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Se me
permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo, diga algunas
palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña manera me llevaron los
azares de la vida a presenciar la terrible catástrofe de nuestra marina.
Al hablar
de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que cuentan hechos de su
propia vida, quienes empiezan nombrando su parentela, las más veces noble,
siempre hidalga por lo menos, si no se dicen descendientes del mismo Emperador
de Trapisonda. Yo, en esta parte, no puedo adornar mi libro con sonoros
apellidos; y fuera de mi madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo
noticia de ninguno de mis ascendientes, si no es - 6 -
de Adán, cuyo
parentesco me parece indiscutible. Doy principio, pues, a mi historia como
Pablos, el buscón de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto sólo
nos parezcamos.
Yo nací en
Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña, que no es hoy, ni menos era entonces,
academia de buenas costumbres. La memoria no me da luz alguna sobre mi persona
y mis acciones en la niñez, sino desde la edad de seis años; y si recuerdo esta
fecha, es porque la asocio a un suceso naval de que oí hablar entonces: el
combate del cabo de San Vicente, acaecido en 1797.
Dirigiendo
una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés propios de quien se
observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosas pasadas, me veo
jugando en la Caleta con otros chicos de mi edad poco más o menos. Aquello era
para mí la vida entera; más aún, la vida normal de nuestra privilegiada
especie; y los que no vivían como yo, me parecían seres excepcionales del
humano linaje, pues en mi infantil inocencia y desconocimiento del mundo yo tenía
la creencia de que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado
la Providencia, como supremo ejercicio de su cuerpo, la natación, - 7 -
y
como constante empleo de su espíritu el buscar y coger cangrejos, ya para
arrancarles y vender sus estimadas bocas, que llaman de la Isla, ya para propia
satisfacción y regalo, mezclando así lo agradable con lo útil.
La sociedad
en que yo me crié era, pues, de lo más rudo, incipiente y soez que puede
imaginarse, hasta tal punto, que los chicos de la Caleta éramos considerados
como más canallas que los que ejercían igual industria y desafiaban con igual
brío los elementos en Puntales; y por esta diferencia, uno y otro bando nos
considerábamos rivales, y a veces medíamos nuestras fuerzas en la Puerta de
Tierra con grandes y ruidosas pedreas, que manchaban el suelo de heroica
sangre.
Cuando tuve
edad para meterme de cabeza en los negocios por cuenta propia, con objeto de
ganar honradamente algunos cuartos, recuerdo que lucí mi travesura en el muelle,
sirviendo de introductor de embajadores a los muchos ingleses que entonces como
ahora nos visitaban. El muelle era una escuela ateniense para despabilarse en
pocos años, y yo no fui de los alumnos menos aprovechados en aquel vasto ramo
del saber humano, así como tampoco dejé de sobresalir en el merodeo de
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la fruta, para lo cual ofrecía ancho campo a nuestra iniciativa y
altas especulaciones la plaza de San Juan de Dios. Pero quiero poner punto en
esta parte de mi historia, pues hoy recuerdo con vergüenza tan grande
envilecimiento, y doy gracias a Dios de que me librara pronto de él llevándome
por más noble camino.
Entre las
impresiones que conservo, está muy fijo en mi memoria el placer entusiasta que
me causaba la vista de los barcos de guerra, cuando se fondeaban frente a Cádiz
o en San Fernando. Como nunca pude satisfacer mi curiosidad, viendo de cerca
aquellas formidables máquinas, yo me las representaba de un modo fantástico y
absurdo, suponiéndolas llenas de misterios.
Afanosos para
imitar las grandes cosas de los hombres, los chicos hacíamos también nuestras
escuadras, con pequeñas naves, rudamente talladas, a que poníamos velas de
papel o trapo, marinándolas con mucha decisión y seriedad en cualquier charco
de Puntales o la Caleta. Para que todo fuera completo, cuando venía algún
cuarto a nuestras manos por cualquiera de las vías industriales que nos eran
propias, comprábamos pólvora en casa de la tía Coscoja de la calle del Torno de
Santa - 9 -
María, y con este ingrediente hacíamos una completa fiesta
naval. Nuestras flotas se lanzaban a tomar viento en océanos de tres varas de
ancho; disparaban sus piezas de caña; se chocaban remedando sangrientos
abordajes, en que se batía con gloria su imaginaria tripulación; cubríalas el
humo, dejando ver las banderas, hechas con el primer trapo de color encontrado
en los basureros; y en tanto nosotros bailábamos de regocijo en la costa, al
estruendo de la artillería, figurándonos ser las naciones a que correspondían
aquellos barcos, y creyendo que en el mundo de los hombres y de las cosas
grandes, las naciones bailarían lo mismo presenciando la victoria de sus
queridas escuadras. Los chicos ven todo de un modo singular.
