nadie se acordaba de los que se alejaban carretera
arriba; como si tal cosa. Arrastraban sillas, sonaba el piano y después el taconeo de los danzantes.
Bailaban.
«¡Y todo esto lo he traído yo! ¡Y bailan sobre las ruinas!
¡Los Reyes se arruinan; la casa Valcárcel truena... y el último ochavo
lo gastan alegremente entre todos estos pillos y viciosos que he metido yo en
casa!».
«¡Empezó
él!, decía ese tunante. ¡Y tiene razón! Yo empecé, y aún debo, aún debo... lo
robado. Y todo lo demás que vino después, la empresa teatral..., la fábrica...,
los banquetes, las jiras, los saraos..., los préstamos a esos hambrientos y
chupones..., por culpa mía, por mi pasión..., que ya se extinguía, por miedo a
echar cuentas, por miedo de que se descubriese mi adulterio; sí,
adulterio, así se llama... yo lo toleré... lo procuré todo... Todo es culpa
mía, y lo peor es lo que dice el tío: Empezó él».
Y
Bonis, sin pasar del portal, mal alumbrado por un farol de aceite, se cogía la
cabeza con las manos.
No
se determinaba a subir. Le daba asco su casa con aquella chusma dentro. [320]
«¡Si
fuera para barrerlos! Y a mí con ellos... a todos..., a todos...
»¿Cómo
seguir con aquella vida, ahora sobre todo, que ni el placer, ni el pecado, le
arrastraba a ella?
»¡Egoísta!
Como se fue tu pareja, moralizas contra los demás.
»Pero,
¿y la ruina? Cuando ese la anuncia, segura será... ¡Seremos pobres! Por mí...
casi me alegro...; pero es horrible... porque es por culpa mía».
Cesó
de repente el ruido del baile, que sonaba sordo y continuo sobre su cabeza;
después se oyeron muchos pasos precipitados en una misma dirección..., hacia el
gabinete de Emma.
-¿Qué
pasa? -se dijo asustado Bonis. Pensó de repente, como antaño-: Emma se ha
puesto mala, y me va a echar la culpa. Se dirigió hacia la escalera, cuya
puerta abrieron con estrépito desde dentro; bajando de dos en dos los peldaños,
venían dos bultos: el primo Sebastián y Minghetti, que atropellaron a Bonis.
-¿Qué
hay? ¿Qué sucede? -gritó, recogiendo del suelo el sombrero, el que debía ser
amo de la casa.
-¡Arriba,
hombre, arriba! ¡Siempre en Babia! Emma así..., y tú fuera...
Esta frase del primo Sebastián le supo a [321] Bonis a todo
un tratado de arqueología; era del repertorio de las antigüedades clásicas de
su servidumbre doméstica.
-Pero...
¿qué hay? ¿Qué tiene Emma?
-Está
mala..., un síncope..., jaqueca fuerte... -dijo Minghetti -. Vamos corriendo a
buscar a D. Basilio; le llama a gritos.
-Sube,
hombre; corre; te llama a ti también; nunca la vi así... Esto es grave... Sube,
sube...
Y
se lanzaron a la calle los dos emisarios, rivalizando en premura y celo.
-Usted,
al Casino; yo, a su casa -dijo Sebastián -; y cada cual echó a correr: uno,
calle arriba; otro, calle abajo.
Bonis
entró temblando, como en otro tiempo. «¿Qué sería? ¿Volverían los días horrorosos de la fiera
enferma? ¡Comparados con ellos los presentes, de relajamiento moral, le
parecían ahora flores! Y en adelante, ¿qué armas tendría para la lucha? Ya no
creía en la pasión, aunque tanto le estaban doliendo aquella noche sus últimas
raíces; ya no creía apenas en el ideal, en el arte...; todo era un engaño,
tentación del pecado... Sí: volvía su
esclavitud, su afrenta, aquella vida de perro atado al pie de la cama de una
loca; él ya no tendría fuerza para resistir; con un ideal, con una pasión,
lo sufría todo; sin eso... nada. Se moriría... [322] La enfermedad otra vez... y ahora, con la pobreza, acaso,
de seguro... ¡Qué horror!... ¡Oh! No; escaparía».
Entró,
pasillo adelante; todo era confusión en la casa. Las de Ferraz y una de las de Silva
corrían de un lado a otro, daban órdenes contradictorias a los criados; en el
gabinete de Emma, Marta y Körner junto al lecho, parecían estatuas de mausoleo.
-¡Duerme! -dijo con solemnidad el padre.
-¡Silencio!
-exclamó la hija, con un dedo sobre los labios.
-Pero,
¿qué ha sido?
-¡Pchs!
Silencio.
-Pero
(más bajo y acercándose); pero... yo quiero saber... ¿y el tío? ¿Dónde está el
tío?
-Se está mudando -contestó
Marta en voz baja, de esas que son silbidos, más molestos que los gritos.
