- XVI -
«¡Iba
a ser padre!» A
tal idea, en su cerebro estallaban las frases hechas como estampidos de pólvora
en fuegos de artificio. Con gran remordimiento notaba Reyes que su corazón
tomaba en el solemne suceso menos parte que la cabeza... y la retórica. Aquella dignidad nueva, la primera, en rigor, de su
vida, a que era llamado, ¿por qué le dejaba, en el fondo, un poco frío?
Sobre todo, ¿por qué no amaba todavía al hijo de sus entrañas, en cuanto hijo,
no en cuanto concepto?... «¿Hijo o hija? Misterio -pensó Bonis, que en
aquel instante dudaba de la sanción que la realidad presta a las corazonadas -.
Tal vez hija; aunque, ¡Dios no lo quiera! Misterio».
Y
levantó el embozo de la cama, y se metió entre sábanas.
Aquello
de acostarse, siquiera fuese por pocas [386] horas, le parecía algo como una abdicación. «Era el
papel de esposo, llegado el trance del alumbramiento, demasiado pasivo,
desairado». Bonis
tenía comezón de hacer algo, de intervenir directa y eficazmente en aquel
negocio, que era para él de tan grave importancia.
Más
era: aunque la razón le decía que en casos tales todos los maridos del mundo
tenían muy poco que hacer, y que todo era ya cosa de la madre y del médico, se
le antojaba que él estaba siendo allí todavía más inútil que los demás padres
en igual situación; que se le arrinconaba demasiado, que se prescindía
demasiado de él.
Sin embargo, lo que le había dicho D. Venancio no tenía
vuelta de hoja.
-Usted,
amigo Bonifacio, a la cama; a la cama unas cuantas horas, porque esto puede ser
largo, y vamos a necesitar las fuerzas de todos; y si no descansa usted ahora,
no podrá servir como tropa de refresco cuando se necesite.
«Bien;
esto era racional». Por eso se acostaba, porque él siempre se rendía a la razón
y a la evidencia, y pensaba rendirse aún más, si cabía, ahora que iba a ser
padre y tenía que dar ejemplo. Pero lo que no tenía razón de ser era el despego
de todos los demás, Emma inclusive, [387] y las miradas y gestos de extrañeza con que recibían sus
alardes de solicitud paternal y marital todos los que andaban alrededor de su
mujer. Doña Celestina, la matrona matriculada, que había venido por consejo de
D. Venancio; el marido de la partera, D. Alberto, que también andaba por allí;
Nepomuceno, Marta, Sebastián y hasta el campechano Minghetti, si bien este le
miraba a ratos con ojos que parecían revelar cierto respeto y algo de pasmo.
Recapacitando
y atando cabos, Bonis llegó a recordar que Serafina misma le había querido dar
a entender, de tiempo atrás ya, que el nacimiento de su hijo, el de Bonis, era
cosa que no debía tomarse con calor; el mismísimo Julio Mocchi, en cierta carta
escrita meses antes desde la Coruña, le hablaba del asunto y de su entusiasmo
paternal con una displicencia singular, con palabras detrás de las cuales a él
se le antojaba ver sonrisas de compasión y hasta burlonas. Pero, en fin, lo de
Serafina y lo de Mocchi podían ser celos y temor de perder su amistad y
protección. Serafina veía, de fijo, en lo que iba a venir un rival, que
acabaría por robarla del todo el corazón de su ex amante, de su buen amigo...
«¡Pobre Serafina!». No, no había que temer. Él tenía corazón para todos. La
caridad, la fraternidad, [388] eran compatibles con la moral más estricta. Sin contar con
que... francamente, aquello del amor paternal no era cosa tan intensa, tan
fuerte, como él había creído al verlo de lejos. ¡Ca! No se parecía a las
grandes pasiones ni con cien leguas. ¿Dónde estaba aquella íntima satisfacción
egoísta que acompaña a los placeres del amor y de la vanidad halagada? ¿Dónde
aquel sonreír de la vida, que era como el cuadro que encerraba la dicha en los
momentos sublimes de la pasión?
Esto
era otra cosa; un sentimiento austero, algo frío, poético, eso sí, por el
misterio que le acompañaba; pero más tenía de solemnidad que de nada. Era algo
como una investidura, como hacerse obispo; en fin, no era una alegría ni una pasión.
Y
daba vueltas Bonis en su lecho, impaciente, como en un potro, conteniéndose tan
sólo por cumplir el racional precepto de D. Venancio.
«Claro,
hay que descansar; puede parir esta noche, o no parir hasta mañana... o hasta
pasado. Pueden ser todos estos gritos falsa alarma. ¡Buena es ella! Si no fuera
porque don Venancio ha tocado la criatura... todavía me escamaba yo. Pero, de todas suertes, Emma
es capaz de quejarse de los dolores un mes antes de lo necesario. Sí, durmamos. Puede esto ir [389] para largo y tener que velar mucho... Si me dejan esos
intrusos. Lo que extraño es que Emma, que siempre me ha tenido por enfermero, y
casi casi por mesilla de noche, no me llame ahora a su lado. ¡Mujer más rara! Y
ahora que yo la ayudaría con tanto gusto».
El
calorcillo de las sábanas, que empezaba a sonsacarle el sueño, inclinándole a
las visiones vagas, a la contemplación soporífera de imágenes y recuerdos
halagüeños, le hizo pensar, suspirando:
-¡Si
hubiese sido mi mujer Serafina, y este hijo suyo, y yo algo más joven!
Como
si el pensar y el desear así hubiera sido una navajada, allá en sus adentros,
no sabía dónde, Bonis sintió un dolor espiritual, como una protesta, y en los
oídos se le antojó haber sentido como unas burbujillas de ruido muy lejano,
hacia el cuarto de su mujer; una cosa así como el lamento primero de una
criaturilla.
-¡Dios
mío, si será!... -Sin querer confesárselo, sintió un remordimiento por lo que
acababa de pensar, y la superstición le hizo creer que su hijo nacía en el
mismo instante en que el padre renegaba en cierto modo de él y de su madre.
-¡Alma
de mi alma! -gritó Bonis, echándose de un salto al suelo -; ¡sería eso como
nacer [390] huérfano de padre! ¡Hijo mío! ¡Emma, Emma, mujercita mía!
Se
abrió la puerta de la alcoba, y antes que nada, Bonifacio oyó distinto, claro,
el quejido sibilítico de un recién nacido. «¡Su propia carne volvía a nacer
llorando!».
-¡Un
niño, tiene usted un niño, señor! -gritaba Eufemia, que entraba como un
torbellino y llegaba hasta tocar al pasmado Bonis, sin reparar en que estaba el
señorito en camisa en mitad de la alcoba. Ni ella ni él veían esto; la criada
estaba entusiasmada, enternecida; Bonis se lo agradecía en el alma, mientras se
ponía los pantalones al revés y tenía que deshacer la equivocación, temblando,
anhelante, dudando si romper una vez más con lo convencional y echar a
correr en calzoncillos por la casa adelante. Pero no; se vistió a medias, y
tropezando con paredes, y puertas, y muebles, y personas, llegó al pie del
lecho de su esposa.
En
el regazo de doña Celestina vio una masa amoratada que hacía movimientos de
rana; algo como un animal troglodítico, que se veía sorprendido en su
madriguera y a la fuerza sacado a la luz y a los peligros de la vida; Bonis, en
una fracción de segundo, se acordó de haber leído que algunos pobres animalejos
del mar, huyendo de sus enemigos más poderosos, [391] se resignaban a vivir escondidos bajo la arena,
renunciando a la luz por salvar la vida: en prisión eterna por miedo del mundo.
Su hijo le pareció así. ¡Había tardado tanto! Se le figuró que nacía a la
fuerza, que se le hacía violencia abriéndole las puertas de la vida...
-¡Coronado,
Bonis, coronado! -decía una voz débil y mimosa, excitada, desde la cama.
Bonis,
sin entender, se acercó a Emma y le dio un abrazo, llorando.
Emma
lloraba también, nerviosa, muy débil, demacrada, convertida en una anciana de
repente. Se apretó al cuello de su marido con la fuerza con que ella se
agarraba a la vida, y como quejándose, pero sin la voz agria de otras veces,
siguió diciendo:
-¡Coronado,
Bonis, coronado, ¿sabes?, estuvo coronado!
-¡Claro,
como que nació de cabeza! -gritó D. Venancio, que estaba al otro lado del
lecho, con los brazos remangados, con algunas manchas de sangre en la camisa y
en el levitón, sudando, muy semejante a un funcionario del Matadero.