Aquélla era
época de grandes combates navales, pues había uno cada año, y alguna escaramuza
cada mes. Yo me figuraba que las escuadras se batían unas con otras pura y
simplemente porque les daba la gana, o con objeto de probar su valor, como dos
guapos que se citan fuera de puertas para darse de navajazos. Me río recordando
mis extravagantes ideas respecto a las cosas de aquel tiempo. Oía hablar mucho
de Napoleón, ¿y cómo creen ustedes que yo me lo figuraba? Pues nada menos
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que igual en todo a los contrabandistas que, procedentes del campo
de Gibraltar, se veían en el barrio de la Viña con harta frecuencia; me lo
figuraba caballero en un potro jerezano, con su manta, polainas, sombrero de
fieltro y el correspondiente trabuco. Según mis ideas, con este pergenio, y
seguido de otros aventureros del mismo empaque, aquel hombre, que todos
pintaban como extraordinario, conquistaba la Europa, es decir, una gran isla,
dentro de la cual estaban otras islas, que eran las naciones, a saber:
Inglaterra, Génova, Londres, Francia, Malta, la tierra del Moro, América,
Gibraltar, Mahón, Rusia, Tolón, etc. Yo había formado esta geografía a mi
antojo, según las procedencias más frecuentes de los barcos, con cuyos
pasajeros hacía algún trato; y no necesito decir que entre todas estas naciones
o islas España era la mejorcita, por lo cual los ingleses, unos a modo de
salteadores de caminos, querían cogérsela para sí. Hablando de esto y otros
asuntos diplomáticos, yo y mis colegas de la Caleta decíamos mil frases
inspiradas en el más ardiente patriotismo.
Pero no
quiero cansar al lector con pormenores que sólo se refieren a mis particulares
impresiones, y voy a concluir de hablar de mí. El único ser que compensaba la
miseria de mi - 11 -
existencia con un desinteresado afecto, era mi madre.
Sólo recuerdo de ella que era muy hermosa, o al menos a mí me lo parecía. Desde
que quedó viuda, se mantenía y me mantenía lavando y componiendo la ropa de
algunos marineros. Su amor por mí debía de ser muy grande. Caí gravemente
enfermo de la fiebre amarilla, que entonces asolaba a Andalucía, y cuando me
puse bueno me llevó como en procesión a oír misa a la Catedral vieja, por cuyo
pavimento me hizo andar de rodillas más de una hora, y en el mismo retablo en
que la oímos puso, en calidad de ex - voto, un niño de cera que yo creí mi
perfecto retrato.
Mi madre tenía un hermano, y si
aquélla era buena, éste era malo y muy cruel por añadidura. No puedo recordar a mi tío sin espanto, y por
algunos incidentes sueltos que conservo en la memoria, colijo que aquel hombre
debió de haber cometido un crimen en la época a que me refiero. Era marinero, y
cuando estaba en Cádiz y en tierra, venía a casa borracho como una cuba y nos
trataba fieramente, a su hermana de palabra, diciéndole los más horrendos
vocablos, y a mí de obra, castigándome sin motivo.
Mi madre
debió padecer mucho con las atrocidades de su hermano, y esto, unido al
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trabajo tan penoso como mezquinamente retribuido, aceleró su fin, el
cual dejó indeleble impresión en mi espíritu, aunque mi memoria puede hoy
apreciarlo sólo de un modo vago.
En aquella
edad de miseria y vagancia, yo no me ocupaba más que en jugar junto a la mar o
en correr por las calles. Mis únicas contrariedades eran las que pudieran
ocasionarme un bofetón de mi tío, un regaño de mi madre o cualquier
contratiempo en la organización de mis escuadras. Mi espíritu no había conocido
aún ninguna emoción fuerte y verdaderamente honda, hasta que la pérdida de mi
madre me presentó a la vida humana bajo un aspecto muy distinto del que hasta
entonces había tenido para mí. Por eso la impresión sentida no se ha borrado
nunca de mi alma. Transcurridos tantos años, recuerdo aún, como se recuerdan
las medrosas imágenes de un mal sueño, que mi madre yacía postrada con no sé
qué padecimiento; recuerdo haber visto entrar en casa unas mujeres, cuyos
nombres y condición no puedo decir; recuerdo oír lamentos de dolor, y sentirme
yo mismo en los brazos de mi madre; recuerdo también, refiriéndolo a todo mi
cuerpo, el contacto de unas manos muy frías, pero muy frías. Creo que
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después me sacaron de allí, y con estas indecisas memorias se asocia
la vista de unas velas amarillas que daban pavorosa claridad en medio del día,
el rumor de unos rezos, el cuchicheo de unas viejas charlatanas, las carcajadas
de marineros ebrios, y después de esto la triste noción de la orfandad, la idea
de hallarme solo y abandonado en el mundo, idea que embargó mi pobre espíritu
por algún tiempo.