Reyes
notó el olor de un antiespasmódico; olor de tormenta para los recuerdos de sus
sentidos. También había cierto hedor nauseabundo.
Se
aproximó más a la cama; a los pies estaba amontonada ropa blanca, de que se
había despojado Emma después de metida entre sábanas, según su costumbre.
También ahora los recuerdos de los sentidos le hablaron a Bonis de tristezas, y
tras rápida reflexión, se sintió alarmado. [323]
-Pero,
¿qué ha sido? -preguntó sin bajar la voz lo suficiente, olvidándose del sueño
de su esposa, pensando cosas muy extrañas.
-No
grite usted, hombre -dijo la alemana muy severamente.
Bonis
acercó el rostro al de su mujer.
-Duerme
-dijo Körner.
-¡Dios
lo sabe! -pensó Bonis.
Emma,
pálida, desencajada, desgreñada, con diez años, de los que había sabido
quitarse de encima, otra vez sobre las fatigadas facciones, abrió los ojos, y
lo primero que hizo con ellos fue lanzar un rayo de odio y otro de espanto
sobre el atribulado esposo.
-¿Qué
ha sido, hija mía, qué ha sido?
Quiso
hablar la enferma, y, al parecer, hasta pronunciar un discurso, porque procuró
incorporarse, y extendió los brazos; pero el esfuerzo le produjo náuseas, y
Bonis, sin tiempo para retirarse un poco, corrió la misma borrasca de que se
estaba secando el tío.
Körner,
discretamente, retrocedió un paso. Marta se colgó de la campanilla en son de
pedir socorro, porque no era ella hembra que descendiese a ciertos pormenores
al lado de los enfermos. El estómago, decía ella, no es nuestro esclavo; antes
bien, nos esclaviza.
Acudieron
las de Ferraz, y luego Eufemia con agua, arena, toalla y cuanto fue del caso. [324] A Bonis se
le hizo comprender que apestaba, y corrió a mudarse.
Cuando
volvió al cuarto de su mujer, vio en la sala al tío, a Körner, a Marta, a las
de Ferraz, a la de Silva, a Minghetti y a Sebastián.
-¿Está
mejor, está sola?
Sebastián
respondió casi de limosna:
-No:
está con ella D. Basilio.
Antes
de decidirse a entrar en el gabinete, Bonis consultó con la mirada al concurso.
Vio algo extraño
en ellos: parecían menos alarmados y como llenos de curiosidad maliciosa. Había allí sorpresa, incertidumbre, no susto ni temor a un
peligro.
-¿Pasa
algo? ¿Qué pasa? -preguntó anhelante, con la cara de lástima que ponía cuando
acudía en vano a implorar sentimientos tiernos, de caridad, en sus semejantes.
-Hombre,
usted puede entrar -dijo Körner -; al fin es el marido.
Bonis
entró. D. Basilio, correcto en el vestir, como siempre, de color de manteca el
gabán entallado; sonriente; de expresión espiritual boca y mirada, dejaba pasar
una tormenta de espanto y rebeldía contra los designios de la naturaleza a que
se entregaba Emma, que se apretaba la cabeza desgreñada con las manos
crispadas, y llamaba a Dios de tú y con un tono que parecía de injuria. [325]
-¡Dios
mío! ¿Qué es esto? -preguntó Bonis espantado, con las manos en cruz, frente al
médico.
-Pues,
nada; que su mujer de usted... está nerviosísima, y ha tomado a mal una noticia
que yo creí que la llenaría de satisfacción y legítimo orgullo...
-¡Calle
usted, Aguado! ¡No se burle de mí! ¡No estoy para bromas! ¡Dios mío! ¡Qué va a ser de mí! ¡Qué
atrocidad! ¡Qué barbaridad! ¡Qué va a ser de mí!... ¡Dios de Dios! Y a estas
horas... yo me voy a morir... de fijo... de fijo... me lo da el corazón. ¡Yo no paro, no paro, no paro!...
-¿Delira?
-gritó Bonis con horror.
-¿Por
qué?
-Como
dice... que no para... no para...
-No;
no dice eso -y D. Basilio se interrumpió para reír con toda sinceridad -. Lo
que dice es que no pare, no pare... Pero ya verá usted cómo en su día, aún
lejano, damos a luz un robusto infante.
-¡Alma
mía! -exclamó Reyes comprendiendo de repente, más que por las señas que tenía
delante, por una voz de la conciencia que le gritó en el cerebro: «Se
fue ella, y viene él; no quería venir hasta hallar solo tu
corazón para ocuparlo entero. Se fue la pasión y viene el hijo». [326]
Se
lanzó a estrechar en sus brazos la cabeza de su esposa; pero esta le recibió
con los puños, que, rechazándole con fuerza, le hicieron perder el equilibrio y
casi caer sobre don Basilio.
-¡Nerviosa,
nerviosísima! -dijo el médico, disimulando el dolor de un callo que le había
pisado aquel calzonazos.
