- 81 -
-
VII -
A la mañana siguiente se me
preparaba una gran sorpresa, y a mi ama el más fuerte berrinche que creo tuvo
en su vida. Cuando me levanté vi
que D. Alonso estaba amabilísimo, y su esposa más irritada que de costumbre.
Cuando ésta se fue a misa con Rosita, advertí que el señor se daba gran prisa
por meter en una maleta algunas camisas y otras prendas de vestir, entre las
cuales iba su uniforme. Yo le ayudé y aquello me olió a escapatoria, aunque me
sorprendía no ver a Marcial por ninguna parte. No tardé, sin embargo, en
explicarme su ausencia, pues D. Alonso, una vez arreglado su breve equipaje, se
mostró muy impaciente, hasta que al fin apareció el marinero diciendo: «Ahí
está el coche. Vámonos antes que ella venga.»
Cargué la
maleta, y en un santiamén Don Alonso, Marcial y yo salimos por la puerta del
corral para no ser vistos; nos subimos a la calesa, y esta partió tan a escape
como lo permitía la escualidez del rocín que la arrastraba, - 82 -
y la
procelosa configuración del camino. Este, si para caballerías era malo, para
coches perverso; pero a pesar de los fuertes tumbos y arcadas, apretamos el
paso, y hasta que no perdimos de vista el pueblo, no se alivió algún tanto el
martirio de nuestros cuerpos.
Aquel viaje
me gustaba extraordinariamente, porque a los chicos toda novedad les trastorna
el juicio. Marcial no cabía en sí de gozo, y mi amo, que al principio manifestó
su alborozo casi con menos gravedad que yo, se entristeció bastante cuando dejó
de ver el pueblo. De cuando en cuando decía:
«¡Y ella
tan ajena a esto! ¡Qué dirá cuando llegue a casa y no nos encuentre!
A mí se me
ensanchaba el pecho con la vista del paisaje, con la alegría y frescura de la
mañana y, sobre todo, con la idea de ver pronto a Cádiz y su incomparable bahía
poblada de naves; sus calles bulliciosas y alegres; su Caleta, que simbolizaba
para mí en un tiempo lo más hermoso de la vida, la libertad; su plaza, su
muelle y demás sitios para mí muy amados. No habíamos andado tres leguas cuando
alcanzamos a ver dos caballeros montados en soberbios alazanes, que viniendo
tras nosotros se nos juntaron en poco tiempo. Al punto reconocimos a Malespina
y a su padre, - 83 -
aquel señor alto, estirado y muy charlatán, de quien
antes hablé. Ambos se asombraron de ver a D. Alonso, y mucho más cuando este
les dijo que iba a Cádiz para embarcarse. Recibió la noticia con pesadumbre el
hijo; mas el padre, que, según entonces comprendí, era un rematado fanfarrón,
felicitó a mi amo muy campanudamente, llamándole flor de los navegantes, espejo
de los marinos y honra de la patria.
Nos
detuvimos para comer en el parador de Conil. A los señores les dieron lo que
había, y a Marcial y a mí lo que sobraba, que no era mucho. Como yo servía la
mesa, pude oír la conversación, y entonces conocí mejor el carácter del viejo
Malespina, quien si primero pasó a mis ojos como un embustero lleno de vanidad,
después me pareció el más gracioso charlatán que he oído en mi vida.
El futuro
suegro de mi amita, D. José María Malespina, que no tenía parentesco con el
célebre marino del mismo apellido, era coronel de Artillería retirado, y
cifraba todo su orgullo en conocer a fondo aquella terrible arma y manejarla
como nadie. Tratando de este asunto era como más lucía su imaginación y gran
desparpajo para mentir.
«Los
artilleros - decía sin suspender por un
- 84 -
momento la acción de engullir - , hacen mucha falta a bordo. ¿Qué es
de un barco sin artillería? Pero donde hay que ver los efectos de esta
invención admirable de la humana inteligencia es en tierra, Sr. D. Alonso.
