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-
IV -
«Señor
Marcial - dijo ésta con redoblado
furor: - si quiere usted ir a la
escuadra a que le den la última mano, puede embarcar cuando quiera; pero lo que
es este no irá.
- Bueno
- contestó el marinero, que se había sentado en el borde de una silla,
ocupando sólo el espacio necesario para sostenerse - : iré yo solo. El
demonio me lleve, si me quedo sin echar el catalejo a
la fiesta.»
Después
añadió con expresión de júbilo:
«Tenemos
quince navíos, y los francesitos veinticinco barcos. Si todos fueran nuestros,
no era preciso tanto... ¡Cuarenta buques y mucho corazón embarcado!»
Como se
comunica el fuego de una mecha a otra que está cercana, así el entusiasmo que
irradió del ojo de Marcial encendió los dos, ya por la edad amortiguados, de mi
buen amo.
«Pero el
Señorito - continuó Medio - hombre - ,
traerá muchos también. Así me gustan a mí las funciones: mucha madera donde
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mandar balas, y mucho jumo de pólvora que caliente el aire cuando
hace frío.»
Se me había
olvidado decir que Marcial, como casi todos los marinos, usaba un vocabulario
formado por los más peregrinos terminachos, pues es costumbre en la gente de
mar de todos los países desfigurar la lengua patria hasta convertirla en
caricatura. Observando la mayor parte de las voces usadas por los navegantes,
se ve que son simplemente corruptelas de las palabras más comunes, adaptadas a
su temperamento arrebatado y enérgico, siempre propenso a abreviar todas las
funciones de la vida, y especialmente el lenguaje. Oyéndoles hablar, me ha
parecido a veces que la lengua es un órgano que les estorba.
Marcial,
como digo, convertía los nombres en verbos, y éstos en nombres, sin consultar
con la Academia. Asimismo aplicaba el vocabulario de la navegación a todos los
actos de la vida, asimilando el navío con el hombre, en virtud de una forzada
analogía entre las partes de aquél y los miembros de éste. Por ejemplo,
hablando de la pérdida de su ojo, decía que había cerrado el portalón de
estribor; y para expresar la rotura del brazo, decía que se había quedado sin
la serviola de babor. Para él el corazón, residencia del valor y del heroísmo,
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era el pañol de la pólvora, así como el estómago el pañol del
viscocho. Al menos estas frases las entendían los marineros; pero había otras,
hijas de su propia inventiva filológica, de él sólo conocidas y en todo su
valor apreciadas. ¿Quién podría comprender lo que significaban patigurbiar,
chingurria y otros feroces nombres del mismo jaez? Yo creo, aunque no lo aseguro,
que con el primero significaba dudar, y con el segundo tristeza. La acción de
embriagarse la denominaba de mil maneras distintas, y entre éstas la más común
era ponerse la casaca, idiotismo cuyo sentido no hallarán mis lectores, si no
les explico que, habiéndole merecido los marinos ingleses el dictado de
casacones, sin duda a causa de su uniforme, al decir ponerse la casaca por
emborracharse, quería significar Marcial una acción común y corriente entre sus
enemigos. A los almirantes extranjeros los llamaba con estrafalarios nombres,
ya creados por él, ya traducidos a su manera, fijándose en semejanzas de
sonido. A Nelson le llamaba el Señorito, voz que indicaba cierta consideración
o respeto; a Collingwood el tío Calambre, frase que a él le parecía exacta
traducción del inglés; a Jerwis le nombraba como los mismos ingleses, esto es,
viejo zorro; a Calder el tío Perol, porque encontraba mucha relación - 36 -
entre las dos voces; y siguiendo un sistema lingüístico enteramente opuesto,
designaba a Villeneuve, jefe de la escuadra combinada, con el apodo de Monsieur
Corneta, nombre tomado de un sainete a cuya representación asistió Marcial en
Cádiz. En fin, tales eran los disparates que salían de su boca, que me veré
obligado, para evitar explicaciones enojosas, a sustituir sus frases con las
usuales, cuando refiera las conversaciones que de él recuerdo.
Sigamos
ahora. Doña Francisca, haciéndose cruces, dijo así:
«¡Cuarenta
navíos! Eso es tentar a la Divina Providencia. ¡Jesús!, y lo menos tendrán cuarenta
mil cañones, para que estos enemigos se maten unos a otros.
- Lo que es como Mr. Corneta tenga bien
provistos los pañoles de la pólvora -
contestó Marcial señalando al corazón - , ya se van a reír esos señores
casacones. No será ésta como la del cabo de San Vicente.
- Hay que tener en cuenta - dijo mi amo con placer, viendo mencionado
su tema favorito - , que si el almirante Córdova hubiera mandado virar a babor
a los navíos San José y Mejicano, el Sr. de Jerwis no se habría llamado Lord
Conde de San Vicente. De eso estoy - 37 -
bien seguro, y tengo datos para
asegurar que con la maniobra a babor, hubiéramos salido victoriosos.
- ¡Victoriosos! - exclamó con desdén Doña Francisca - . Si pueden
ellos más... Estos bravucones parece que se quieren comer el mundo, y en cuanto
salen al mar parece que no tienen bastantes costillas para recibir los porrazos
de los ingleses.
- ¡No!