Empezaron
las explicaciones.
Emma,
con verdadero pánico, se agarraba, como un náufrago a una tabla, a la esperanza
de que aquello era imposible.
Aguado,
con estadísticas que no necesitaba ir a buscar fuera de su clientela,
demostraba que imposibles de aquella clase le habían hecho pasar a él
muchas noches en claro. Y sin ir más lejos, citaba a la de Fulano y a la de Mengano, que se habían
descolgado con una criatura después de años y años de esterilidad, en rigor
aparente. «¡Oh, los misterios de la naturaleza!».
«Pero,
¿no la habían asegurado a ella, tantos años hacía, cuando el mal parto, cuando
quedó medio muerta, con las entrañas hechas una lástima, que ya no pariría
nunca, que aquello se había acabado, que no sé qué de la matriz?».
-Sí habrán dicho, señora; pero in illo tempore yo no
tenía el honor de contar a usted en [327] el número de mis clientes. Hay quien es un gran comadrón y un
grandísimo ignorante en obstetricia y tocología, y toda clase de logías...
divinas y humanas.
Mientras
Emma proseguía en sus lamentos, gritos y protestas, jurando y perjurando que
estaba dispuesta a no parir, que aquello era una sentencia de muerte
disfrazada, que a buena hora mangas verdes, y cosas por el estilo, Aguado se
volvió a Bonis para explicarle lo que había pasado allí.
En
cuanto se había acercado a la enferma había visto síntomas extraños que nada
tenían que ver con sus habituales crisis nerviosas; se había enterado de
pormenores íntimos, aunque con gran dificultad por el horror que tenía Emma a
todos los cálculos, previsiones y recuerdos aritméticos, no sólo a las cuentas
del tío; y entre estas noticias y lo que tenía presente, y ciertas inspecciones
y contactos, había sacado en consecuencia que aquella señora, como tantas
otras, al cabo de los años mil volvía por los fueros de la maternidad,
abandonados mucho tiempo. Habló mucho de matrices y de placentas, pero mucho
más de la misteriosa marcha de la Naturaleza a través, y permítaseme el
galicismo -dijo Aguado, que era purista en lo que se le alcanzaba -, a través
de los fenómenos fisiológicos de todos órdenes. [328] Indudablemente, y no lo decía por
alabarse, él no había esperado menos del régimen homeopático e higiénico a que
había sometido a su cliente: sin aquellos glóbulos, y más particularmente sin
la influencia físico-moral de los buenos alimentos, de los paseos y, sobre
todo, de las distracciones, aquel organismo hubiera continuado viviendo una
vida valetudinaria, sin esperanza, ni remota, de tener fuerzas sobrantes
suficientes para sacar de ellas una nueva vida, un alter ego. No cabía duda que Aguado insistía en querer deslumbrar a
Bonis, pues no solía el médico de las damas ser tan pedantescamente redicho.
De
todas suertes, Reyes tenía que contenerse para no abrazar al doctor; creía
disparatadamente que el estar su mujer embarazada o no dependía de aquella
discusión entre el médico y Emma; si Emma quedaba encima en la disputa, ¡adiós
hijo!; si el médico decía la última palabra, parto seguro.
Como
no había por qué ocultar la cosa, no se ocultó; los de la sala supieron
enseguida el pronóstico, nada reservado, de D. Basilio. Hubo gritos de alegría,
de sorpresa sobre todo, algunos de malicia; bromas, jarana y pretexto para
seguir divirtiéndose y alborotando: Emma continuaba protestando; se sentía
mejor, era verdad, después de haber desahogado por [329] completo,
pero el susto, al cambiar de especie, había empeorado; no estaba enferma, como
había temido, pero estaba en estado interesante, y esto era horroroso. Y
como no le hacían caso, y se reían de ella y hasta la dejaban sola, para correr
por la casa y refrescar y tocar el piano y cantar, toda vez que ella misma
confesaba que no le dolía nada, se tiraba la dama encinta de los pelos,
insultaba medio en broma, medio en veras, a sus amigas y amigos llamándolos
verdugos, y proponiéndoles que pariesen por ella y que verían.
Seguía
negando su estado, como si fuese asunto de honor, como pudiera negarlo Marta si
se viera en una por el estilo; pero negaba no por convicción, sino por
engañarse a sí misma. Por lo demás, bien comprendía ahora, después de oír a D.
Basilio y de contestar a sus sabias preguntas, que había estado ciega, que ella
misma debía haber comprendido mucho tiempo hacía de qué se trataba al notar
cosas extrañas en su vida íntima.
Bonis,
que había procurado quedarse con su mujer mientras los demás, despedido D.
Basilio, corrían al comedor, donde les aguardaba el refresco, tuvo que dejarla
sola porque le echó de su presencia a cajas destempladas. Desapareció Reyes, y
los convidados quedaron por dueños de la casa, pues D. Juan Nepomuceno [330] había salido
también cuando el médico.
