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-
IX -
Octubre era
el mes, y 18 el día. De esta fecha no me queda duda, porque al día siguiente
salió la escuadra. Nos levantamos muy temprano y fuimos al muelle, donde
esperaba un bote que nos condujo a bordo.
Figúrense
ustedes cuál sería mi estupor, ¡qué digo estupor!, mi entusiasmo, mi
enajenación, cuando me vi cerca del Santísima Trinidad, el mayor barco del
mundo, aquel alcázar de madera, que visto de lejos se representaba en mi
imaginación como una fábrica portentosa, sobrenatural, único monstruo digno de
la majestad de los mares. Cuando nuestro bote pasaba junto a un navío, yo le examinaba
con cierto religioso asombro, admirado de ver tan grandes los cascos que me
parecían tan pequeñitos desde la muralla; en otras ocasiones me parecían más
chicos de lo que mi fantasía los había forjado. El inquieto entusiasmo de que
estaba poseído me expuso a caer al agua cuando contemplaba con arrobamiento un
figurón - 115 -
de proa, objeto que más que otro alguno fascinaba mi
atención.
Por fin
llegamos al Trinidad. A medida que nos acercábamos, las formas de aquel coloso
iban aumentando, y cuando la lancha se puso al costado, confundida en el
espacio de mar donde se proyectaba, cual en negro y horrible cristal, la sombra
del navío; cuando vi cómo se sumergía el inmóvil casco en el agua sombría que
azotaba suavemente los costados; cuando alcé la vista y vi las tres filas de
cañones asomando sus bocas amenazadoras por las portas, mi entusiasmo se trocó
en miedo, púseme pálido, y quedé sin movimiento asido al brazo de mi amo.
Pero en
cuanto subimos y me hallé sobre cubierta, se me ensanchó el corazón. La airosa
y altísima arboladura, la animación del alcázar, la vista del cielo y la bahía,
el admirable orden de cuantos objetos ocupaban la cubierta, desde los coys
puestos en fila sobre la obra muerta, hasta los cabrestantes, bombas, mangas,
escotillas; la variedad de uniformes; todo, en fin, me suspendió de tal modo,
que por un buen rato estuve absorto en la contemplación de tan hermosa máquina,
sin acordarme de nada más.
Los
presentes no pueden hacerse cargo de - 116 -
aquellos magníficos barcos, ni
menos del Santísima Trinidad, por las malas estampas en que los han visto
representados. Tampoco se parecen nada a los buques guerreros de hoy, cubiertos
con su pesado arnés de hierro, largos, monótonos, negros, y sin accidentes muy
visibles en su vasta extensión, por lo cual me han parecido a veces inmensos
ataúdes flotantes. Creados por una época positivista, y adecuados a la ciencia
náutico - militar de estos tiempos, que mediante el vapor ha anulado las
maniobras, fiando el éxito del combate al poder y empuje de los navíos, los
barcos de hoy son simples máquinas de guerra, mientras los de aquel tiempo eran
el guerrero mismo, armado de todas armas de ataque y defensa, pero confiando
principalmente en su destreza y valor.
Yo, que observo
cuanto veo, he tenido siempre la costumbre de asociar, hasta un extremo
exagerado, ideas con imágenes, cosas con personas, aunque pertenezcan a las más
inasociables categorías. Viendo más tarde las catedrales llamadas góticas de
nuestra Castilla, y las de Flandes, y observando con qué imponente majestad se
destaca su compleja y sutil fábrica entre las construcciones del gusto moderno,
levantadas por la utilidad, tales como - 117 -
bancos, hospitales y
cuarteles, no he podido menos de traer a la memoria las distintas clases de
naves que he visto en mi larga vida, y he comparado las antiguas con las
catedrales góticas. Sus formas, que se prolongan hacia arriba; el predominio de
las líneas verticales sobre las horizontales; cierto inexplicable idealismo,
algo de histórico y religioso a la vez, mezclado con la complicación de líneas
y el juego de colores que combina a su capricho el sol, han determinado esta
asociación extravagante, que yo me explico por la huella de romanticismo que
dejan en el espíritu las impresiones de la niñez.
El
Santísima Trinidad era un navío de cuatro puentes. Los mayores del mundo eran
de tres. Aquel coloso, construido en La Habana, con las más ricas maderas de
Cuba en 1769, contaba treinta y seis años de honrosos servicios. Tenía 220 pies
(61 metros) de eslora, es decir, de popa a proa; 58 pies de manga (ancho), y 28
de puntal (altura desde la quilla a la cubierta), dimensiones extraordinarias
que entonces no tenía ningún buque del mundo. Sus poderosas cuadernas, que eran
un verdadero bosque, sustentaban cuatro pisos. En sus costados, que eran
fortísimas murallas de madera, se habían abierto al construirlo 116 - 118 -
troneras: cuando se le reformó, agradándolo en 1796, se le abrieron 130, y
artillado de nuevo en 1805, tenía sobre sus costados, cuando yo le vi, 140
bocas de fuego, entre cañones y carronadas. El interior era maravilloso por la
distribución de los diversos compartimientos, ya fuesen puentes para la
artillería, sollados para la tripulación, pañoles para depósitos de víveres,
cámaras para los jefes, cocinas, enfermería y demás servicios. Me quedé absorto
recorriendo las galerías y demás escondrijos de aquel Escorial de los mares.