- dijo Medio - hombre enérgicamente y cerrando el puño con gesto
amenazador - . ¡Si no fuera por sus muchas astucias y picardías!... Nosotros vamos
siempre contra ellos con el alma a un largo, pues, con nobleza, bandera izada y
manos limpias. El inglés no se larguea, y siempre ataca por sorpresa, buscando
las aguas malas y las horas de cerrazón. Así fue la del Estrecho, que nos
tienen que pagar. Nosotros navegábamos confiados, porque ni de perros herejes
moros se teme la traición, cuantimás de un inglés que es civil y al modo de
cristiano. Pero no: el que ataca a traición no es cristiano, sino un salteador
de caminos. Figúrese usted, señora -
añadió dirigiéndose a Doña Francisca para obtener su benevolencia - , que
salimos de Cádiz para auxiliar a la escuadra francesa que se había refugiado en
Algeciras, perseguida por los ingleses. - 38 -
Hace de esto cuatro años, y
entavía tengo tal coraje que la sangre se me emborbota cuando lo recuerdo. Yo
iba en el Real Carlos, de 112 cañones, que mandaba Ezguerra, y además
llevábamos el San Hermenegildo, de 112 también; el San Fernando, el Argonauta,
el San Agustín y la fragata Sabina. Unidos con la escuadra francesa, que tenía
cuatro navíos, tres fragatas y un bergantín, salimos de Algeciras para Cádiz a
las doce del día, y como el tiempo era flojo, nos anocheció más acá de punta
Carnero. La noche estaba más negra que un barril de chapapote; pero como el
tiempo era bueno, no nos importaba navegar a obscuras. Casi toda la tripulación
dormía: me acuerdo que estaba yo en el castillo de proa hablando con mi primo
Pepe Débora, que me contaba las perradas de su suegra, y desde allí vi las
luces del San Hermenegildo, que navegaba a estribor como a tiro de cañón. Los
demás barcos iban delante. Pusque lo que menos creíamos era que los casacones
habían salido de Gibraltar tras de nosotros y nos daban caza. ¿Ni cómo los
habíamos de ver, si tenían apagadas las luces y se nos acercaban sin que nos
percatáramos de ello? De repente, y anque la noche estaba muy obscura, me
pareció ver... yo siempre he tenido un farol como un lince... - 39 -
me
pareció que un barco pasaba entre nosotros y el San Hermenegildo. «José
Débora - dije a mi compañero - ; o yo
estoy viendo pantasmas, o tenemos un barco inglés por estribor».
José Débora miró
y me dijo:
«Que el
palo mayor se caiga por la fogonadura y me parta, si hay por estribor más barco
que el San Hermenegildo.
- Pues por sí o por no - dije - , voy a avisarle al oficial que está
de cuarto».
No había
acabado de decirlo, cuando pataplús... sentimos el musiqueo de toda una
andanada que nos soplaron por el costado. En un minuto la tripulación se
levantó... cada uno a su puesto... ¡Qué batahola, señora Doña Francisca! Me
alegrara de que usted lo hubiera visto para que supiera cómo son estas cosas.
Todos jurábamos como demonios y pedíamos a Dios que nos pusiera un cañón en
cada dedo para contestar al ataque. Ezguerra subió al alcázar y mandó disparar
la andanada de estribor... ¡zapataplús! La andanada de estribor disparó en
seguida, y al poco rato nos contestaron... Pero en aquella trapisonda no vimos
que con el primer disparo nos habían soplado a bordo unas endiabladas materias
comestibles (combustibles quería - 40 -
decir), que cayeron sobre el buque
como si estuviera lloviendo fuego. Al ver que ardía nuestro navío, se nos
redobló la rabia y cargamos de nuevo la andanada, y otra, y otra. ¡Ah, señora
Doña Francisca! ¡Bonito se puso aquello!... Nuestro comandante mandó meter
sobre estribor para atacar al abordaje al buque enemigo. Aquí te quiero ver...
Yo estaba en mis glorias... En un guiñar del ojo preparamos las hachas y picas
para el abordaje... el barco enemigo se nos venía encima, lo cual me encabrilló
(me alegró) el alma, porque así nos enredaríamos más pronto... Mete, mete a
estribor... ¡qué julepe! Principiaba a amanecer: ya los penoles se besaban; ya
estaban dispuestos los grupos, cuando oímos juramentos españoles a bordo del
buque enemigo. Entonces nos quedamos todos tiesos de espanto, porque vimos que
el barco con que nos batíamos era el mismo San Hermenegildo.
- Eso sí que estuvo bueno - dijo Doña Francisca mostrando algún interés
en la narración - . ¿Y cómo fueron tan burros que uno y otro...?
- Diré a usted: no tuvimos tiempo de andar con
palabreo. El fuego del Real Carlos se pasó al San Hermenegildo,
y entonces... ¡Virgen del Carmen, la que se armó! ¡A las lanchas!, gritaron muchos. El fuego
estaba ya ras con ras con - 41 -
la Santa Bárbara, y esta señora no se anda
con bromas... Nosotros jurábamos, gritábamos insultando a Dios, a la Virgen y a
todos los santos, porque así parece que se desahoga uno cuando está lleno de
coraje hasta la escotilla.
- ¡Jesús, María y José!, ¡qué horror! - exclamó mi ama - . ¿Y se salvaron?