En
el comedor se acentuó el carácter burlesco de las bromas con que se recibió el
inesperado suceso. Se hacían cálculos respecto de la mayor o menor proximidad
del alumbramiento, suponiendo que las cosas fueran por sus pasos contados a un
feliz desenlace. Las hipótesis respecto de las causas probables de tamaño lance
abundaban, se entrelazaban, se mezclaban, llegaban al absurdo y siempre
acababan apoyándose en ejemplos de casos semejantes y de otros mucho más
extremados. Körner demostró gran erudición en el particular; pero se preferían
como mejor testimonio, más digno de crédito, las cosas más recientes y de la
localidad. No le hubiera hecho gracia a Emma oír que se la comparaba con damas
parturientas de sesenta años, y que se citaba, como ejemplo de belleza
conservada milagrosamente, a Ninon de Lenclos, de quien nunca había oído ni el
nombre la señorita de Silva. ¡Lo que sabía aquella Marta, que fue la que llevó
la conversación de la tocología a la estética, para poder ella lucir sus
conocimientos sin menoscabo de su decoro y prerrogativas de virgen pudorosa e
ignorante en obstetricia! Ella, tan avispada, en esto de fingir inocencia tenía
tan mal tacto, que llegaba a ridículas exageraciones; [331] y así fue
que aquella noche, por rivalizar con el candor de las de Ferraz, a las primeras
noticias del feliz suceso que se preparaba estuvo inclinada a dar a entender
que, a su juicio, los recién nacidos venían de París; pero la de Silva, la
menor, con verdadera inocencia, dejó comprender todo lo que ella sabía respecto
del asunto, que era bastante; y Marta tuvo tiempo para recoger velas y
abstenerse de ridículas leyendas filogénicas y ontogénicas, como hubiera dicho
ella si no estuviera mal visto.
En
lo que estaban todos conformes era en lo que ya había afirmado el médico, a
saber: que la principal causa de aquella restauración de las entrañas de Emma y
de sus facultades de madre se debían a la nueva vida que llevaba de algún
tiempo a aquella parte, a las distracciones, a las expansiones. Consultado
Minghetti sobre el particular, daba señales de asentimiento con la cabeza, y
seguía comiendo pasteles. Los comensales le miraban a hurtadillas, y los más
perspicaces notaban en él un aire que Körner, hablando bajo con Sebastián,
llamó en francés gené; con lo cual Sebastián se quedó a oscuras.
Volvió
Nepomuceno cuando se levantaban de la mesa; se despidieron todos de Emma,
repitiendo las bromas, recomendándole tales y [332] cuales precauciones Körner, y aun Sebastián, que tenía una
experiencia que no se explicaban las chicas de Ferraz en un solterón; y todas
las vírgenes, Marta inclusive, se ofrecieron de allí para en adelante a servir
a la amiga enferma, de enfermedad conocida, en todo lo que fuera compatible con
el estado a que todas ellas todavía pertenecían.
Emma
rabiaba, azotaba el aire; y aumentaba su cólera porque no podía explicar a las
muchachas, decorosamente, los argumentos con que todavía seguía oponiéndose a
la sentencia facultativa. Bajando por la escalera, unas opinaban que el furor
de la Valcárcel era fingido, que bien satisfecha estaba con el descubrimiento;
otras pensaban, más en lo cierto, que si algo halagaba esta potencialidad a
Emma, no le daban lugar a satisfacciones el terror del parto, el asco y la
repugnancia a los menesteres de la maternidad después del alumbramiento.
-Y
además -decía una de Ferraz a la de Silva -, ¿no ha visto usted qué cara se le
ha puesto sólo con los preparativos esos y con el susto?
-Sí,
parecía un cadáver...
-Lo
que parecía era una cincuentona.
-Poco
le falta.
-No,
mujer, no exageres. Lo que era que... como se le había caído la pintura... [333]
-Diez
años más se le echaron encima.
-Eso
sí.
Y
todas ellas callaron de repente, ya en la calle, pensando por unanimidad en
Minghetti y en la cara de pocos amigos que había puesto en el cuarto de la
otra. Sebastián fue a acompañar a los de
Körner hasta su casa. Nepomuceno había tenido que quedarse porque el alemán era
muy delicado, ahora que se aproximaba la boda, en materias del qué dirán, y no
gustaba de que a tales horas pudieran encontrar por las calles oscuras a su
hija acompañada de su prometido, aunque Körner fuera con ellos. Aseguraba que
para Alemania era buena la costumbre de dejar a los novios andar juntos y solos
por cualquier parte, pero que en países meridionales toda precaución era poca.
Por lo visto, temía los ardores del buen Nepomuceno.
Pero
¿y Reyes?, preguntaban los amigos de la casa al separarse. ¿Dónde se habrá
metido? En el cuarto de Emma no quedaba.