-¡Pero
estuvo mucho tiempo coronado..., Bonis!
-Sí, siglos -dijo el médico.
-A ti no se te dijo; se te hizo marchar; pero hubo peligro,
¿verdad, D. Venancio? [392]
-Pero,
hija mía, si acababa de acostarme...
-Sí;
pero hace mucho tiempo que la cosa estaba próxima... estaba coronado... y no se
te decía por no asustarte... ¡hubo peligro!...
Y
Emma lloraba, con algún rencor todavía contra el peligro pasado, pero más
enternecida por el placer de vivir, de haberse salvado, con el alma llena de un
sentimiento que debía ser de gratitud a Dios y no lo era, porque ella no
pensaba en Dios; pensaba en sí misma.
-Vaya,
vaya, menos charla -gritó D. Venancio; y escondió con el embozo los hombros de
Emma.
-Y
ahora, ¡cuidado con dormirse!
-No,
hija mía, dormir, no; eso sí que sería peligroso -exclamó Bonis con un
escalofrío. La idea de la muerte de su mujer se le pasó por la imaginación como
un espanto. ¡Morir ella! ¡Quedar él sin madre! Y se volvió a su hijo,
que lloraba como un profeta.
¡Oh
portento! En aquel instante vio en el rostro del recién nacido, arrugado, sin
gracia, lamentable, la viva imagen de su propio rostro, según él lo había visto
a veces en un espejo, de noche, cuando lloraba a solas su humillación, su
desventura. Se acordó de la noche que había muerto su madre; él, al acostarse,
desolado, se había visto en el espejo de afeitarse, distraído, por hábito, para
observar si [393] tenía ojeras y la lengua sucia, y había notado aquella
expresión tragicómica, aquella cara de mono asfixiándose, que era tan diferente
de la que él creía poner al sentir tanto, de modo tan puro y poético.
Aunque era de facciones correctas, llorando se ponía muy feo, muy
ridículo, con un gesto parecido al que daba a su cara la música más
sentimental, interpretada en la flauta de Valcárcel. Su hijo, su pobre hijo,
lloraba así: feísimo, risible y lamentable también. Pero... ¡era su retrato!
Sí, lo era con aquella expresión de asfixia. Después, al serenarse un poco,
gracias a un trago de agua azucarada, que debió de parecerle una inundación
agradable, hizo una mueca con boca y narices, que llevó a Bonis al recuerdo del
abuelo. «¡Oh, como mi padre! ¡Como yo en la sombra!».
Y
al mismo tiempo que sentía como un descanso espiritual, y un orgullo animal, de
macho, el remordimiento de haber engendrado le punzaba con los primeros dolores
de la paternidad, que van formando, por aglomerados de sobresaltos, penas
extrañas, que lastiman como propias, la santa caridad del amor a los hijos.
La
conciencia le decía a Bonis: «Ya no volveré a estar alegre, sin cuidados; pero
ya no seré jamás infeliz del todo... si me vive el [394] hijo». El
mundo adquiría de repente a sus ojos un sentido sólido, positivo; se hacía él
más de la tierra, menos de lo ideal, de los ensueños, de las nostalgias
celestiales; pero también la vida se hacía más seria; seria de una manera
nueva.
El
niño seguía llorando, a pesar de que ya tenía un abrigo, unas mantillas
bordadas y muy limpias, que a Bonis le parecían impropias de la solemnidad del
momento y muy incómodas. «¡Oh, sí; se parecía a él en... el gesto, en el modo de quejarse de la
vida! Podrían no ver los demás aquella
semejanza; pero él estaba seguro de ella, como de una contraseña. Era el hijo de sus entrañas,
tal vez también de sus cavilaciones y de sus sensiblerías, no
sospechadas por el mundo, ni aun, en rigor, por Serafina».
Algunas
horas después, cuando había desaparecido de allí D. Venancio y todo el aspecto
de matanza, o por lo menos de cosa sucia que tenían aquellos grandes lances
vistos de cerca, Bonis consintió que Emma volviera a hablar largo y tendido, y
hasta intervinieron en la conversación los parientes y amigos.
¡Qué
de recuerdos evocaba la de Valcárcel! Pero
todos eran de la línea materna. Resucitaba en ella la antigua manía patronímica
y gentilicia. [395]
-¡Tío,
tío! ¡Sebastián, Sebastián! A ver: ¿a quién se parece Antonio?
-¿Quién
es Antonio? -preguntó Marta.
-Pues,
hija, el amo de la casa: mi hijo. Se llama Antonio, para mis adentros, desde el
momento en que yo tuve cabeza para pensar en algo que no fuese el peligro y el
dolor.
-Pues
se parece -dijo Sebastián -, al héroe de las Alpujarras... a su tocayo don
Antonio Diego Valcárcel y Merás, fundador de la noble casa de los Valcárcel.
-Y que no lo digas en broma.
Que traigan el retrato y se verá. -Y no hubo más remedio. Entre dos criados y
Sebastián descolgaron al ilustre abuelo restaurado, y se le cotejó con el hijo
de Bonis, que la madre sacó del calor de su lecho. Unos encontraron el parecido, aunque remoto; otros lo
negaron entre carcajadas. Antonio lloraba, y Bonis le seguía viendo la
semejanza consigo mismo, según se había visto al espejo la noche en que murió
su madre; pero lo que a su juicio se acentuaba por horas era el parecido con
Reyes abuelo, con don Pedro Reyes, sobre todo en una arruga de la frente, en
las líneas de la nariz y en la mueca característica de los labios.
Marta,
sin motivo legítimo, estaba contrariada, y había puesto el gesto de vinagre
que a veces se le asomaba al rostro sin [396] saberlo ella, y la hacía más vieja y más fea; gesto que
particularmente se le descubría cuando envidiaba algo, cuando se sentía
deslumbrada. Veía en el bautizo el eclipse de su boda.
-A
mí -dijo -, Antoñito no me recuerda ni el tipo Valcárcel, ni el tipo Reyes.
Parece extranjero. Chica, tú has soñado con algún príncipe ruso.
Las
de Ferraz, que ya estaban allí, rieron la gracia, fingiendo no encontrarle
malicia.
Los
demás callaron, sorprendidos ante la audacia.
Emma
no vio el epigrama; Bonis tampoco.
Bonis
vio que se seguía hablando de los Valcárcel, de si el niño se parecería a su
abuelo, si sería abogado, si sería jugador, como tantos otros de su familia; se
amontonaban los recuerdos del linaje, buenos y malos. Nadie se acordaba de los
Reyes pretéritos para nada.
Antonio
seguía llorando, y a Bonifacio le faltaba poco.
«¡Su
padre! ¡Su madre! ¡Si vivieran! ¡Si estuvieran allí!».
Bonis,
en cuanto pudo, huyó del ruido. Dejó a los demás, ya que les divertían, todas las
solemnidades y quehaceres propios del caso. Mientras
el niño dormía y no se le permitía [397] verle, y Emma, ya menos nerviosa, pero más fatigada, con
un poco de calentura, volvía a su antiguo despego y lo echaba de su presencia
en no necesitándole, Bonifacio se recogía a la soledad de su alcoba, y en idea
contemplaba al hijo.
-¡Sí,
hijo, sí! -se decía con el rostro hundido en la almohada -. Hijo tenía que ser.
Me lo decía la voz de Dios. Hijo. Mi único hijo...
Emma,
durante todo el primer día, estuvo sentimental, excitada; su marido creyó que
la maternidad iba a transformarla, pero a la mañana siguiente despertó con
bastante calentura y nada tierna; cuando la postración se lo consentía, rabiaba
en la medida de sus fuerzas. Le hablaron del puerperio, de sus peligros, y
sintió nuevo terror. Se llegaba a olvidar del chiquillo que tenía entre las
sábanas, y no quería enseñarlo a nadie, ni a su padre, por no revolverse ella y
coger frío. Bonis no podía ver a su hijo sino en las ocasiones solemnes de
mudarlo doña Celestina. De hora en hora lo cambiaba. Según se iba pareciendo
más a cualquier recién nacido, perdía aquella semejanza que consigo mismo le
había encontrado Bonis en el primer momento. Empezaba Reyes a desorientarse.