- Nos salvamos cuarenta en la falúa y seis o
siete en el chinchorro: éstos recogieron al segundo del San Hermenegildo. José
Débora se aferró a un pedazo de palo y arribó más muerto que vivo a las playas
de Marruecos.
- ¿Y los demás?
- Los demás... la mar es grande y en ella cabe
mucha gente. Dos mil hombres apagaron fuegos aquel día, entre ellos nuestro
comandante Ezguerra, y Emparán el del otro barco.
- Válgame Dios
- dijo Doña Francisca - . Aunque bien empleado les está, por andarse en
esos juegos. Si se estuvieran quietecitos en sus casas como Dios manda...
- Pues la causa de este desastre - dijo Don Alonso, que gustaba de interesar a
su mujer en tan dramáticos sucesos - , fue la siguiente. Los ingleses, validos
de la obscuridad de la noche, dispusieron que el navío Soberbio, el más ligero
de los que traían, apagara sus luces y se colocara entre nuestros dos hermosos
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barcos. Así lo hizo: disparó sus dos andanadas, puso su aparejo en
facha con mucha presteza, orzando al mismo tiempo para librarse de la
contestación. El Real Carlos y el San Hermenegildo, viéndose atacados inesperadamente,
hicieron fuego; pero se estuvieron batiendo el uno contra el otro, hasta que
cerca del amanecer y estando a punto de abordarse, se reconocieron y ocurrió lo
que tan detalladamente te ha contado Marcial.
- ¡Oh!, ¡y qué bien os la jugaron! - dijo la dama - . Estuvo bueno, aunque eso no es de gente noble.
- Qué ha de ser - añadió Medio - hombre - . Entonces yo no
los quería bien; pero dende esa noche... Si están ellos en el Cielo, no quiero ir
al Cielo, manque me condene para toda la enternidad...
- ¿Pues y la captura de las cuatro fragatas
que venían del Río de la Plata? - dijo
D. Alonso animando a Marcial para que continuara sus narraciones.
- También en esa me encontré -
contestó el marino - , y allí me dejaron sin pierna. También entonces nos cogieron
desprevenidos, y como estábamos en tiempo de paz, navegábamos muy tranquilos,
contando ya las horas que nos faltaban para llegar, cuando de pronto...
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Le diré a usted cómo fue, señora Doña Francisca, para que vea las
mañas de esa gente. Después de lo del Estrecho, me embarqué en la Fama para
Montevideo, y ya hacía mucho tiempo que estábamos allí, cuando el jefe de la
escuadra recibió orden de traer a España los caudales de Lima y Buenos Aires.
El viaje fue muy bueno, y no tuvimos más percance que unas calenturillas, que
no mataron ni tanto así de hombre... Traíamos mucho dinero del Rey y de
particulares, y también lo que llamamos la caja de soldadas, que son los
ahorrillos de la tropa que sirve en las Américas. Por junto, si no me engaño,
eran cosa de cinco millones de pesos, como quien no dice nada, y además
traíamos pieles de lobo, lana de vicuña, cascarilla, barras de estaño y cobre y
maderas finas... Pues, señor, después de cincuenta días de navegación, el 5 de
Octubre, vimos tierra, y ya contábamos entrar en Cádiz al día siguiente, cuando
cátate que hacia el Nordeste se nos presentan cuatro señoras fragatas. Anque
era tiempo de paz, y nuestro capitán, D. Miguel de Zapiaín, parecía no tener
maldito recelo, yo, que soy perro viejo en la mar, llamé a Débora y le dije que
el tiempo me olía a pólvora... Bueno: cuando las fragatas inglesas estuvieron
cerca, - 44 -
el general mandó hacer zafarrancho; la Fama iba delante, y al
poco rato nos encontramos a tiro de pistola de una de las inglesas por
barlovento.
Entonces el
capitán inglés nos habló con su bocina y nos dijo... ¡pues mire usted que me
gustó la franqueza!... nos dijo que nos pusiéramos en facha porque nos iba a
atacar. Hizo mil preguntas; pero le dijimos que no nos daba la gana de
contestar. A todo esto, las otras tres fragatas enemigas se habían acercado a
las nuestras, de tal manera que cada una de las inglesas tenía otra española
por el costado de sotavento.
- Su posición no podía ser mejor - apuntó mi amo.
- Eso digo yo
- continuó Marcial - . El jefe de nuestra escuadra, D. José Bustamante,
anduvo poco listo, que si hubiera sido yo... Pues, señor, el comodón (quería
decir el comodoro) inglés envió a bordo de la Medea un oficialillo de estos de
cola de abadejo, el cual, sin andarse en chiquitas, dijo que anque no estaba
declarada la guerra, el comodón tenía orden de apresarnos. Esto sí que se llama
ser inglés. El combate empezó al poco rato; nuestra fragata recibió la primera
andanada por babor; se le contestó al saludo, y cañonazo va, cañonazo
- 45 -
viene... lo cierto del caso es que no metimos en un puño a aquellos
herejes por mor de que el demonio fue y pegó fuego a la Santa Bárbara de la
Mercedes, que se voló en un suspiro, ¡y todos con este suceso, nos afligimos
tanto, sintiéndonos tan apocados...!, no por falta de valor, sino por aquello
que dicen... en la moral... pues... denque el mismo momento nos vimos perdidos.