Bonis
se había encerrado en su alcoba, ya que su mujer rechazaba enérgicamente las
expansiones del futuro padre, que hubiera deseado vivamente saborear en santo
amor y compaña de su esposa las delicias de la inesperada y bien venida noticia
que acababa de darles D. Basilio. [334]
A
falta de su mujer, Bonis se contentó con su humilde lecho de soltero, en
aquella alcoba suya, testigo de tantos pensamientos, de tantos sueños, de
tantos remordimientos, de tantas penas y humillaciones devoradas entre sollozos.
Su cama era su confidente, su mejor amigo; no el tálamo nupcial, el del cuarto
de su mujer, no; aquellas pobres tablas de nogal, aquellas sábanas sin encajes
(porque los encajes y puntillas le daban grima), aquella colcha de flores
azules, que le decían tantas cosas poéticas y tristes, dulces, suaves, tan
conformes con el fondo de su propio carácter. Parecíale que a fuerza de haber
mirado años y años aquellas flores, mientras su pensamiento vagaba por los
mundos encantados de sus ilusiones, de sus penas, se le había pegado a la
colcha como un barniz de idealidad, una especie de musgo azul de sus
ensueños... En fin, aquella colcha, y otra del mismo dibujo, pero de color de
rosa, eran algo así como amigas íntimas, confidentes que a él le faltaban en el
mundo de los vivos.
Muchas
veces pensaba en esto: él no tenía, en rigor, amigos entre los hombres; ni
amigos de la infancia, verdaderos, capaces de comprenderle y capaces de
abnegación; ni amigos de la edad viril...; il suo caro Mochi... ¡bah!, le había engañado una temporada. Era un vividor [335] a quien Dios
perdonara. Sus amigos eran las cosas. La montaña del horizonte, la luna, el
campanario de la parroquia, ciertos muebles... la ropa de color, usada, de
andar por casa... las zapatillas gastadas... el lecho de soltero sobre
todo. Estos seres inanimados, de la industria, a los cuales dudaba Platón si
correspondía una idea, eran para Bonis como almas paralíticas, que oían,
sentían, entendían..., pero no podían contestar ni por señas.
Y,
sin embargo, aquella noche solemne, al contemplar la colcha de flores azules,
el doblez humilde y corto de las sábanas limpias, las almohadas angostas y
blandas, le pareció que todo aquello le sonreía con su frescura y con su
aspecto de íntima familiaridad, mientras él se quitaba las botas y calzaba las
babuchas. No había felicidad completa si los pies no descansaban en la suavidad
del paño flojo de las zapatillas.
-¡Ajajá!
-exclamó al sentirse a su gusto. Y apoyando ambas manos en la cama, dejó que
una dulcísima sonrisa le inundara el rostro con un reflejo de la alegría del
corazón.
¡Ahora
a meditar! ¡A soñar! ¡Noche solemne! No había milagros: en eso estaba. No
estaría bien que los hubiera. El milagro y el verdadero Dios eran
incompatibles. Pero... ¡había Providencia!, un plan del mundo, en armonía [336]
preestablecida (él no usaba estas palabras; no pensaba esto con palabras) con
las leyes naturales. Había coincidencias providenciales, que al hombre piadoso debían servirle
de advertencias saludables, emanadas de Dios, traídas por la naturaleza. No era un milagro que se hubiesen equivocado los médicos
que antaño le habían condenado para siempre a la esterilidad de su mujer; no
era un milagro que Emma pariese ya cerca de los cuarenta años. Tampoco era
milagrosa..., aunque sí admirable, la coincidencia de anunciarse la venida
del hijo la misma noche en que se marchaba la pasión. Se iba
Serafina y venía Isaac. El que debía llamarse Isaac, por lo que él sabía,
pero que se llamaría, Dios sabía cómo, probablemente Diego, Antonio o
Sebastián, a gusto de la madre, tirana de todos. ¡Isaac! Lo más extraño, lo más
admirable era aquello... sus visiones de la noche memorable del concierto, de
aquel concierto en que nacieron gran parte de las desdichas de su casa, la
corrupción al por mayor metida en ella. De aquel concierto también había nacido
su anhelo creciente de paz, de amor puro, tranquilo... y aquella vaga
esperanza, rechazada y rediviva a cada momento, de tener al fin un hijo, un
hijo legítimo, único. Lo más admirable, sí, aunque no milagroso, era el
cumplimiento de lo que él disparatadamente [337] llamaba, para sus adentros, «la Anunciación».
Tan
exaltado se sintió, todo por dentro, tan lleno de ternura, que se tuvo un poco
de miedo.
«¡Oh!
¡Si esto es estar loco, bien venida sea la locura!».
¡Estaba
tan contento, tan orgulloso! No cabía duda. La Providencia y él se entendían.
Había sido aquello como un contrato: «Que se marche ella, y vendrá él».
Pero
ella... ¿se habrá marchado del todo?
-Sí
-dijo Bonis en voz alta, poniéndose en pie y dando una leve patada en el suelo.