Además, tuvo que renunciar a llamarle Bonifacio o Pedro, porque Emma desde
luego empezó a exigir que se le [398] llamara Antonio, aun antes de bautizarle. Se le llamaría
Antonio Diego Sebastián, porque Sebastián iba a ser el padrino. Por todo pasó
Bonifacio. No quería disturbios todavía; podía hacerle daño a Emma cualquier
disgusto. No, ahora no. Todo lo aplazaba. ¿No estaba él decidido a ser muy
enérgico? ¿No estaba decidido a salvar, si era tiempo, los intereses de su
hijo, y a darle el ejemplo de la propia dignidad? Pues no había para qué
precipitar las cosas. Tampoco quiso, por lo pronto, tener explicaciones con
Nepomuceno. Tiempo
había. Sin embargo, las circunstancias le obligaron a anticipar en este
respecto su actitud enérgica. Ello fue que de Cabruñana, concejo de la marina
donde los Valcárcel tenían algunas caserías, procedentes de bienes
nacionales, llegaron malas noticias respecto de cierto mayordomo de segundo
orden, que allí hacía mangas y capirotes de las rentas de Emma, perdonando
anualidades atrasadas, o por lo menos aplazando el cobro indefinidamente,
colocando por su cuenta a réditos el dinero cobrado; en suma, explotando en
provecho propio los bienes de sus amos. Nepomuceno
no quería dar importancia a la denuncia. Se trató el asunto a la hora de cenar,
y cuando don Juan y el primo convinieron en que se hiciera la vista gorda, con
gran sorpresa de todos los presentes, que eran aquellos Valcárcel y los Körner,
Bonifacio, con voz temblorosa, pero firme, aguda, chillona, pálido, y dando
golpecitos enérgicos, aunque contenidos, con el mango de un cuchillo sobre la
mesa, dijo:
-Pues
yo veo la cosa de otra manera, y mañana mismo, ya que el bautizo se retarda,
porque no quiere Emma que el niño se constipe con este mal tiempo, mañana
mismo, aunque lo siento, tomo yo el coche de Cabruñana y me voy a Pozas y a
Sariego, y le ajusto las cuentas al señor de Lobato. No quiero que se nos robe
más tiempo.
Hubo
un silencio solemne. Bonis no vaciló en compararlo al que precede a la
tempestad. Por de pronto, era el que trae consigo lo sorprendente, lo inaudito.
Comprendía Reyes
que estaba allí solo, que los Valcárcel y sus futuros afines los Körner se lo
comerían de buen grado. No era que él no
estuviera azorado, casi espantado de su audacia; lo estaba. Pero ya se sabía
que un diligente padre de familia tiene que ser un héroe. Empezaban los
sacrificios, y bien que dolían; pero adelante. La seriedad de la nueva lucha se
conocía en eso, en el dolor.
Todos
miraron a Bonis, y después a don Nepo, que era el llamado a contestar. [400]
Don
Juan, que era sumamente moroso y tranquilo, había cambiado mucho con las
enseñanzas y excitaciones de Marta. Además, fiaba mucho de la debilidad y de la
ignorancia del enemigo. No se anduvo por las ramas. Se fue derecho al bulto.
Nada de eufemismos. Sólo en el tono de la voz, sereno, reposado, había cierta
lenidad.
-¿Eso
de robaros, supongo que no lo dirás por mí?
Si
las palabras de Bonis eran un guante, quedaba recogido con toda arrogancia.
Antes que contestara Reyes, don Nepo miró satisfecho a su novia, que aprobó su
valentía con la mirada.
En
aquel momento Bonis, que no esperaba una batalla decisiva, un duelo a muerte
como aquel, se acordó con terror del anónimo de dos días antes, que había
olvidado en absoluto, por la gravedad de los acontecimientos.
-El
purgatorio es esto -pensó -. Yo he pecado. Yo he dilapidado, yo he robado
el caudal de mi hijo, y ahora estoy en el purgatorio, que es así, hecho de
lógica y ética, nada más que de lógica y ética.
-¡Por
Dios, tío! -dijo pausadamente y procurando que en su voz hubiese mesura y
entereza -. ¡Por Dios, tío, cómo lo he de decir por usted! Lo digo por Lobato,
que es un gran ladrón. [401]
-Un
ladrón consentido por mí años y años, si hemos de creer lo que dice Pepe de
Pepa José, el denunciante quejoso... Por lo visto, Lobato y yo estamos de
acuerdo para arruinaros a vosotros, para acabar con los bienes de Cabruñana.
-Nadie
dice eso, tío; nadie dice...
-Lo
que yo digo, señor Reyes -y el señor don Juan Nepomuceno dio un puñetazo, no
muy fuerte, sobre la mesa -, es 17 que tú no eres un hombre práctico, y que te sienta mal el
papel que quieres inaugurar al estrenarte de padre de familia.
Una
carcajada de Marta, seca, estridente, que quería ser una serie de bofetadas,
resonó en el comedor, con pasmo de sus mismos aliados. Todos se miraron
sorprendidos. Marta, con el rostro de culebra que se infla, repitió la
carcajada, mirando con cinismo a Bonis.
El
cual miró también a su buena amiga sin comprender palabra de aquella risa inoportuna.
Y
prosiguió don Nepo:
-Un
hombre práctico, de experiencia en los negocios, no exagera el celo ni el
recelo, ni cree en habladurías. Bueno sería que yo, v. gr., fuera a creer lo
que me decía un anónimo que recibí hace días, asegurándome que tú habías
cobrado dos mil duros de una restitución [402] hecha bajo secreto de confesión a la herencia de tu
suegro.
-¡Todo
lo que yo cobrase sería mío! -exclamó con voz clara, alta, positivamente
enérgica, el amo de la casa, poniéndose en pie, pero sin dar puñadas sobre la
mesa.
En pie se pusieron todos.
-¡Tuyo no es nada! -contestó el primo Sebastián, que
adelantó un paso hacia Bonis, ofreciendo a la consideración de los presentes su
fornida musculatura, su corpachón que parecía una fortaleza. Marta, sin pensar
en lo que hacía, le apoyó una mano sobre el hombro, como animándole al combate.
Se conoce que confiaba más en la pujanza del primo que en la del tío, su
futuro.
Bonis
se veía metido en la escena que había querido aplazar, antes de tiempo,
fuera de razón, torpemente.
-Señores,
no hagamos ruido, que no hay para qué. Lo que yo no consiento a nadie, y juro a
Dios que no lo consentiré, es que se alborote ahora. Lo primero es mi mujer, y
si ella se entera de esto... puede haber una desgracia... ¡y pobre del que la
provocara!
Todos
se sintieron sobrecogidos. Bonis parecía otro.
El
mismo Sebastián, que era positivamente bravo y fuerte, y muy capaz de arrojar
por el balcón [403] al escribiente de su tío, se achicó un tanto por lo
que él calificó de fuerza moral de aquellas palabras, y de aquel gesto y
de aquel tono.
Todos
comprendieron que el pobre Bonis estaba dispuesto a morder y arañar para
impedir que la salud de Emma peligrase.
-Sin
ruido, sin ruido se puede discutir todo -dijo don Nepo, que quería hacer hablar
al imbécil para ver por dónde desembuchaba y qué leyes le había metido
en la cabeza el abogadillo flamante.
-Sin
ruido y sin apasionamiento -se atrevió a apuntar el respetable y mofletudo
Körner, que se creía en el caso de intervenir en sentido conciliador.
-Es
verdad -dijo Bonis -. La pasión no conduce a nada nunca, nunca...
-Justamente -prosiguió el
alemán -. Y fácil les será a ustedes ver que aquí, en rigor, no hay nada... Ni Bonifacio desconfía del tío, ni el tío de Bonifacio, ni
nadie pone en tela de juicio su legítimo derecho.
-Cada cual tiene los suyos
-objetó Nepo.
-Ciertamente; y no hay para qué hablar de eso ahora, cuando
en último caso no había de faltar quien nos dijera a cada cual el papel que le
tocaba representar.
Bonis
volvió a crecerse. [404]
La
alusión a la justicia era clara. Don Nepo sintió una ola de cólera subirle al
rostro. Y recurrió a su venganza suprema. A contenerse y jurarse que se la
pagaría el miserable. Le azotó el rostro con la intención, y ya desahogada la
ira, que se gozaba con las futuras crueldades de la venganza, pudo decir sereno
y sonriente:
-En
fin, Bonis, tienes razón; ya se ajustarán cuentas cuando Emma sane, y se pueda
ver con números, que tú has de procurar entender, ¿estamos?, lo que habéis
gastado vosotros, lo que he ahorrado yo..., y quién debe a quién. Lo que te
anuncio es que si seguís gastando como hasta aquí, la quiebra es segura...
Estáis puede decirse que arruinados. Emma ha gastado como una loca, y tú, tú no
me lo negarás... le diste el ejemplo... tú la arrastraste a esa vida imposible.