Nuestra fragata tenía las velas con más agujeros que capa vieja, los cabos
rotos, cinco pies de agua en bodega, el palo de mesana tendido, tres balazos a
flor de agua y bastantes muertos y heridos. A pesar de esto, seguíamos la
cuchipanda con el inglés; pero cuando vimos que la Medea y la Clara, no
pudiendo resistir la chamusquina, arriaban bandera, forzamos de vela y nos
retiramos defendiéndonos como podíamos. La maldita fragata inglesa nos daba
caza, y como era más velera que la nuestra, no pudimos zafarnos y tuvimos
también que arriar el trapo a las tres de la tarde, cuando ya nos habían matado
mucha gente, y yo estaba medio muerto sobre el sollao porque a una bala le dio
la gana de quitarme la pierna. Aquellos condenados nos llevaron a Inglaterra,
no como presos, sino como detenidos; pero carta va, carta viene entre Londres y
Madrid, lo cierto es que se - 46 -
quedaron con el dinero, y me parece que
cuando a mí me nazca otra pierna, entonces el Rey de España les verá la punta
del pelo a los cinco millones de pesos.
- ¡Pobre hombre!...
¿y entonces perdiste la pata? - le dijo
compasivamente Doña Francisca.
- Sí señora: los
ingleses, sabiendo que yo no era bailarín, creyeron
que tenía bastante con una. En la travesía me curaron bien: en un pueblo que
llaman Plinmuf (Plymouth) estuve seis meses en el pontón, con el petate liado y
la patente para el otro mundo en el bolsillo... Pero Dios quiso que no me
fuera a pique tan pronto: un físico inglés me puso esta pierna de palo, que es
mejor que la otra, porque aquélla me dolía de la condenada reúma, y ésta, a
Dios gracias, no duele aunque la echen una descarga de metralla. En cuanto a
dureza, creo que la tiene, aunque entavía no se me ha puesto delante la popa de
ningún inglés para probarla.
- Muy bravo estás - dijo mi ama - ; quiera Dios no pierdas
también la otra. «El que busca el peligro...»
Concluida
la relación de Marcial, se trabó de nuevo la disputa sobre si mi amo iría o no
a la escuadra. Persistía Doña Francisca en la - 47 -
negativa, y D. Alonso,
que en presencia de su digna esposa era manso como un cordero, buscaba
pretextos y alegaba toda clase de razones para convencerla.
«Iremos
sólo a ver, mujer; nada más que a ver -
decía el héroe con mirada suplicante.
- Dejémonos de fiestas - le contestaba su esposa - . Buen par de
esperpentos estáis los dos.
- La escuadra combinada - dijo Marcial - , se quedará en Cádiz, y
ellos tratarán de forzar la entrada.
- Pues entonces - añadió mi ama - , pueden ver la función
desde la muralla de Cádiz; pero lo que es en los barquitos... Digo que no y que
no, Alonso. En cuarenta años de casados no me has visto enojada (la veía todos
los días); pero ahora te juro que si vas a bordo... haz cuenta de que Paquita
no existe para ti.
- ¡Mujer! - exclamó con aflicción mi amo - . ¡Y he de morirme sin tener ese gusto!
- ¡Bonito gusto, hombre de Dios! ¡Ver cómo se
matan esos locos! Si el Rey de las Españas me hiciera caso, mandaría a paseo a
los ingleses y les diría: «Mis vasallos queridos no están aquí para que ustedes
se diviertan con ellos. Métanse ustedes en faena unos con otros si quieren
juego». ¿Qué creen? Yo, aunque tonta, bien sé lo que hay aquí, y es que el
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Primer Cónsul, Emperador, Sultán, o lo que sea, quiere acometer a
los ingleses, y como no tiene hombres de alma para el caso, ha embaucado a
nuestro buen Rey para que le preste los suyos, y la verdad es que nos está
fastidiando con sus guerras marítimas. Díganme ustedes: ¿a España qué le va ni
le viene en esto? ¿Por qué ha de estar todos los días cañonazo y más cañonazo
por una simpleza? Antes de esas picardías que Marcial ha contado, ¿qué daño nos
habían hecho los ingleses? ¡Ah, si hicieran caso de lo que yo digo, el señor de
Bonaparte armaría la guerra solo, o si no que no la armara!
- Es verdad
- dijo mi amo - , que la alianza con Francia nos está haciendo mucho
daño, pues si algún provecho resulta es para nuestra aliada, mientras todos los
desastres son para nosotros.
- Entonces, tontos rematados, ¿para qué se os
calientan las pajarillas con esta guerra?
- El honor de nuestra nación está
empeñado - contestó D. Alonso - , y una
vez metidos en la danza, sería una mengua volver atrás. Cuando estuve el mes
pasado en Cádiz en el bautizo de la hija de mi primo, me decía Churruca: «Esta
alianza con Francia, y el maldito tratado de San Ildefonso, que por la astucia
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de Bonaparte y la debilidad de Godoy se ha convertido en tratado de
subsidios, serán nuestra ruina, serán la ruina de nuestra escuadra, si Dios no
lo remedia, y, por tanto, la ruina de nuestras colonias y del comercio español
en América. Pero, a pesar de todo, es preciso seguir adelante».