Cuando la guerra del Rosellón... ya sabe usted que tomé parte en aquella
campaña y que todos los triunfos se debieron a mi acierto en el manejo de la
Artillería... La batalla de Masdeu, ¿por qué cree usted que se ganó? El general
Ricardos me situó en una colina con cuatro piezas, mandándome que no hiciera
fuego sino cuando él me lo ordenara. Pero yo, que veía las cosas de otra
manera, me estuve callandito hasta que una columna francesa vino a colocarse
delante de mí en tal disposición, que mis disparos podían enfilarla de un
extremo a otro. Los franceses forman la línea con gran perfección. Tomé
bien la puntería con una de las piezas, dirigiendo la mira a
la cabeza del primer soldado... ¿Comprende usted?... Como la línea era tan perfecta, disparé, y ¡zas!,
la bala se llevó ciento cuarenta y dos cabezas, y no cayeron más porque el
extremo de la línea se movió un poco. Aquello produjo gran consternación en los
enemigos; pero como éstos no comprendían mi estrategia ni podían verme en el
sitio donde estaba, enviaron otra columna - 85 -
a atacar las tropas que
estaban a mi derecha, y aquella columna tuvo la misma suerte, y otra, y otra,
hasta que se ganó la batalla.
- Es maravilloso - dijo mi amo, quien, conociendo la magnitud
de la bola, no quiso, sin embargo, desmentir a su
amigo.
- Pues en la segunda
campaña, al mando del Conde de la Unión, también
escarmenté de lo lindo a los republicanos. La defensa de Boulou, no nos salió
bien, porque se nos acabaron las municiones: yo, con todo hice un gran destrozo
cargando una pieza con las llaves de la iglesia; pero
éstas no eran muchas, y al fin, como un recurso de desesperación, metí en el
ánima del cañón mis llaves, mi reloj, mi dinero, cuantas baratijas encontré en
los bolsillos, y, por último, hasta mis cruces. Lo particular es que una de estas fue a
estamparse en el pecho de un general francés, donde se le quedó como pegada y sin
hacerle daño. Él la conservó, y cuando fue a París, la Convención le condenó no
sé si a muerte o a destierro por haber admitido condecoraciones de un Gobierno
enemigo.
- ¡Qué diablura! - murmuró mi amo recreándose con tan chuscas
invenciones.
- Cuando estuve en Inglaterra... - continuó el viejo Malespina - , ya sabe
usted que - 86 -
el Gobierno inglés me mandó llamar para perfeccionar la
Artillería de aquel país... Todos los días comía con Pitt, con Burke, con Lord
North, con el general Conwallis y otros personajes importantes que me llamaban
el chistoso español. Recuerdo que una vez, estando en Palacio, me suplicaron
que les mostrase cómo era una corrida de toros, y tuve que capear, picar y
matar una silla, lo cual divirtió mucho a toda la Corte, especialmente al Rey
Jorge III, quien era muy amigote mío y siempre me decía que le mandase a buscar
a mi tierra aceitunas buenas. ¡Oh!, tenía mucha confianza conmigo. Todo su
empeño era que le enseñase palabras de español y, sobre todo algunas de ésta
nuestra graciosa Andalucía; pero nunca pudo aprender más que otro toro y vengan
esos cinco, frase con que me saludaba todos los días cuando iba a almorzar con
él pescadillas y unas cañitas de Jerez.
- ¿Eso almorzaba?
- Era lo que le gustaba más. Yo hacía llevar
de Cádiz embotellada la pescadilla: conservábase muy bien con un específico que
inventé, cuya receta tengo en casa.
- Maravilloso. ¿Y reformó usted la Artillería
inglesa? - preguntó mi amo, alentándole
a seguir, porque le divertía mucho.
- 87 -
- Completamente. Allí inventé un cañón que no
llegó a dispararse, porque todo Londres, incluso la Corte y los Ministros,
vinieron a suplicarme que no hiciera la prueba por temor a que del
estremecimiento cayeran al suelo muchas casas.
- ¿De modo que tan gran pieza ha quedado
relegada al olvido?
- Quiso comprarla el Emperador de Rusia; pero
no fue posible moverla del sitio en que estaba.
- Pues bien podía usted sacarnos del apuro
inventando un cañón que destruyera de un disparo la escuadra inglesa.
- ¡Oh!
- contestó Malespina - . En eso estoy pensando, y creo que podré
realizar mi pensamiento. Ya le mostraré a usted los cálculos que tengo hechos,
no sólo para aumentar hasta un extremo fabuloso el calibre de las piezas de
Artillería, sino para construir placas de resistencia que defiendan los barcos
y los castillos. Es el pensamiento de toda mi vida».