«Sí;
aquí no queda más que el padre de familia. Aquí, en este corazón, ya no hay
sitio más que para el amor del hijo».
Una
voz secreta le decía que su nuevo amor era un poco abstracto, algo metafísico;
pero ya cambiaría; cuando el chico estuviese allí, sería otra cosa. «Algo
contribuía, pensaba Bonis, a la falta de cariño humano a su nene de sus
entrañas, de que ahora se resentía, el no saber cómo llamarle. ¡Isaac! No; no
sería Isaac. Además, Isaac no había sido único hijo de su padre. Aunque
pareciera irreverencia, en rigor..., en rigor..., lo que correspondía era
llamar a la criatura Manolín... o Jesús. ¡No que él se comparase con Dios
Padre, ni siquiera con San José!...». [338]
La
idea de San José le hizo incorporarse en la cama, donde ya se había tendido,
sin desnudarse. Como Bonis no era creyente, en el sentido rigoroso de la
palabra, y sus dudas le habían llevado muchas veces a las cuestiones
exegéticas, según él podía entenderlas, pensó en la posibilidad de que a San
José le hubiese hecho la historia un flaco servicio, con la mejor intención,
pero muy flaco. Sintió una lástima inmensa por San José. «Supongamos, se decía,
que él, y nadie más que él, fuera el padre de su hijo putativo; que fuese el
padre..., sin perjuicio de todas las relaciones misteriosas, sublimes,
extranaturales, pero no milagrosas, que podía haber entre la Divinidad y el
Hijo del hombre...; supongamos esto por un momento. ¡Qué horror! ¡Arrancarle a
San José la gloria..., el amor... de su hijo!... ¡Todo para la madre! ¿Y el
padre? ¿Y el padre?». Pensando estos disparates, se le llenaron los ojos de
lágrimas. ¿Si estaría loco efectivamente? ¡Pues no se le ocurría, cuando debía
estar tan contento, echarse a llorar, lleno de una lástima infinita del
patriarca San José! Pero la verdad, ¡la historia!, ¡la historia! La historia no
sabía lo que era ser padre.
«Ni
yo tampoco. Cuando tenga al muchacho junto a mí, en una cuna, no estaré
pensando en San José ni en todas esas teologías...». [339]
En
aquel instante se le ocurrió esto: «El niño debiera llamarse Pedro, como mi
padre».
-¡Padre
del alma! ¡Madre mía! -sollozó, ocultando el rostro en las almohadas, que
empapó en llanto.
Aquella
era la fuente; allí estaba el manantial de las verdaderas ternuras... ¡La
cadena de los padres y los hijos!... Cadena que, remontándose por sus eslabones
hacia el pasado, sería toda amor, abnegación, la unidad sincera, real,
caritativa, de la pobre raza humana; pero la cadena venía de lo pasado a lo
presente, a lo futuro..., y era cadena que la muerte rompía en cada eslabón;
era el olvido, la indiferencia. Le parecía estar solo en el mundo, sin lazo de
amor con algo que fuese un amparo..., y comprendía, sin embargo, que él era el
producto de la abnegación ajena, del sacrificio amoroso en indefinida serie.
¡Oh infinito consuelo! El origen debía de ser también acto de amor; no había
motivo racional para suponer un momento en que los ascendientes amaran menos al
hijo que este al suyo... Bonifacio se había vuelto un poco hacia la pared; la
luz, colocada en la mesilla de noche, pintaba el perfil de su rostro en la
sombra sobre el estuco blanco. Su sombra, ya lo había notado otras veces con
melancólico consuelo, se parecía a la de su padre, tal como la veía en los [340] recuerdos
lejanos. Pero aquella noche era mucho más clara y más acentuada la semejanza.
«¡Cosa extraña! Yo no me parecía apenas nada a mi padre, y nuestras sombras sí,
muchísimo: este bigote, este movimiento de la boca, esta línea de la frente...
y esta manera de levantar el pecho al dar este suspiro..., todo ello es como lo
vi mil veces, en el lecho de mi padre, de noche también, mientras él leía o
meditaba, y acurrucado junto a él yo soñaba despierto, contento, con
voluptuosidad infantil, de aquella protección que tenía a mi lado, que me
cobijaba con alas de amor, amparo que yo creía de valor absoluto. -¡Padre del
alma! ¡Cuánto me habrás querido!» -se gritó por dentro...
Bonis
no se acordaba de que no había cenado todavía, y dejaba que la debilidad se
apoderara de él. Empezaba a sentirse mal sin darse cuenta de ello. Le temblaban
las piernas, y los recuerdos de la infancia se amontonaban en su cerebro, y
adquirían una fuerza plástica, un vigor de líneas que tocaban en la
alucinación; se sentía desfallecer, y como disuelto, en una especie de plano geológico
de toda su existencia, tenía la contemplación simultánea de varias épocas de su
primera vida; se veía en los brazos de su padre, en los de su madre; sentía en
el paladar sabores que había gustado [341] en la niñez; renovaba olores que le habían impresionado,
como una poesía, en la edad más remota... Llegó a tener miedo; saltó de la
cama, y de puntillas se dirigió a la alcoba de Emma. La Valcárcel dormía.