- Bien digo yo
- añadió doña Francisca - , que ese Príncipe de la Paz se está metiendo
en cosas que no entiende. Ya se ve, ¡un hombre sin estudios! Mi hermano el
arcediano, que es partidario del príncipe Fernando, dice que ese señor Godoy es
un alma de cántaro, y que no ha estudiado latín ni teología, pues todo su saber
se reduce a tocar la guitarra y a conocer los veintidós modos de bailar la gavota.
Parece que por su linda cara le han hecho, primer ministro. Así andan las cosas
de España; luego, hambre y más hambre... todo tan caro... la fiebre amarilla
asolando a Andalucía... Está esto bonito, sí, señor... Y de ello tienen ustedes
la culpa - continuó engrosando la voz y
poniéndose muy encarnada - , sí señor, ustedes que ofenden a Dios matando tanta
gente; ustedes, que si en vez de meterse en esos endiablados barcos, se fueran
a la iglesia a rezar el rosario, no andaría Patillas tan suelto por España
haciendo diabluras.
- 50 -
- Tú irás a Cádiz también - dijo D. Alonso ansioso de despertar el
entusiasmo en el pecho de su mujer - ; irás a casa de Flora, y desde el mirador
podrás ver cómodamente el combate, el humo, los fogonazos, las banderas... Es
cosa muy bonita.
- ¡Gracias, gracias! Me caería muerta de
miedo. Aquí nos estaremos quietos, que el que busca el peligro en él perece.
Así terminó
aquel diálogo, cuyos pormenores he conservado en mi memoria, a pesar del tiempo
transcurrido. Mas acontece con frecuencia que los hechos muy remotos,
correspondientes a nuestra infancia, permanecen grabados en la imaginación con
mayor fijeza que los presenciados en edad madura, y cuando predomina sobre
todas las facultades la razón.
Aquella
noche D. Alonso y Marcial siguieron conferenciando en los pocos ratos que la
recelosa Doña Francisca los dejaba solos. Cuando ésta fue a la parroquia para
asistir a la novena, según su piadosa costumbre, los dos marinos respiraron con
libertad como escolares bulliciosos que pierden de vista al maestro.
Encerráronse en el despacho, sacaron unos mapas y estuvieron examinándolos con
gran atención; luego leyeron ciertos papeles en que - 51 -
había apuntados
los nombres de muchos barcos ingleses con la cifra de sus cañones y
tripulantes, y durante su calurosa conferencia, en que alternaba la lectura con
los más enérgicos comentarios, noté que ideaban el plan de un combate naval.
Marcial
imitaba con los gestos de su brazo y medio la marcha de las escuadras, la explosión
de las andanadas; con su cabeza, el balance de los barcos combatientes; con su
cuerpo, la caída de costado del buque que se va a pique; con su mano, el subir
y bajar de las banderas de señal; con un ligero silbido, el mando del
contramaestre; con los porrazos de su pie de palo contra el suelo, el estruendo
del cañón; con su lengua estropajosa, los juramentos y singulares voces del
combate; y como mi amo le secundase en esta tarea con la mayor gravedad, quise
yo también echar mi cuarto a espadas, alentado por el ejemplo, y dando natural
desahogo a esa necesidad devoradora de meter ruido que domina el temperamento
de los chicos con absoluto imperio. Sin poderme contener, viendo el entusiasmo
de los dos marinos, comencé a dar vueltas por la habitación, pues la confianza
con que por mi amo era tratado me autorizaba a ello; remedé con la cabeza y los
brazos la disposición de una nave que - 52 -
ciñe el viento, y al mismo
tiempo profería, ahuecando la voz, los retumbantes monosílabos que más se
parecen al ruido de un cañonazo, tales como ¡bum, bum, bum!... Mi respetable
amo, el mutilado marinero, tan niños como yo en aquella ocasión, no pararon
mientes en lo que yo hacía, pues harto les embargaban sus propios pensamientos.
¡Cuánto me he reído después recordando aquella escena, y cuán cierto es, por lo
que respecta a mis compañeros en aquel juego, que el entusiasmo de la
ancianidad convierte a los viejos en niños, renovando las travesuras de la cuna
al borde mismo del sepulcro!
Muy
enfrascados estaban ellos en su conferencia, cuando sintieron los pasos de Doña
Francisca que volvía de la novena.
«¡Qué viene! -
exclamó Marcial con terror.
Y al punto
guardaron los planos, disimulando su excitación, y pusiéronse a hablar de cosas
indiferentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenil no podía aplacarse
fácilmente, bien porque no observé a tiempo la entrada de mi ama, seguí en
medio del cuarto demostrando mi enajenación con frases como éstas, pronunciadas
con el mayor desparpajo: ¡la mura a estribor!... ¡orza!... ¡la andanada de
sotavento!... ¡fuego!... ¡bum, bum!... Ella se llegó a mí - 53 -
furiosa, y
sin previo aviso me descargó en la popa la andanada de su mano derecha con tan
buena puntería, que me hizo ver las estrellas.
«¡También
tú! - gritó vapuleándome sin compasión -
. Ya ves - añadió mirando a su marido
con centelleantes ojos - : tú le enseñas a que pierda el respeto... ¿Te has
creído que estás todavía en la Caleta, pedazo de zascandil?