Y todos sabemos por qué.
-Todos
-exclamó con solemnidad Sebastián, que había perseguido en vano a la Gorgheggi,
y todavía la solicitaba.
Bonis,
que tenía aquella noche energía para luchar con los hombres, no la tuvo para
resistir a los hechos; los hechos eran terribles: ¡arruinados!, y ¡había
empezado él!, y ¡hasta de lo que hubiera robado el tío tenía él la culpa por
haberle dejado! ¡Y
su robo, sus [405] robos, para pagar trampas de
una querida!
Tuvo que sentarse, pálido, sin contar con las piernas. El
tío vio allí de repente al Bonis de siempre, y se creció, pero sin arrogancia,
falsamente conciliador.
-¿Quieres ir a ver lo que hay
en Cabruñana? Corriente; marcha mañana a las
ocho, que es la hora del coche. Ven a mi cuarto, y verás los libros y las escrituras de
allá... Todo, todo lo verás. Llevarás lo que
necesites, y procurarás enterarte, ¿estamos? Porque no has de presentarte a
Lobato llamándole ladrón y sin saber por qué se lo llamas.
Bonis,
sin fuerzas ya para nada, siguió al tío maquinalmente, y detrás de ellos se fue
Körner. Marta y Sebastián quedaron solos en el comedor.
Körner,
siempre fiel a su papel de rey Sobrino, iba como de asesor. ¡Buena falta le
hacía a Bonis! Pasó en el cuarto del tío la vergüenza que ya esperaba. Nepo,
con redomada astucia, con intención felina, le iba explicando todos los asuntos
correspondientes a los bienes de Cabruñana, con los términos del más riguroso
tecnicismo del derecho consuetudinario.
Bonis
no tenía noción clara del contrato de arrendamiento. La palabra foro le sonaba
a griego; aparcería..., laudemio..., retracto..., y [406] después
otras cien palabras del Derecho civil, más las propias del dialecto
jurídico de aquella tierra, pasaron por sus oídos como sonidos vanos. No se
enteraba de nada. Comprendía vagamente que se le engañaba y se le quería
aturdir y humillar. Caía en mil contradicciones, en errores sin cuento, al
querer explicarse lo que le explicaban y al pretender opinar algo por cuenta
propia; Körner le ayudaba para poner más de relieve su torpeza y su ignorancia.
-Pero, hombre, ¡yo que soy un
extranjero..., y ya sé mejor que usted todas estas costumbres del país... y las
leyes de España!...
Al llegar a los números, Körner se escandalizó
sinceramente. Bonis no sabía dividir, y apenas multiplicar.
Para
huir de aquel atolladero, humillado, corrido, lleno de vergüenza y de
remordimiento, Bonis quiso tratar cuestiones más importantes que no fueran de
aquel horrible pormenor oscuro, inextricable para él, pobre flautista..., y
llevó, por los cabellos, la discusión al asunto de las fábricas.
Estaba
excitado, su amor propio ofendido, y olvidando la prudencia, abordó la delicada
cuestión de las dos industrias, sin estar preparado, a deshora. Eran las tres
de la madrugada cuando Körner y Nepo, heridos en lo más [407] hondo,
le exigieron que oyera la historia completa de aquella desastrosa
especulación; necesitaban sincerarse, y pues él provocaba la cuestión, allí
estaban ellos para responder...
Y quieras que no quieras,
Bonis tuvo que oír, y ver y palpar. Se le pusieron delante libros de actas,
presupuestos, pólizas, planos, expedientes, una selva oscura que le hizo
perder la noción del tiempo y la del espacio... Se creía en el aire, en un
aquelarre. Le zumbaban los oídos. Mientras los
otros le explicaban, gesticulando, lo que a él le sonaba a griego, el sueño, la
ira, el remordimiento le llenaban de avisperos el cerebro... Hubiera mordido,
pateado y llorado de buena gana. Se le cerraban los ojos, le ardían las orejas,
se le doblaban las piernas... «Había caído en un lazo por débil, por imbécil.
Había entrado allí solo, debiendo entrar con juez, escribano, abogado, peritos
y una pareja de la Guardia civil».
Después
de dos horas de aturdimiento, de verdadera agonía, sólo tuvo valor para tomar
la puerta, seguido de los dos monstruos, que continuaban explicándole por a
más b la ruina de los Valcárcel en la fábrica, la ruina de Antonio
Reyes, de su único hijo. En el comedor, y ya iban a dar las cinco, estaban
todavía esperándolos Marta y Sebastián, medio dormidos, bostezando.
Unieron sus argumentos [408] uno y otro, como queriendo ocupar la atención de Nepo y
Körner, a los argumentos de Körner y Nepo; y perseguido por aquella tremenda
pesadilla, Bonifacio, muerto de sueño, ebrio de cólera, de fiebre y cansancio,
se declaró en franca y acelerada fuga y se encerró en su cuarto, bien decidido,
eso sí, a salir para Cabruñana al ser de día, acompañado de los papeles que el
tío le había metido por los ojos. Marcharía sin despedirse de Emma, sin ver a
su hijo, para que no le faltase valor ni su mujer tuviera tiempo de torcer
aquella resolución irrevocable. «Yo no sé una palabra de foros, ni de caserías a medias,
ni de aparcerías, ni de números, ni de fábricas; pero he de tener voluntad en
adelante; y he dicho que iría mañana, y primero falta el sol. Iré. La calentura de Emma no es extraordinaria; ya cede;
Antonio queda sin novedad; voy a Cabruñana, le pongo las peras a cuarto a
Lobato..., y me vuelvo pasado mañana con dos o tres nodrizas, a escoger, que
por ahí las hay buenas. Emma no querrá, y en rigor no puede criar. Le criaremos
nosotros, el ama y yo. Así como así, cuanto menos sangre de Valcárcel, mejor».
Bonis
no pudo dormir; estuvo mezclando, con mil visiones de pesadilla, despierto y
todo, sus remordimientos de antaño, sus iras y vergüenzas de ahora, sus
propósitos de energía [409] futura y sus esperanzas de padre. La actividad era cosa
terrible; era mucho más agradable pensar, imaginar... Pero un padre tenía que
ser diligente, práctico, positivo... y él lo sería; por Antonio, por su
Antonio... Pero por lo pronto, la bilis, la vergüenza de su ignorancia de las
cosas que sabían todos en casa, menos él, todo aquel barullo de pasiones bajas,
vulgares, pedestres, le quitaban el gusto a su dicha presente, a la felicidad
de ser padre.
Cuando
todos dormían y el sol llevaba andada alguna parte de su carrera, Reyes salió
de casa, con sus papeles en un saco de noche; tomó la diligencia de Cabruñana,
y antes del medio día ya estaba disputando con Lobato en medio de un prado,
frente a unos robles que el mayordomo había consentido derribar a un casero,
porque, según malas lenguas, los dos iban ganando. Lobato, un ex cabecilla
carlista, era un lobo mestizo de zorro; hablaba con dificultad, leía
deletreando y escribía de modo que, en caso de convenirle, podía negar que
aquello fueran letras... y él era dueño de la comarca por la política, por la
usura y por las trampas a que obligaba a los jueces de paz y a los pedáneos su
influencia personal. Nepomuceno le había escogido porque con media palabra se
habían entendido, y también [410] porque sólo un hombre como Lobato, que era el terror del
concejo, podía cobrar las rentas de aquellos caseros, que solían recibir
a pedradas y a tiros a los comisionados de apremios, a los alguaciles y a los
mayordomos. Lobato,
si viajaba de noche, cruzaba a escape ciertos parajes frondosos y oscuros, en
que estaba seguro de encontrar asechanzas de aquellos aldeanos, que a la luz
del sol temblaban en su presencia. En una
ocasión, después de cobrar en juicio a un casero que debía tres años, recibió,
al atravesar un bosque, tal pedrada, que llegó a su casa sin sentido, agarrado
a la crin del caballo. ¡Y a un hombre así venía a pedirle cuartos un
mequetrefe, aquel señorito bobo, de que nunca le había hablado más que con
desprecio el Sr. D. Juan Nepomuceno! Con fingida humildad, Lobato se burló de
su amo; haciéndose el tonto, el ignorante, le hizo ver que él, Bonis, era el
que no sabía lo que traía entre manos. Los caseros se reían también del amo,
con sorna que no podía tachar de irrespetuosa. Se rascaban la cabeza, sonreían
y se aferraban a la idea de no pagar mejor que hasta la fecha.