No tengo
presente lo que hizo mi tío en aquellos días. Sólo sé que sus crueldades
conmigo se redoblaron hasta tal punto, que cansándome de sus malos tratos, me
evadí de la casa deseoso de buscar fortuna. Me fui a San Fernando; de allí a
Puerto Real. Junteme con la gente más perdida de aquellas playas, fecundas en
héroes de encrucijada, y no sé cómo ni por qué motivo fui a parar con ellos a
Medinasidonia, donde hallándonos cierto día en una taberna se presentaron
algunos soldados de Marina que hacían la leva, y nos desbandamos, refugiándose
cada cual donde pudo. Mi buena estrella me llevó a cierta casa, cuyos dueños se
apiadaron de mí, mostrándome gran interés, sin duda por el relato que de
rodillas, bañado en lágrimas y con ademán suplicante, hice de mi triste estado,
de mi vida, y sobre todo de mis desgracias.
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Aquellos
señores me tomaron bajo su protección, librándome de la leva, y desde entonces
quedé a su servicio. Con ellos me trasladé a Vejer de la Frontera, lugar de su
residencia, pues sólo estaban de paso en Medinasidonia.
Mis ángeles
tutelares fueron D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de navío, retirado
del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad. Enseñáronme muchas cosas que
no sabía, y como me tomaran cariño, al poco tiempo adquirí la plaza de paje del
Sr. Don Alonso, al cual acompañaba en su paseo diario, pues el buen inválido no
movía el brazo derecho y con mucho trabajo la pierna correspondiente. No sé qué
hallaron en mí para despertar su interés. Sin duda mis pocos años, mi orfandad
y también la docilidad con que les obedecía, fueron parte a merecer una
benevolencia a que he vivido siempre profundamente agradecido. Hay que añadir a
las causas de aquel cariño, aunque me esté mal el decirlo, que yo, no obstante
haber vivido hasta entonces en contacto con la más desarrapada canalla, tenía
cierta cultura o delicadeza ingénita que en poco tiempo me hizo cambiar de
modales, hasta el punto de que algunos años después, a pesar de la falta de
todo estudio, - 15 -
hallábame en disposición de poder pasar por persona
bien nacida.
Cuatro años
hacía que estaba en la casa cuando ocurrió lo que voy a referir. No me exija el
lector una exactitud que tengo por imposible, tratándose de sucesos ocurridos
en la primera edad y narrados en el ocaso de la existencia, cuando cercano a mi
fin, después de una larga vida, siento que el hielo de la senectud entorpece mi
mano al manejar la pluma, mientras el entendimiento aterido intenta engañarse,
buscando en el regalo de dulces o ardientes memorias un pasajero
rejuvenecimiento. Como aquellos viejos verdes que creen despertar su
voluptuosidad dormida engañando los sentidos con la contemplación de hermosuras
pintadas, así intentaré dar interés y lozanía a los mustios pensamientos de mi
ancianidad, recalentándolos con la representación de antiguas grandezas.
Y el efecto
es inmediato. ¡Maravillosa superchería de la imaginación! Como quien repasa
hojas hace tiempo dobladas de un libro que se leyó, así miro con curiosidad y
asombro los años que fueron; y mientras dura el embeleso de esta contemplación,
parece que un genio amigo viene y me quita de encima la pesadumbre de los años,
aligerando la carga - 16 -
de mi ancianidad, que tanto agobia el cuerpo
como el alma. Esta sangre, tibio y perezoso humor que hoy apenas presta escasa
animación a mi caduco organismo, se enardece, se agita, circula, bulle, corre y
palpita en mis venas con acelerada pulsación. Parece que en mi cerebro entra de
improviso una gran luz que ilumina y da forma a mil ignorados prodigios, como
la antorcha del viajero que, esclareciendo la obscura cueva, da a conocer las
maravillas de la geología tan de repente, que parece que las crea. Y al mismo
tiempo mi corazón, muerto para las grandes sensaciones, se levanta, Lázaro
llamado por voz divina, y se me sacude en el pecho, causándome a la vez dolor y
alegría.
Soy joven;
el tiempo no ha pasado; tengo frente a mí los principales hechos de mi mocedad;
estrecho la mano de antiguos amigos; en mi ánimo se reproducen las emociones
dulces o terribles de la juventud, el ardor del triunfo, el pesar de la
derrota, las grandes alegrías, así como las grandes penas, asociadas en los
recuerdos como lo están en la vida. Sobre todos mis sentimientos domina uno, el
que dirigió siempre mis acciones durante aquel azaroso periodo comprendido
entre 1805 y 1834. Cercano al sepulcro, y considerándome - 17 -
el más
inútil de los hombres, ¡aún haces brotar lágrimas de mis ojos, amor santo de la
patria! En cambio yo aún puedo consagrarte una palabra, maldiciendo al ruin
escéptico que te niega, y al filósofo corrompido que te confunde con los
intereses de un día.
A este
sentimiento consagré mi edad viril y a él consagro esta faena de mis últimos
años, poniéndole por genio tutelar o ángel custodio de mi existencia escrita,
ya que lo fue de mi existencia real. Muchas cosas voy a contar. ¡Trafalgar,
Bailén, Madrid, Zaragoza, Gerona, Arapiles!... De todo esto diré alguna cosa,
si no os falta la paciencia. Mi relato no será tan bello como debiera, pero
haré todo lo posible para que sea verdadero.
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