La zurra
continuó en la forma siguiente: yo caminando a la cocina, lloroso y
avergonzado, después de arriada la bandera de mi dignidad, y sin pensar en
defenderme contra tan superior enemigo; Doña Francisca detrás dándome caza y
poniendo a prueba mi pescuezo con los repetidos golpes de su mano. En la cocina
eché el ancla, lloroso, considerando cuán mal había concluido mi combate naval.
- 54 -
-
V -
Para
oponerse a la insensata determinación de su marido, Doña Francisca no se
fundaba sólo en las razones anteriormente expuestas; tenía, además de aquéllas,
otra poderosísima, que no indicó en el diálogo anterior, quizá por demasiado
sabida.
Pero el
lector no la sabe y voy a decírsela. Creo haber escrito que mis amos tenían una
hija. Pues bien: esta hija se llamaba Rosita, de edad poco mayor que la mía,
pues apenas pasaba de los quince años, y ya estaba concertado su matrimonio con
un joven oficial de Artillería llamado Malespina, de una familia de
Medinasidonia, lejanamente emparentada con la de mi ama. Habíase fijado la boda
para fin de Octubre, y ya se comprende que la ausencia del padre de la novia
habría sido inconveniente en tan solemnes días.
Voy a decir
algo de mi señorita, de su novio, de sus amores, de su proyectado enlace y...
¡ay!, aquí mis recuerdos toman un tinte melancólico, evocando en mi fantasía
imágenes importunas - 55 -
y exóticas como si vinieran de otro mundo,
despertando en mi cansado pecho sensaciones que, a decir verdad, ignoro si
traen a mi espíritu alegría o tristeza. Estas ardientes memorias, que parecen agostarse
hoy en mi cerebro, como flores tropicales trasplantadas al Norte helado, me
hacen a veces reír, y a veces me hacen pensar... Pero contemos, que el lector
se cansa de reflexiones enojosas sobre lo que a un solo mortal interesa.
Rosita era
lindísima. Recuerdo perfectamente su hermosura, aunque me sería muy difícil
describir sus facciones. Parece que la veo sonreír delante de mí. La singular
expresión de su rostro, a la de ningún otro parecida, es para mí, por la
claridad con que se ofrece a mi entendimiento, como una de esas nociones
primitivas, que parece hemos traído de otro mundo, o nos han sido infundidas
por misterioso poder desde la cuna. Y sin embargo, no respondo de poderlo
pintar, porque lo que fue real ha quedado como una idea indeterminada en mi
cabeza, y nada nos fascina tanto, así como nada se escapa tan sutilmente a toda
apreciación descriptiva, como un ideal querido.
Al entrar
en la casa, creí que Rosita pertenecía a un orden de criaturas superior.
Explicaré - 56 -
mis pensamientos para que se admiren ustedes de mi
simpleza. Cuando somos niños, y un nuevo ser viene al mundo en nuestra casa,
las personas mayores nos dicen que le han traído de Francia, de París o de
Inglaterra. Engañado yo como todos acerca de tan singular modo de perpetuar la
especie, creía que los niños venían por encargo, empaquetados en un cajoncito,
como un fardo de quincalla. Pues bien: contemplando por primera vez a la hija
de mis amos, discurrí que tan bella persona no podía haber venido de la fábrica
de donde venimos todos, es decir, de París o de Inglaterra, y me persuadí de la
existencia de alguna región encantadora, donde artífices divinos sabían labrar
tan hermosos ejemplares de la persona humana.
Como niños
ambos, aunque de distinta condición, pronto nos tratamos con la confianza
propia de la edad, y mi mayor dicha consistía en jugar con ella, sufriendo
todas sus impertinencias, que eran muchas, pues en nuestros juegos nunca se
confundían las clases: ella era siempre señorita, y yo siempre criado; así es
que yo llevaba la peor parte, y si había golpes, no es preciso indicar aquí
quién los recibía.
Ir a
buscarla al salir de la escuela para - 57 -
acompañarla a casa, era mi
sueno de oro; y cuando por alguna ocupación imprevista se encargaba a otra persona
tan dulce comisión, mi pena era tan profunda, que yo la equiparaba a las
mayores penas que pueden pasarse en la vida, siendo hombre, y decía: «Es
imposible que cuando yo sea grande experimente desgracia mayor». Subir por
orden suya al naranjo del patio para coger los azahares de las más altas ramas,
era para mí la mayor de las delicias, posición o preeminencia superior a la del
mejor rey de la tierra subido en su trono de oro; y no recuerdo alborozo
comparable al que me causaba obligándome a correr tras ella en ese divino e
inmortal juego que llaman escondite. Si ella corría como una gacela, yo volaba
como un pájaro para cogerla más pronto, asiéndola por la parte de su cuerpo que
encontraba más a mano. Cuando se trocaban los papeles, cuando ella era la
perseguidora y a mí me correspondía el ser cogido, se duplicaban las inocentes
y puras delicias de aquel juego sublime, y el paraje más obscuro y feo, donde
yo, encogido y palpitante, esperaba la impresión de sus brazos ansiosos de
estrecharme, era para mí un verdadero paraíso. Añadiré que jamás, durante
aquellas escenas, tuve un pensamiento, una sensación, - 58 -
que no emanara
del más refinado idealismo.
¿Y qué diré de su
canto? Desde muy niña
acostumbraba a cantar el olé y las cañas, con la maestría de los ruiseñores,
que lo saben todo en materia de música sin haber aprendido nada. Todos le
alababan aquella habilidad, y formaban corro para oírla; pero a mí me ofendían
los aplausos de sus admiradores, y hubiera deseado que enmudeciera para los demás.