Bonis, desesperado, abandonó
aquellos hermosos valles de eterna verdura, de frescas sombras y matices
infinitos en la variedad de los accidentes de colinas y vegas, en que
serpenteaban [411] claros ríos... «¡Divino!
¡Divino!... ¡Pero qué pillo es Lobato, y qué ladrones son todos estos
pastores!... En otra situación, sin estos cuidados y preocupaciones, ¡qué
buenos días hubiera pasado yo en esta espesura, en que se mezcla el rumor de
las copas de los pinos con el del mar, del que parece un eco». Cabruñana era
región ribereña, y parecían sus valles estrechos y de mil figuras, de verde
jugoso y oscuro en las laderas y en las planicies pantanosas, cauces de
antiguos ríos, abandonados por las aguas. Todos aquellos cuetos y vericuetos,
lomas y llanuras, por sus formas violentas, por ejemplo, por los cortes de las
laderas aterciopeladas, semejantes en su caída a los acantilados de la costa,
hacían pensar en el fondo misterioso de los mares.
Terminada su inútil faena, sin más provecho que dejar
sembradas amenazas, de que nadie hizo caso, Reyes decidió a media tarde montar
a caballo para ir a pernoctar en la capital del concejo y del partido, a dos
leguas, por la carretera. Antes del anochecer, se proponía llegar a Raíces, que
estaba al paso, y detenerse media hora; ¿para qué? No sabía. Para soñar, para sentir,
para imaginarse tiempos remotos, a su manera; para pensar a sus anchas, en la
soledad, libre de Lobato, y Nepo y Sebastián, en los Reyes que habían sido, [412] y en los que eran, y en los
que habían de ser.
Raíces
consistía en un lugar de veinte a treinta casas, diseminadas en las
frondosidades de una península abandonada por el agua, en las marismas; cerca
estaban las dunas, cuyos amarillos lomos de arena tenían figura semejante a los
vericuetos que rodeaban a Raíces; pero estos, desde siglos y siglos, ostentaban
el terciopelo de verde oscuro de sus musgos y su césped, y las flores de los
prados, iguales a las que se encontraban tierra adentro, lejos de las brisas
del mar. Era Raíces un misterioso escondite
verde, que inspiraba melancolía, austeridad, un olvido del mundo, poético,
resignado. Una colina cortada a pico, muy alta, cuya ladera, casi vertical,
mostraba, como si fuera la yedra de una muralla ciclópea, pinos, castaños y
robles, que trepaban cuesta arriba cual si escalaran una fortaleza, escondía y
humillaba a Raíces por el Sur; el mar y las dunas le dejaban abierto a los
vientos del Norte y del Noroeste, y restos de un bosque le rodeaban por Oriente
y Occidente. Las viviendas, escasas y esparcidas por la espesura, eran, las
más, cabañas humildes, otras vetustos caserones de piedra oscura, con armas
sobre la puerta algunos.
Bonis
llegó una hora antes del ocaso a una plazoleta que servía de quintana a
varias casas [413] de las más viejas, pero también de las de aspecto más
noble; carretas apoyadas sobre el pértigo, como dormidas, entorpecían el paso;
niños medio desnudos, sucios y andrajosos, sin nada en su cuerpo donde pudiera
ponerse un beso, más que los ojos de algunos y las rubias guedejas de muy
pocos, saltaban y corrían por aquella corralada común, que era sin duda para
ellos el universo mundo. Más serios y a su negocio, hozaban algunos cerdos en
el estiércol, que escarbaban y picoteaban gallos y gallinas, mientras dos
perros dormitaban, acosados por miles de mosquitos.
-De
aquí salieron los Reyes -pensó Bonifacio, que desde una calleja vecina
contemplaba el cuadro de paz suave y melancólica de aquella miseria, aislada de
las vanas grandezas del mundo -. Un grupo de castaños y una pared de una
huerta, le ocultaban a la vista de los chiquillos y los perros, que, de notar
su presencia, se hubieran alarmado. Echó pie a tierra, ató el caballo al tronco
de un castaño, y se sentó sobre el césped para meditar a sus anchas.
Se
acordó de Ulises volviendo a Ítaca... pero él no era Ulises, sino un pobre
retoño de remota generación... El Ulises de Raíces, el Reyes que había
emigrado, no había vuelto... a él no podían reconocerle en el lugar de que era
oriundo. Y como había leído muchas veces [414] la Odisea, y recordaba sus episodios y los nombres
de sus personajes, pensó Bonis: «Los cerdos y los perros que encontró Ulises al
volver a Ítaca, en la mansión de Eumaios, allí estaban; pero Eumaios, el que
guardaba los cerdos de Ulises, no estaba; no le había. Como a Ulises, aquellos
perros le atacarían si le vieran; pero Eumaios, el fiel servidor, no acudiría
en su auxilio... ¡Qué habría sido de Ulises-Reyes! ¿Por qué habría salido de allí? ¡Quién
sabe! Tal vez esos chiquillos, que parecen hijos del estiércol, como lombrices
de tierra, son parientes míos... Son de
mi tribu acaso».
De
pronto se dio una palmada en la frente. Los recuerdos clásicos le habían hecho pensar en el
pasaje en que Ulises es reconocido por Eurycleia, su nodriza. Él no había
tenido más Eurycleia que su madre, que había muerto; pero Antonio, su hijo,
necesitaba nodriza, y él había olvidado que había venido a Cabruñana a
buscarla. «¡Mejor aquí! Sí; no me iré de Raíces sin buscar ama de cría para mi
hijo. ¡Es una inspiración! ¡Quién sabe! Tal
vez se nutra con leche de su propia raza, con sangre de su sangre...».
Y
como había resuelto ser cada día más activo y menos soñador; hombre práctico
como los demás, como los que ganan dinero, para ganarlo también por amor de su
Antonio, dejó [415] sus cavilaciones, se levantó, montó a caballo, y por
aquellas quintanas y callejas adelante, de puerta en puerta, fue buscando lo
que necesitaba, nodriza para casa de los padres, y natural de Raíces, de donde
eran oriundos los Reyes. Era aquella, por fortuna, tierra clásica de amas de cría, de las más
afamadas de la provincia; y en tan pequeño vecindario, sin más que extender un
poco sus pesquisas por aquellos contornos, encontró Bonis dos buenas vacas de
leche de aspecto humano, porque en aquella región venía a ser una especie de
industria inmoral y de exportación el servicio que él solicitaba. Quedó
convenido que a la mañana siguiente, muy temprano, Rosa y Pepa, que así se
llamaban las que presentaban su candidatura al honor de criar a Antonio Reyes,
estarían en la capital del concejo, dispuestas a montar en el coche en que las
llevaría Bonifacio a la ciudad, para que fueran registradas por el médico, y la
de mejores condiciones recibiera el exequatur facultativo y el
nombramiento oficial de Emma.
Satisfecho de la diligencia y fortuna con que dejaba
orillado este negocio, Bonis se detuvo, al salir del lugar, en un recodo del
camino solitario, junto a un puente de madera que atravesaba el Raíces,
riachuelo poético, sinuoso, que a la sombra de árboles infinitos corría al [416] próximo
Océano, sin gran prisa, seguro de llegar antes de la noche; y eso que el sol ya
se había escondido tras de las olas que bramaban a lo lejos. Reyes, volviendo
grupas, seguro de su soledad, inmóvil en medio del camino, permaneció
contemplando el rincón melancólico de que se alejaba, como si allí dejara algo.
Nada
concreto, nada plástico le hablaba ni podía hablarle de la relación de su raza
con aquel pacífico, humilde y poético lugar; y, sin embargo, se veía atado a él
por sutiles cadenas espirituales, de esas que se hacen invisibles para el alma
misma, desde el momento en que se quiere probar su firmeza.
«Ni
yo sé en qué siglo salieron los Reyes de aquí, ni lo que eran aquí, ni cómo ni
dónde vivían; ni siquiera de mi tatarabuelo, sin ir más lejos, tengo noticias,
a no ser muy vagas. Sólo sé que éramos nobles, hace mucho, y que salimos de Raíces. ¡Oh! ¡Si yo conservase el libro aquel de blasones de que
tanto me hablaba mi madre, y que mi padre, al parecer, despreciaba!... Como soy
tan aprensivo... se me figura sentir cierta simpatía por estos parajes... Esta
calma, este silencio, esta verdura, esta pobreza resignada y tolerable... hasta
la música del mar, que ruge detrás de esos montes de arena... todo esto me parece
algo mío, semejante [417] a mi corazón, a mi pensamiento, y semejante al carácter de
mi padre. Los Reyes... no debieron salir de aquí... no servían para el mundo;
bien se vio... Yo, el último, ¿qué soy? Un miserable, un ignorante, que no ha ganado
en su vida una peseta, que sólo sabe gastar las ajenas. Un soñador... que creyó algún día
llegar a ser algo de provecho a fuerza de sentir con fuerza cosas raras y de
las que ni siquiera se pueden explicar. ¡A
esto vino a parar la raza!».