Dormía de veras, con la boca un poco entreabierta. Dormía con fatiga; la
antigua arruga de la frente había vuelto a acentuarse amenazadora. Bonis se tuvo lástima en
nombre de todos los suyos. Sintió, con orgullo
de raza, una voz de lucha, de resistencia, de apellido a apellido: lo que jamás
le había pasado en largos años de resignada cautividad doméstica. Los Reyes se sublevaban en él contra los
Valcárcel. ¡Oh! Cuánto daría en aquel momento por haber visto, por haber
leído aquel libro de blasones familiares, de que, más que su padre, le hablaba
su madre, muy orgullosa con la prosapia de su marido. Ella lo había visto: los Reyes eran de muy buena familia,
oriundos de un pueblecillo de la costa que se llamaba Raíces. Bonis
había pasado una vez por allí, en coche, sin acordarse de sus antepasados.
¿Quién se habrá llevado el libro? Un pariente, un tío... Su padre, D. Pedro
Reyes, procurador de la Audiencia, con mala suerte y poca habilidad, no hablaba
apenas de las antiguas grandezas, más o menos exageradas por su esposa, de la
familia de los Reyes; era un hombre sencillo, [342] triste, trabajador, pero sin ambición; de una honradez sin
tacha, que se había puesto a prueba cien veces, pero sin lucimiento, por lo
modesto que era el D. Pedro hasta para ser heroicamente incorruptible. Con los
demás era tan tolerante, que hasta podía sospecharse de su criterio moral por
lo ancha que tenía la manga para perdonar extravíos ajenos. Amaba el silencio,
amaba la paz, y le amaba a él, a Bonis, y a sus hermanos, todos ya muertos. Sí;
ahora veía con extraordinaria clarividencia, con un talento de observación que
no había sospechado que él tenía dentro, los recónditos méritos del carácter de
su padre. Su romanticismo, sus lecturas dislocadas, falsas, no le habían dejado
admirar aquella noble figura, evocada por la sombra propia en la pared de su
cuarto. Bonis, junto al lecho de Emma dormida, adoró, como un chino, la
santidad religiosa de los manes paternos. ¡Oh, qué claramente lo veía ahora;
cómo tomaban un sentido hechos y hechos de la vida de su padre que a él le
habían parecido insignificantes! Hasta, alguna vez, se había sorprendido pensando:
«Yo soy un cualquiera; no soy un hombre de genio; seré como mi padre: un
bendito, un ser vulgar». Y ahora le gritaba el alma: «¡Un ser vulgar!». ¿Por
qué no? ¡Imbécil, imita la vulgaridad de tu padre! Acuérdate, [343] acuérdate:
¿qué anhelaba aquel hombre? Huir de los negocios, del tráfico y de las mentiras
del mundo; encerrarse con sus hijos, no para recordar noblezas de los abuelos,
sino para amar tranquila, sosegadamente, a sus retoños. Era un anacoreta, poco
dramático..., de la familia. Su desierto era su hogar. Al mundo iba a la
fuerza. Su casa le hablaba, en silencio, con la dulzura de la paz doméstica, de
toda la idealidad de que era capaz su espíritu cariñoso, humilde. La sonrisa de
su padre al hablar con los extraños, tratando asuntos de la calle, era de una
tristeza profunda y disimulada; se conocía que no esperaba nada de puertas
afuera; no creía en los amigos; temía la maldad, muy generalizada; hablaba
mucho a los hijos mayores de la necesidad de pertrecharse contra los amaños del
mundo, un enemigo indudablemente. Sí; su padre hablaba a los de casa de lo que
aguardaba fuera, como podía el hombre prehistórico hablar en su guarida,
preparada contra los asaltos de las fieras, a las demás personas de la familia,
aleccionándolas para las lides con las alimañas que habían de encontrar en
saliendo. Más recordaba Bonis: que su padre, aunque ocultándolo, dejaba ver a
su pesar que era un vencido, que tenía miedo a la terrible lucha de la
existencia; era pusilánime; y, resignado con su pobreza, con la [344] impotencia
de su honradez arrinconada por la traición, el pecado, la crueldad y la tiranía
del mundo, buscaba en el hogar un refugio, una isla de amor, por completo
separada del resto del universo, con el que no tenía nada que ver. Para estas
conjeturas de lo que su padre había sido y había pensado, Bonis se servía de
multitud de recuerdos ahora acumulados y llenos de sentido; pero a lo que no
llegaba con ellos era a vislumbrar en sus hipótesis históricas, en su
recomposición de sociología familiar, la lucha que el padre debía de haber
mantenido entre su desencanto, su miedo al mundo, su horror a las luchas de
fuera y la necesidad de amparar a sus hijos, de armarlos contra la guerra, a
que la vida, muerto él, los condenaba. D. Pedro había muerto sin dejar a ningún
hijo colocado. Había muerto cuando la familia había tenido que renunciar, por
miseria, a los últimos restos de forma mesocrática en el trato social y
doméstico; cuando la pobreza había dado aspecto de plebeyo al decaído linaje de
los Reyes. Y la madre, a quien esto habría llegado al alma, había muerto poco
después: a los dos años.