Era aquel canto un gorjeo melancólico, aun modulado por su voz infantil. La
nota, que repercutía sobre sí misma, enredándose y desenredándose, como un hilo
sonoro, se perdía subiendo y se desvanecía alejándose para volver descendiendo
con timbre grave. Parecía emitida por un avecilla, que se remontara primero al
Cielo, y que después cantara en nuestro propio oído. El alma, si se me permite
emplear un símil vulgar, parecía que se alargaba siguiendo el sonido, y se
contraía después retrocediendo ante él, pero siempre pendiente de la melodía y
asociando la música a la hermosa cantora. Tan singular era el efecto, que para
mí el oírla cantar, sobre todo en presencia de otras personas, era casi una
mortificación.
Teníamos la
misma edad, poco más o menos, como he dicho, pues sólo excedía la suya
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a la mía en unos ocho o nueve meses. Pero yo era pequeñuelo y
raquítico, mientras ella se desarrollaba con mucha lozanía, y así, al cumplirse
los tres años de mi residencia en la casa, ella parecía de mucha más edad que
yo. Estos tres años se pasaron sin sospechar nosotros que íbamos creciendo, y
nuestros juegos no se interrumpían, pues ella era más traviesa que yo, y su
madre la reñía, procurando sujetarla y hacerla trabajar.
Al cabo de lo
tres años advertí que las formas de mi idolatrada señorita se ensanchaban y
redondeaban, completando la hermosura de su cuerpo: su rostro se puso más
encendido, más lleno, más tibio; sus grandes ojos más vivos, si bien con la
mirada menos errátil y voluble; su andar más reposado; sus movimientos no sé si
más o menos ligeros, pero ciertamente distintos, aunque no podía entonces ni
puedo ahora apreciar en qué consistía la diferencia. Pero ninguno de estos
accidentes me confundió tanto como la transformación de su voz, que adquirió
cierta sonora gravedad bien distinta de aquel travieso y alegre chillido con
que me llamaba antes, trastornándome el juicio, y obligándome a olvidar mis
quehaceres, para acudir al juego. El capullo se convertía en rosa y la
crisálida en mariposa.
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Un día mil veces funesto, mil veces
lúgubre, mi amita se presentó ante mí con traje bajo. Aquella transfiguración produjo en mí tal
impresión, que en todo el día no hablé una palabra. Estaba serio como un hombre
que ha sido vilmente engañado, y mi enojo contra ella era tan grande, que en
mis soliloquios probaba con fuertes razones que el rápido crecimiento de mi
amita era una felonía. Se despertó en mí la fiebre del raciocinar, y sobre
aquel tema controvertía apasionadamente conmigo mismo en el silencio de mis
insomnios. Lo que más me aturdía era ver que con unas cuantas varas de tela
había variado por completo su carácter. Aquel día, mil veces desgraciado, me
habló en tono ceremonioso, ordenándome con gravedad y hasta con displicencia
las faenas que menos me gustaban; y ella, que tantas veces fue cómplice y
encubridora de mi holgazanería, me reprendía entonces por perezoso. ¡Y a
todas éstas, ni una sonrisa, ni un salto, ni una monada, ni una veloz carrera,
ni un poco de olé, ni esconderse de mí para que la buscara, ni fingirse
enfadada para reírse después, ni una disputilla, ni siquiera un pescozón con su blanda manecita! ¡Terribles crisis de la existencia! ¡Ella se había convertido en mujer,
y yo continuaba siendo niño!
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No necesito
decir que se acabaron los retozos y los juegos; ya no volví a subir al naranjo,
cuyos azahares crecieron tranquilos, libres de mi enamorada rapacidad,
desarrollando con lozanía sus hojas y con todo lujo su provocativa fragancia;
ya no corrimos más por el patio, ni hice más viajes a la escuela, para traerla
a casa, tan orgulloso de mi comisión que la hubiera defendido contra un
ejército, si éste hubiera intentado quitármela. Desde entonces Rosita andaba
con la mayor circunspección y gravedad; varias veces noté que al subir una
escalera delante de mí, cuidaba de no mostrar ni una línea ni una pulgada más
arriba de su hermoso tobillo, y este sistema de fraudulenta ocultación era una
ofensa a la dignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo más arriba. Ahora me
río considerando cómo se me partía el corazón con aquellas cosas.
Pero aún
habían de ocurrir más terribles desventuras. Al año de su transformación, la
tía Martina, Rosario la cocinera, Marcial y otros personajes de la servidumbre,
se ocupaban un día de cierto grave asunto. Aplicando mi diligente oído, luego
me enteré de que corrían rumores alarmantes: la señorita se iba a casar. La
cosa era inaudita, porque yo no le - 62 -
conocía ningún novio. Pero
entonces lo arreglaban todo los padres, y lo raro es que a veces no salía del
todo mal.