Cesó
en su soliloquio, como para oír lo que el silencio de Raíces, a la luz del
crepúsculo, le decía.
Una
campana, muy lejos, comenzó a tocar la oración de la tarde.
Bonis,
a pesar de su dudosa ortodoxia, se quitó el sombrero. Y recordó las palabras con
que su madre empezaba el rezo vespertino: «El ángel del Señor anunció a
María...».
¡Oh!
¡También a él, el ángel del Señor sin duda, le había anunciado que sería padre;
también sus entrañas estaban llenas del amor de aquel hijo, de aquel Antonio,
en que él estaba ya pensando como se piensa en el amor ausente, mandando
miradas y deseos de volar del lado del horizonte tras que se esconde lo que
amamos! Una ternura infinita le invadió el alma. Hasta el caballo, meditabundo,
inmóvil, [418] le pareció que comprendía y respetaba su emoción. ¡Raíces!
¡Su hijo! ¡La fe! Su fe de ahora era su hijo.
Lo
pasado, muerte, corrupción, abdicación, errores... olvido. ¿Qué había sido su
propia existencia? Un fiasco, una bancarrota, cosa inútil; pero todo lo que él
no había sido podía serlo el hijo... lo que en él había sido aspiración,
virtualidad puramente sentimental, sería en el hijo facultad efectiva, energía,
hechos consumados.
¡Oh!,
se lo decía el corazón... Antonio sería algo bueno, la gloria de los Reyes... Y
acaso, acaso, cuando se hiciera rico, ya conquistando una gran posición
política o escribiendo dramas, lo cual le halagaba más, o, lo que sería el
colmo de la dicha, como gran compositor de sinfonías y de óperas, como un
Mozart, como un Meyerbeer, él, su padre, ya viejo, chocho, chocho por su
hijo... le metería en la cabeza que restaurase en Raíces la casa de los
Reyes...; y él, Bonis, vendría a morir allí... en aquella paz, en aquella
dulzura de aquel crepúsculo, entre ramas rumorosas de árboles seculares,
mecidas por una brisa musical y olorosa, que se destacaban sobre el fondo
violeta del cielo del horizonte, donde el último aliento del día perezoso se
disolvía en la noche. [419]
«¡Oh!
¡En definitiva, en el mundo, no había nada serio más que la poesía!... -pensó
Bonis -. Pero eso para mi Antonio. Él será el poeta, el músico, el gran hombre,
el genio... Yo, su padre. Yo a lo práctico, a lo positivo, a ganar dinero, a
evitar la ruina de los Varcárcel y a restaurar la de los Reyes. Y ¡adiós,
Raíces, hasta la vuelta! Me voy con mi hijo; tal vez volvamos juntos».
Bonifacio,
sacudiendo la cabeza, recobrando las riendas para sacar al rocinante soñador de
su letargo, siguió a trote su camino, sin volver los ojos atrás, temeroso de
sus ensueños, de sus locuras...; dispuesto cada vez con más ahínco a sacrificar
al porvenir de su hijo su temperamento de bobalicón caviloso y sentimental.
Durmió en la villa cabeza del
partido, y al ser de día montó en el coche diario que iba a la capital de la
provincia, en compañía de las dos Eurycleias que había buscado en Raíces.
Al
llegar a sus lares, se encontró la casa llena de gente, criados y amigos en
movimiento.
Doña
Celestina, con vestido de raso negro y mantilla de casco fina, estaba en medio
de la sala con un bulto en los brazos, un montón de tela blanca, bordada, de
encajes y de cintas azules. [420]
-¿Qué
es esto? -dijo Bonis, que entraba con las nodrizas electas a derecha e
izquierda.
- Esto es - respondió la partera - que vamos a hacer
cristiano a este judiazo de su hijo de usted.
En
efecto; Emma lo había decretado así. Cierto era que ella misma el día anterior
había dicho que no se le hablase de bautizo hasta que al chiquillo le pasara la
fluxión de los ojos; pero al despertar aquella mañana y saber que Bonis, sin su
permiso, dejándola con la calentura, se había marchado a la aldea a enderezar
entuertos, que nunca se le había ocurrido enderezar, se había irritado, y por
venganza y considerando que el tiempo estaba templado, había dispuesto, en un
decir Jesús, desde la cama, dando órdenes como ella sabía, que el niño se
bautizara aquella misma tarde, para que el padre se lo encontrara todo hecho y
rabiara un poco.
Bonis
no rabió. La solemnidad del momento no consentía malas pasiones. Lo que hizo
fue abrazar a su esposa, consiguiéndolo a duras penas.
Emma
tenía poca calentura: estaba muy despejada; y ya sin miedo al peligro del
puerperio, aunque no había pasado, había decidido engalanarse y engalanar su
lecho.
Sacó
el fondo de su armario de ropa blanca, [421] que era un tesoro, y sus amigas pudieron contemplar un mar
de espuma, de nieve y crema, de hilo fino espiritualizado de encajes de los más
delicados. En medio de aquella espuma aparecía, como un náufrago, el rostro
demacrado, amarillento, de Emma, que definitivamente había vuelto a
desmoronarse en ruina que no admitía ya restauraciones.
«Es
una vieja», pensó Bonis resignado, sin amargura; pero triste por amor de su
hijo.
La
Valcárcel aprobó el concurso de nodrizas ideado por su marido; el cual no
comprendió por qué Nepo, los Körner, Sebastián, las de Ferraz, las de Silva, y
otras amigas y amigos reían, a carcajadas unos, con menos violencia otros, la
ocurrencia de haber traído él consigo a Pepa y Rosa, las robustas aldeanas de
Raíces.
Sebastián y Marta, cada vez
que recordaban la entrada triunfal de Bonis en medio de las dos aldeanas de
ubres ostentosas, se desternillaban de risa.
Según Marta, aquello era demasiado, y ya no cabía disimulo.
Había que reír a mandíbula batiente.
Y
se reían.
Bonifacio
no comprendía; ni lo intentó apenas. ¿Qué le importaban a él las risas necias
de aquella gentuza, que le habían comido el pan [422] de su hijo, y que estaba dispuesto a arrojar de su casa?
La
comitiva se puso en movimiento. Emma había decretado, y no había más remedio
que callar, que Sebastián fuese padrino y Marta madrina.
Se
habían dado órdenes para que la ceremonia fuese de primera clase. El
baptisterio de la iglesia parroquial estaba cubierto de colgaduras de raso
carmesí con flecos dorados; la pila brillaba como un ascua de oro, iluminada
por grandes cirios.
Bonis,
que había caminado solo, detrás de doña Celestina, cuidando de que el pañuelo
que cubría el rostro de Antonio, dormido, no se deslizara al suelo, no había
tenido tiempo, mientras iba por las calles, para sentir la ternura grave y
poética propia del caso; más bien recordaba después haber experimentado así
como un poco de sonrojo ante las miradas curiosas y frías, casi insolentes y
como algo burlonas, del público indiferente y distraído. Pero al atravesar el
umbral de la casa de Dios, y detenerse entre la puerta y el cancel, y ver allá
dentro, enfrente, las luces del baptisterio, una emoción religiosa, dulcísima,
empapada de un misterio no exento de cierto terror vago, esfumada, ante la
incertidumbre del porvenir, le había dominado hasta hacerle olvidarse [423] de todos
aquellos miserables que le rodeaban. Sólo veía a Dios y a su hijo. Otras veces,
viendo bautizar hijos ajenos, había pensado que era ridículo aquello de echar
los demonios del cuerpo, o cosa por el estilo, a los inocentes angelillos que
iban a recibir las aguas del bautismo. Ahora no veía en nada de aquello lado
alguno ridículo. ¡Oh, la Iglesia era sabia! ¡Conocía el corazón humano y cuáles
eran los momentos grandes de la vida! ¡Era tan solemne el nacer, el tomar un
nombre en la comedia azarosa de la vida! ¡El bautizo hacía pensar en el
porvenir, en una síntesis misteriosa, de punzante curiosidad, de anhelante y
temerosa comezón de penetrar el porvenir! Aunque él, Bonis, no creía en varios
dogmas, ni menos en los prodigios de la Biblia, reconocía que la Iglesia en
aquellos trances parecía efectivamente una madre...