«Y
ahora venía otro Reyes. Es decir, algo del espíritu y de la sangre de su padre». Bonis tenía la
preocupación de que los hijos, más que a los padres, se parecen a los abuelos.
La palabra [345] metempsicosis le
estalló en los oídos, por dentro. La estimaba
mucho, de tiempo atrás, por lo exótica, y ahora le halagaba su significado. -No
será precisamente metempsicosis... -pensó -; pero puede haber algo de eso... de
otra manera. ¿Quién sabe si la inmortalidad del alma es una cosa así, se
explica por esta especie de renacimiento? Sí, el corazón me lo dice, y me lo
dice la intuición; mi hijo será algo de mi padre. Y ahora los Reyes nacen ricos;
vuelven al esplendor antiguo...».
Al pensar esto, un sudor frío le subió por la espina
dorsal... Recordó, en síntesis de dos o tres frases, el diálogo que aquella
misma noche había sorprendido: el de Nepomuceno con Marta. ¡Oh! ¿Sería sino de
los Reyes? ¡Nacía uno más... y... nacía en la ruina! ¡Estaban arruinados, o
iban a estarlo muy pronto; eso había dicho el tío, que sabía a qué atenerse!
Bonis
tuvo que sentarse en una silla, porque en la cama de su mujer no se atrevió a
hacerlo.
-¡Dios
mío, en el mundo no hay felicidad posible! Esta noche, que yo pensé que iba a
ser de imágenes alegres, de dicha interior toda ella... ¡qué horrible
tormento me ofrece! ¡Arruinado mi hijo! ¡Y arruinado por culpa mía! Sí, sí, yo
comencé la obra... Y además, mi ineptitud, mi ignorancia de las cosas más [346] importantes
de la vida... los números... el dinero... las cuentas... ¡prosa, decía yo! ¡El
arte, la pasión! eso era la poesía... ¡Y ahora el hijo me nace arruinado!
Emma
se movió un poco y suspiró, como refunfuñando.
Bonis
estuvo un momento decidido a despertarla. Aquello corría prisa. Quería
revelarle el terrible secreto cuanto antes, aquella misma noche. No había que
perder ni un día; desde la mañana siguiente tenían los dos que cambiar de vida,
había que poner puntales a la casa, y esto no admitía espera...
«En adelante, menos
cavilaciones y más acción. Se trata de mi
hijo. Seré el amo, seré el administrador de nuestros bienes. ¿Y la fábrica, esa
fábrica en que ni siquiera sé a punto fijo lo que hacen? Allá veremos. ¡Oh,
señor don Juan, mi querido Nepomuceno, habrá escena, ya lo sé, pero
estoy resuelto! Venga la escena. Pero todo eso, mañana. Ahora, lo inmediato; el
acto varonil, digno de un padre, que correspondía a aquella
noche, era... despertar a Emma, enterarla de todo».
Pero
Emma despertó sin que nadie se lo rogase, y Bonis no tuvo tiempo para atreverse
a abordar la cuestión del secreto descubierto: su mujer le insultó, como en los
tiempos clásicos de su servidumbre, porque estaba allí [347] papando
moscas. Le arrojó de la alcoba a gritos, le hizo llamar a Eufemia y le dio, por
mano de la doncella, con la puerta en las narices.
«También
aquello tenía que concluir, pero... después del alumbramiento. Había que evitar
el aborto; nada de disgustarla... En pariendo... y en criando... si criaba
ella, como él deseaba, se hablaría de todo; se vería si un Reyes podía ni debía
ser esclavo de una Valcárcel.
»Sin
embargo, debo volver a entrar, con los mejores modos, para anunciarle el
peligro...».
Levantó
el picaporte de la puerta que se le acababa de cerrar..., pero volvió a dejarle
caer.
Se
sentía muy débil. No había cenado. Veía chispitas rojas en el aire. Había que tomar algún alimento y dejarlo todo para mañana.
Ya era, así como así, muy tarde. Lo malo estaba en que no tenía apetito, aquel
apetito que él perdía difícilmente.
Tomó
dos huevos pasados por agua, y acabó por acostarse. Tardó mucho en dormirse; y
soñó, llorando, con Serafina, que se había muerto y le llamaba desde el seno de
la tierra, con un frasco entre los brazos. El frasco contenía un feto humano en
espíritu de vino. [348] [349]
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