A todas
éstas habían concluido de comer. Nos zampamos en un santiamén Marcial y yo las
sobras, y seguimos el viaje, ellos a caballo, marchando al estribo, y nosotros
como antes, en nuestra derrengada calesa. La comida y los frecuentes tragos con
que la roció excitaron - 88 -
más aún la vena inventora del viejo
Malespina, quien por todo el camino siguió espetándonos sus grandes paparruchas.
La conversación volvió al tema por donde había empezado: a la guerra del
Rosellón; y como D. José se apresurara a referir nuevas proezas, mi amo,
cansado ya de tanto mentir, quiso desviarle de aquella materia, y dijo:
«Guerra
desastrosa e impolítica. ¡Más nos hubiera valido no haberla emprendido!
- ¡Oh!
- exclamó Malespina - . El Conde de Aranda, como usted sabe, condenó
desde el principio esta funesta guerra con la República. ¡Cuánto hemos hablado
de esta cuestión!... porque somos amigos desde la infancia. Cuando yo estuve en
Aragón, pasamos siete meses juntos cazando en el Moncayo. Precisamente hice
construir para él una escopeta singular...
- Sí: Aranda se opuso siempre - dijo mi amo, atajándole en el peligroso
camino de la balística.
- En efecto
- continuó el mentiroso - , y si aquel hombre eminente defendió con
tanto calor la paz con los republicanos, fue porque yo se lo aconsejé,
convenciéndole antes de la inoportunidad de la guerra. Mas Godoy, que ya
entonces era Valido, se obstinó en proseguirla, sólo por llevarme la contraria,
según - 89 -
he entendido después. Lo más gracioso es que el mismo Godoy se
vio obligado a concluir la guerra en el verano del 95, cuando comprendió su
ineficacia, y entonces se adjudicó a sí mismo el retumbante título de Príncipe
de la Paz.
- ¡Qué faltos estamos, amigo D. José
María - dijo mi amo - , de un buen
hombre de Estado a la altura de las circunstancias, un hombre que no nos entrometa
en guerras inútiles y mantenga incólume la dignidad de la Corona!
- Pues cuando yo estuve en Madrid el año
último - prosiguió el embustero - , me
hicieron proposiciones para desempeñar la Secretaría de Estado. La Reina tenía
gran empeño en ello, y el Rey no dijo nada... Todos los días le acompañaba al
Pardo para tirar un par de tiros... Hasta el mismo Godoy se hubiera conformado,
conociendo mi superioridad; y si no, no me habría faltado un castillito donde
encerrarle para que no me diera que hacer. Pero yo rehusé, prefiriendo vivir
tranquilo en mi pueblo, y dejé los negocios públicos en manos de Godoy. Ahí
tiene usted un hombre cuyo padre fue mozo de mulas en la dehesa que mi suegro
tenía en Extremadura.
- No sabía...
- dijo D. Alonso - . Aunque - 90 -
hombre obscuro, yo creí que el
Príncipe de la Paz pertenecía a una familia de hidalgos, de escasa fortuna,
pero de buenos principios».
Así
continuó el diálogo, el Sr. Malespina soltando unas bolas como templos, y mi
amo oyéndolas con santa calma, pareciendo unas veces enfadado y otras
complacido de escuchar tanto disparate. Si mal no recuerdo, también dijo D.
José María que había aconsejado a Napoleón el atrevido hecho del 18 brumario.
Con éstas y
otras cosas nos anocheció en Chiclana, y mi amo, atrozmente quebrantado y
molido a causa del movimiento del fementido calesín, se quedó en dicho pueblo,
mientras los demás siguieron, deseosos de llegar a Cádiz en la misma noche.
Mientras cenaron, endilgó Malespina nuevas mentiras, y pude observar que su
hijo las oía con pena, como abochornado de tener por padre el más grande
embustero que crió la tierra. Despidiéronse ellos; nosotros descansamos hasta
el día siguiente por la madrugada, hora en que proseguimos nuestro camino; y
como éste era mucho más cómodo y expedito desde Chiclana a Cádiz que en el
tramo recorrido, llegamos al término de nuestro viaje a eso de las once del
día, sin novedad en la salud y con el alma alegre.
|