Pues un joven de
gran familia pidió su mano, y mis amos se la concedieron. Este joven vino a casa acompañado de
sus padres, que eran una especie de condes o marqueses, con un título
retumbante. El pretendiente traía su uniforme de Marina, en cuyo honroso Cuerpo
servía; pero a pesar de tan elegante jaez, su facha era muy poco agradable. Así
debió parecerle a mi amita, pues desde un principio
mostró repugnancia hacia aquella boda. Su madre trataba de convencerla, pero inútilmente, y le hacía la más
acabada pintura de las buenas prendas del novio, de su alto linaje y grandes
riquezas. La niña no se convencía, y a estas razones oponía otras muy cuerdas.
Pero la
pícara se callaba lo principal, y lo principal era que tenía otro novio, a
quien de veras amaba. Este otro era un oficial de Artillería, llamado D. Rafael
Malespina, de muy buena presencia y gentil figura. Mi amita le había conocido
en la iglesia, y el pérfido amor se apoderó de ella, mientras rezaba; pues
siempre fue el templo lugar muy a propósito, por su poético y misterioso
recinto, para abrir de par en par al amor las puertas del alma. Malespina
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rondaba la casa, lo cual observé yo varias veces; y tanto se habló
en Vejer de estos amores, que el otro lo supo, y se desafiaron. Mis amos
supieron todo cuando llegó a casa la noticia de que Malespina había herido
mortalmente a su rival.
El
escándalo fue grande. La religiosidad de mis amos se escandalizó tanto con
aquel hecho, que no pudieron disimular su enojo, y Rosita fue la víctima
principal. Pero pasaron meses y más meses; el herido curó, y como Malespina
fuese también persona bien nacida y rica, se notaron en la atmósfera política
de la casa barruntos de que el joven D. Rafael iba a entrar en ella.
Renunciaron al enlace los padres del herido, y en cambio el del vencedor se
presentó en casa a pedir para su hijo la mano de mi querida amita. Después de
algunas dilaciones, se la concedieron.
Me acuerdo
de cuando fue allí el viejo Malespina. Era un señor muy seco y estirado, con
chupa de treinta colores, muchos colgajos en el reloj, gran coleto, y una nariz
muy larga y afilada, con la cual parecía olfatear a las personas que le
sostenían la conversación. Hablaba por los codos y no dejaba meter baza a los
demás: él se lo decía todo, y no se podía elogiar cosa alguna, porque al punto
salía - 64 -
diciendo que tenía otra mejor. Desde entonces le taché por
hombre vanidoso y mentirosísimo, como tuve ocasión de ver claramente más tarde.
Mis amos le recibieron con agasajo, lo mismo que a su hijo, que con él venía.
Desde entonces, el novio siguió yendo a casa todos los días, sólo o en compañía
de su padre.
Nueva
transformación de mi amita. Su indiferencia hacia mí era tan marcada, que tocaba
los límites del menosprecio. Entonces eché de ver claramente por primera vez,
maldiciéndola, la humildad de mi condición; trataba de explicarme el derecho
que tenían a la superioridad los que realmente eran superiores, y me
preguntaba, lleno de angustia, si era justo que otros fueran nobles y ricos y
sabios, mientras yo tenía por abolengo la Caleta, por única fortuna mi persona,
y apenas sabía leer. Viendo la recompensa que tenía mi ardiente cariño,
comprendí que a nada podría aspirar en el mundo, y sólo más tarde adquirí la
firme convicción de que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizás todo
aquello que no poseía.
En vista
del despego con que ella me trataba, perdí la confianza; no me atrevía a
desplegar los labios en su presencia, y me infundía mucho más respeto que sus
padres. Entre - 65 -
tanto, yo observaba con atención los indicios del amor
que la dominaba. Cuando él tardaba, yo la veía impaciente y triste; al menor
rumor que indicase la aproximación de alguno, se encendía su hermoso semblante,
y sus negros ojos brillaban con ansiedad y esperanza. Si él entraba al fin, le
era imposible a ella disimular su alegría, y luego se estaban charlando horas y
más horas, siempre en presencia de Doña Francisca, pues a mi señorita no se le
consentían coloquios a solas ni por las rejas.
También
había correspondencia larga, y lo peor del caso es que yo era el correo de los
dos amantes. ¡Aquello me daba una rabia...!
Según la consigna, yo salía a la plaza, y allí encontraba,
más puntual que un reloj, al señorito Malespina, el cual me daba una esquela
para entregarla a mi señorita. Cumplía
mi encargo, y ella me daba otra para llevarla a él. ¡Cuántas veces sentía
tentaciones de quemar aquellas cartas, no llevándolas a su destino! Pero por mi
suerte, tuve serenidad para dominar tan feo propósito.
No necesito
decir que yo odiaba a Malespina. Desde que le veía entrar sentía mi sangre
enardecida, y siempre que me ordenaba algo, hacíalo con los peores modos
posibles, deseoso - 66 -
de significarle mi alto enojo. Este despego que a
ellos les parecía mala crianza y a mí un arranque de entereza, propio de
elevados corazones, me proporcionó algunas reprimendas y, sobre todo, dio
origen a una frase de mi señorita, que se me clavó en el corazón como una
dolorosa espina. En cierta ocasión le oí decir:
«Este chico
está tan echado a perder, que será preciso mandarle fuera de casa».
Al fin se
fijó el día para la boda, y unos cuantos antes del señalado ocurrió lo que ya
conté y el proyecto de mi amo. Por esto se comprenderá que Doña Francisca tenía
razones poderosas, además de la poca salud de su marido, para impedirle ir a la
escuadra.
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