Sin
repugnancia, y sin perjuicio de las reservas mentales necesarias, él colocaba
sobre el regazo de la Iglesia al hijo de sus entrañas. ¡Su hijo, su Antonio; allí le tenía, carne de su carne,
dormido, perdido entre encajes; una mancha colorada destacándose en la
blancura...!
A
él ya no se parecería; pero a su padre, al procurador Reyes, sí; el gesto de
pena, la mueca de los labios, el entrecejo... todo aquello [424] era de su
padre. ¡Ay! ¡Cómo se le metía por el alma, a borbotones, como lágrimas de
ternura que en vez de salir entrasen, el amor de aquel hijo, de aquel ser
débil, abandonado por los ángeles entre los hombres!, pero ya no amor
abstracto, metafísico; amor sin frases, amor nada retórico... amor inefable,
pero que satisfacía la conciencia y daba sanción absoluta al juramento de
constante y callado sacrificio. Vivir por él, para él. «Yo nací para esto; para
padre». Bonis sentía a la puerta de la iglesia, esperando al capellán que iba a
hacerle cristiano a Antonio, sentía la gracia que Dios le enviaba en forma de
vocación, clara, distinta, de vocación de padre. «Sí -pensaba -; ya soy algo».
Después
vio llegar a un cura rollizo, sonriente, cubierto de oro, como el altar del
baptisterio, con todo el aparato sagrado de acólitos, cirios y cruces que
reconoció que eran del caso. No se oponía él a nada, todo estaba bien. Por más
que estaba seguro de que su Antonio, aquel inocente niño con cara triste, no
tenía en el cuerpo diablo de ninguna especie ni resentimiento personal alguno
con la Iglesia, Bonis reconocía el derecho de esta a tomar precauciones antes
de admitir en su seno al recién nacido. Hasta lo de no poder entrar en el
templo su hijo antes de cumplir [425] los requisitos sacramentales, le parecía racional, si bien
pensó que el clero debía tener más cuidado con los catecúmenos, o lo que
fueran, de cierta edad, porque un aire colado, entre puertas, podía ser fatal y
matar un cristiano en flor.
-Doña
Celestina -dijo Reyes con voz melosa, humilde, apenas perceptible, con ánimo de
que el señor cura y su acompañamiento no dieran una interpretación heterodoxa a
sus palabras -; doña Celestina, haga usted el favor de arrimarse a este rincón,
porque ahí está usted en la corriente.
-Déjeme
usted a mí, D. Bonifacio.
El
delegado del párroco empezó sus latines, que Bonifacio entendía a medias.
Entendió
que su hijo se llamaría decididamente Antonio, no recordaba qué otra cosa, y
Sebastián. Sebastián... ¿para qué? En fin, poco importaba.
Las
de Ferraz miraban al niño y al cura con la boca abierta, y como quien asiste a
una farsa muy chusca; eran creyentes como cada cual, pero en el mundo, para
aquellas señoritas como panderetas, todo era una guasa, asunto de broma
y de castañuelas.
Allí
no valía reírse, pero buenas ganas se les pasaba. Marta, madrina, presenciaba
la escena con cara de judío: pensaba en la superioridad [426] de sus ideas
personales sobre la vulgar manera de entender la ceremonia que presenciaban
aquellas frívolas amiguitas.
De
pronto, las palabras que rezaba el clérigo con un tono discreto, suave, de un
ritmo eclesiástico simpático, sugestivo, adquirieron verdadero valor musical,
como un recitado; porque allá dentro alguien le soltaba los caños de sonidos al
órgano, que llenó la solitaria iglesia de resonancias, de chorros de notas
juguetonas, frescas.
El
nuevo cristiano atravesó el cancel, penetró en la iglesia precedido del
sacerdote, en brazos de Sebastián majestuoso. Llegó la comitiva al baptisterio.
Los amigos rodeaban a los padrinos; viejas, pobres y chiquillos formaban corro,
curioseando y en espera de la calderilla del bateo. Para Bonis, que siguió a su
hijo hasta la margen del Jordán de mármol, todo tomó nueva vida, más intenso,
armónico y poético sentido. Era que la música le ayudaba a entender, a penetrar
el significado hondo de las cosas. El órgano, el órgano, le decía lo que él no
acababa de explicarse.
«Pues
es claro; la Iglesia es un lince; ve largo; sabe ser madre».
Las
notas del órgano, bajando a hacer cosquillas al recién nacido, al que venía de
los cielos del misterio, metiéndosele por las carnecitas [427] que dejaban
al aire los dedos discretos y expertos de doña Celestina, al descubrir la
espalda de la criatura; las notas aladas y revoltosas, eran angelillos que
retozaban con su compañero humano, menos feliz que ellos, pero no menos puro,
no menos inocente.
Bonis sintió que el rostro de
los más indiferentes, hasta el de los pilluelos que esperaban la calderilla,
tomaba expresión de interés, de cierto enternecimiento. Las luces parecían
cantar también al oscilar con ritmo; brillaban más rojas; los dorados del cura
y del baptisterio se hicieron más intensos, más señoriles; los monaguillos,
tiesos, solemnes, daban indudable respetabilidad al acto. El órgano era el que se permitía seguir riendo,
jugueteando, pero legítimamente, porque representaba la alegría celestial, la
gracia de la inocencia... Mas en el fondo de las bromas poéticas y sagradas de
aquella música de la iglesia, a Bonis, de pronto, se le antojó ver una especie
de desafío burlón un tanto irónico. Vamos a ver, decía el órgano: ¿Qué guarda
el porvenir? ¿Qué
va a ser de tu hijo? ¿Qué es la vida? ¿Importa
vivir, o no importa? ¿Es todo juego? ¿Es todo un sueño? ¿Hay algo más que la
apariencia?... Y la música, de repente, la tomaba por otra parte sin lógica,
sin formalidad; empezaba a [428] decir una cosa y acababa indicando otra... Hasta que por
fin Reyes notó que el organista estaba tocando variaciones sobre la Traviata,
ópera entonces de moda. Bonifacio se acordó de la Dama de las Camelias,
que había leído, y de aquel Armando, que había amado hasta olvidar al suo
vecchio genitor, como dicen en la ópera, y, en efecto, el órgano lo estaba
recordando:
«Tu non sai quanto soffrì!»
-¡Pobre de mí! -pensó Bonis -.
El hijo puede ser un ingrato. Amará a una
mujer más que a mí ciertamente. Yo nací para que no me amen como yo quisiera...
Pero no importa, no importa; esta es la ley. Nosotros a ellos; ellos a los
suyos o a las vanidades del mundo. ¡Cosa rara! ¿Por qué no sonaría mal La
Traviata en la iglesia? Aquello debía ser una profanación... y no lo era.
Era que en La Traviata, bien o mal, había amor y dolor, amor y muerte;
es decir, toda la religión y toda la vida... ¡Oh, cómo hablaba el órgano de los
misterios del destino!... Vuelta a la burla, vuelta a las preguntas irónicas: «¿Qué será de él? ¿Qué
será de ti? ¿Qué será de todo?...».
-¿Quién toca el órgano? -preguntó Marta por lo bajo a
Sebastián.
-Minghetti.
[429]
Padrino
y madrina sonrieron, mirándose.
-¡Capricho
de hombre! -dijo la alemana, consagrando al barítono un recuerdo.
Bonis
había oído la pregunta y la respuesta.
-«Tocaba
Minghetti: ¡oh, bien se conocía que andaba allí arriba un artista! Había sido
una atención delicada... Los artistas al fin son poetas... ¡lástima que suelan ser además
unos pillos! Él, Bonis, entre la moral y el arte, en caso de incompatibilidad,
se quedaría en adelante con la moral. Por su
hijo».
Ya
era cristiano Antonio Diego Sebastián; doña Celestina le había tomado de brazos
del tío padrino, y sentada en la tarima de un confesionario, junto a una
capilla, rodeada de aquellos amigos y curiosos, se entendía hábilmente con
cintas y encajes para volver a sepultar bajo tanto fárrago de lino el cuerpo
débil, flaco, de la criatura.
Bonifacio
se separó del grupo, y por el templo adelante se dirigió a la sacristía, en pos
del sacerdote y sus acólitos. También aquello era solemne. Iba a dictar la
inscripción del libro bautismal, a sentar la base del estado civil de su hijo.
Mientras Minghetti, por divertirse, continuaba haciendo prodigios en el órgano,
iba pensando Bonis por medio del templo: «¡Quién sabe! Tal vez algún día
sabios, eruditos, curiosos, vengan en peregrinación a [430] contemplar
con cariño y respeto la página de este libro de la parroquia en que yo voy a
dictar ahora el nombre de mi hijo, el de sus padres y abuelos, lugar de su
naturaleza, etc., etcétera. ¡Abuelos! Mi pobre Antonio no tiene abuelos vivos;
le faltará ese amor, pero el mío los suplirá todos».
Al
entrar en la sacristía, en una capilla lateral, sumida en la sombra, vio una
mujer sentada sobre la tarima, con la cabeza apoyada en el altar de relieve
churrigueresco.
-¡Serafina!
-¡Bonifacio!
-¿Qué
haces aquí?
-¿Qué he de hacer? Rezar. Y
tú, ¿a qué vienes?
-Vengo a inscribir a mi hijo, que acaba de bautizarse, en
el libro bautismal.
Serafina
se puso en pie. Sonrió de un modo que asustó a Bonis, porque nunca había visto
en su amiga el gesto de crueldad, de malicia fría, que acompañó a tal sonrisa.
-Conque... ¿tu hijo?... ¡Bah!
-¿Qué
tienes, Serafina? ¿Cómo estás aquí?
-Estoy
aquí... por no estar en casa; por huir del amo de la posada. Estoy aquí...
porque me voy haciendo beata. No es broma. O rezar, o... una caja de fósforos.
¿Sabes? Mocchi no vuelve. ¿Sabes? ¡He perdido la voz! Sí; [431] perdida por
completo. El día que te escribí...; y que no me contestaste; ya sabes, cuando
te pedía aquellos reales para pagar la fonda... Bueno; pues aquel día...
aquella noche... como había ofrecido pagar, y no pagué... porque no
contestaste..., tuve una batalla de improperios con D. Carlos... ¡el infame!...
La
Gorgheggi calló un momento, porque la ahogaba la emoción; ira, pena,
vergüenza... Dos
lágrimas, que debían de saber a vinagre, se le asomaron a los ojos.
-El infame tuvo el valor de insultarme como a una mujer
perdida...; me amenazó con la justicia, con plantarme en el arroyo... Yo eché a
correr; salí a la calle, como estaba, sin sombrero... Pero volví. Porque lo
dejaba allí todo... Mi equipaje, lo único que tengo en el mundo. No sé qué cogí
aquella noche, al relente, furiosa, por la calle húmeda... ¡Oh! En fin, la voz, que ya
andaba muy mal, se fue de repente... Desde
aquella noche canto... como tu mujer. No salgo de la fonda... porque no puedo
pagar. D. Carlos me insulta unas veces... y otras me requiebra. Yo no quiero
amantes ni altos ni bajos..., porque no quiero..., porque todo eso me da asco.
Mocchi no vuelve... A mis últimas cartas ya no ha contestado. Como tú. Sois
unos caballeros. Se os [432] pide cuatro cuartos para no recibir insultos de un
miserable..., y no contestáis... No sé dónde ir; en casa me espía mi acreedor,
que quiere ser mi amante; en la calle me persiguen necios, me aburre la
curiosidad estúpida de la gente... No tengo dinero ni para escapar... ¿Para
escapar adónde? Me meto en la iglesia. Esto es mío, como de todos. Tú me
enseñaste a sentir así, a querer paz..., a soñar..., a desear imposibles...
Aquí estoy tranquila..., y rezo a mi modo. No tengo fe, lo que se llama fe...
Pero quisiera tenerla. Los santos, todos esos, aquel San Roque, este San
Sebastián con sus banderillas por todo el cuerpo..., aquel señor obispo..., San
Isidoro..., todos me van entendiendo. No tengo verdadera religión..., pero por
lo pronto... los amantes me dan asco... no quiero amantes...; esperaré a ver si
vuelve la voz..., o si vuelves tú. Mochi es un mal hombre, un traidor, un
miserable...; ya lo sabía, siempre lo supe. Pero tú..., no creí que lo fueras
también. Bonis, no me abandones... Yo... te quiero todavía..., más que antes, mucho más de
veras. Debo de estar enferma... Me asusta el
mundo..., el teatro me horroriza..., el galanteo me espanta... Quiero paz...,
quiero sueño..., quiero honradez...; no vivir de farsa... y tener pan que no
deba a mi cuerpo alquilado a un desconocido..., a no [433] sé ahora
quién. Tuya, sí. De los demás, no. ¿Quieres?
Bonis,
aunque poco formalista en materias religiosas, y a pesar de que las palabras, y
el tono, y las dos lágrimas de Serafina le habían enternecido hasta lo
inefable, pensó, ante todo, que estaban en la iglesia y que no era el lugar
nada a propósito para tal clase de tratos y contratos.
Antes
de contestar, miró hacia atrás, hacia el baptisterio, para ver si alguien había
reparado su encuentro con la cantante. La comitiva del bautizo había
desaparecido. Ni siquiera habían parado mientes en la ausencia de Reyes. Tan
insignificante era para todos. Minghetti, sin embargo, seguía embelesado con
sus travesuras armónicas en el órgano. Tenía aquella manía: la de hacerse
pesado, por broma, cuando se ponía a tocar.
Bonis,
con repugnancia por hablar de tales asuntos allí, en el templo, pero
compadecido hasta el fondo del alma, y, por otra parte, dispuesto a no abdicar
de su dignidad de padre de familia sin mancha, tapujos ni relajamientos de
costumbres, dijo con voz que procuró hacer cariñosa al par que firme, y que le
salió temblona, balbuciente y débil:
-Serafina...,
yo a ti te debo toda la verdad... Yo, en adelante, quiero vivir para mi [434] hijo...
Nuestros amores... eran ilícitos... Debo a Dios un gran bien, una gracia...: el
tener un hijo... Ofrecí el sacrificio de mis pasiones por la felicidad de
Antonio... Además, estoy arruinado... En el terreno de los intereses
materiales... haré por ti... lo que pueda...; ¡ya se ve!... Con ese D. Carlos,
que es un judío... ya me entenderé yo... Pero estoy arruinado... La voz..., tu
voz... volverá...
Y
aquí, al recordar la voz que él había adorado, Bonis estuvo a punto de
llorar también.
Mas
el rostro de Serafina volvió a asustarle. Aquella mujer tan hermosa, que era la
belleza con cara de bondad para Bonis... le pareció de repente una culebra...
La vio mirarle con ojos de acero, con miradas puntiagudas; le vio arrugar las
comisuras de la boca de un modo que era símbolo de crueldad infinita; le vio
pasar por los labios rojos la punta finísima de una lengua jugosa y muy
aguda... y con el presentimiento de una herida envenenada, esperó las palabras
pausadas de la mujer que le había hecho feliz hasta la locura.
La
Gorgheggi dijo:
-Bonis,
siempre fuiste un imbécil. Tu hijo... no es tu hijo.
-¡Serafina!
Y
no pudo decir más el pobre Bonis. También [435] él perdía la voz. Lo que hizo fue apoyarse en el altar de
la capilla oscura, para no caerse.
Como
él no hablaba, Serafina tuvo valor para añadir:
-Pero,
hombre; todo el mundo lo sabe... ¿No sabes tú de quién es tu hijo?
-¡Mi hijo!... ¿De quién es mi
hijo?
La Gorgheggi extendió un brazo y señaló a lo alto, hacia el
coro:
-Del
organista.
-¡Ah!
-exclamó Bonis, como si hubiera sentido a su amada envenenarle la boca al darle
un beso...
Se
separó del altar; se afirmó bien sobre los pies; sonrió como estaba sonriendo
San Sebastián, allí cerca, acribillado de flechas.
-Serafina...,
te lo perdono..., porque a ti debo perdonártelo todo... Mi hijo es mi hijo. Eso
que tú no tienes y buscas, lo tengo yo: tengo fe, tengo fe en mi hijo. Sin esa
fe no podría vivir. Estoy seguro, Serafina; mi hijo... es mi hijo. ¡Oh, sí!
¡Dios mío! ¡Es mi hijo!... Pero... ¡como puñalada, es buena! Si me lo dijera
otro... ni lo creería, ni lo sentiría. Me lo has dicho tú... y tampoco lo
creo... Yo no he tenido tiempo de explicarte lo que ahora pasa por mí; lo que
es esto de ser padre... Te perdono, pero me has hecho mucho daño. [436] Cuando
mañana te arrepientas de tus palabras, acuérdate de esto que te digo: Bonifacio
Reyes cree firmemente que Antonio Reyes y Valcárcel es hijo suyo. Es su único
hijo. ¿Lo entiendes? ¡Su único hijo!
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