Las cámaras situadas a popa eran un pequeño palacio por dentro, y por fuera una
especie de fantástico alcázar; los balconajes, los pabellones de las esquinas
de popa, semejantes a las linternas de un castillo ojival, eran como grandes
jaulas abiertas al mar, y desde donde la vista podía recorrer las tres cuartas
partes del horizonte.
Nada más
grandioso que la arboladura, aquellos mástiles gigantescos, lanzados hacia el
cielo, como un reto a la tempestad. Parecía que el viento no había de tener
fuerza para impulsar sus enormes gavias. La vista se mareaba y se perdía
contemplando la inmensa madeja que formaban en la arboladura los obenques,
estáis, brazas, burdas, amantillos y drizas que servían para sostener y mover
el velamen.
- 119 -
Yo estaba
absorto en la contemplación de tanta maravilla, cuando sentí un fuerte golpe en
la nuca. Creí que el palo mayor se me había caído encima. Volví la vista
atontado y lancé una exclamación de horror al ver a un hombre que me tiraba de
las orejas como si quisiera levantarme en el aire. Era mi tío.
«¿Qué
buscas tú aquí, lombriz? - me dijo en el
suave tono que le era habitual - . ¿Quieres aprender el oficio? Oye, Juan - añadió dirigiéndose a un marinero de feroz
aspecto - , súbeme a este galápago a la verga mayor para que se pasee por
ella».
Yo eludí
como pude el compromiso de pasear por la verga, y le expliqué con la mayor
cortesía que hallándome al servicio de D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, había
venido a bordo en su compañía. Tres o cuatro marineros, amigos de mi simpático
tío, quisieron maltratarme, por lo que resolví alejarme de tan distinguida
sociedad, y me marché a la cámara en busca de mi amo. Los oficiales hacían su
tocado, no menos difícil a bordo que en tierra, y cuando yo veía a los pajes
ocupados en empolvar las cabezas de los héroes a quienes servían, me pregunté
si aquella operación no era la menos a propósito dentro de un buque, donde
todos los instantes son preciosos y donde - 120 -
estorba siempre todo lo
que no sea de inmediata necesidad para el servicio.
Pero la
moda era entonces tan tirana como ahora, y aun en aquel tiempo imponía de un
modo apremiante sus enfadosas ridiculeces. Hasta el soldado tenía que emplear
un tiempo precioso en hacerse el coleto. ¡Pobres hombres! Yo les vi puestos en
fila unos tras otros, arreglando cada cual el coleto del que tenía delante, medio
ingenioso que remataba la operación en poco tiempo. Después se encasquetaban el
sombrero de pieles, pesada mole, cuyo objeto nunca me pude explicar, y luego
iban a sus puestos si tenían que hacer guardia, o a pasearse por el combés si
estaban libres de servicio. Los marineros no usaban aquel ridículo apéndice
capilar, y su sencillo traje me parece que no se ha modificado mucho desde
aquella fecha.
En la
cámara, mi amo hablaba acaloradamente con el comandante del buque, Don
Francisco Javier de Uriarte, y con el jefe de escuadra, Don Baltasar Hidalgo de
Cisneros. Según lo poco que oí, no me quedó duda de que el General francés
había dado orden de salida para la mañana siguiente.
Esto alegró
mucho a Marcial, que junto con otros viejos marineros en el castillo de proa,
- 121 -
disertaba ampulosamente sobre el próximo combate. Tal sociedad me
agradaba más que la de mi interesante tío, porque los colegas de Medio - hombre
no se permitían bromas pesadas con mi persona. Esta sola diferencia hacía
comprender la diversa procedencia de los tripulantes, pues mientras unos eran
marineros de pura raza, llevados allí por la matrícula o enganche voluntario,
los otros eran gente de leva, casi siempre holgazana, díscola, de perversas
costumbres, y mal conocedora del oficio.
Con los
primeros hacía yo mejores migas que con los segundos, y asistía a todas las
conferencias de Marcial. Si no temiera cansar al lector, le referiría la
explicación que éste dio de las causas diplomáticas y políticas de la guerra,
parafraseando del modo más cómico posible lo que había oído algunas noches
antes de boca de Malespina en casa de mis amos. Por él supe que el novio de mi
amita se había embarcado en el Nepomuceno.
Todas las
conferencias terminaban en un solo punto, el próximo combate. La escuadra debía
salir al día siguiente, ¡qué placer! Navegar en aquel gigantesco barco, el
mayor del mundo; presenciar una batalla en medio de los mares; ver cómo era la
batalla, cómo se disparaban los cañones, cómo se apresaban - 122 -
los buques
enemigos... ¡qué hermosa fiesta!, y luego volver a Cádiz cubiertos de gloria...
Decir a cuantos quisieran oírme: «yo estuve en la escuadra, lo vi todo...»,
decírselo también a mi amita, contándole la grandiosa escena, y excitando su
atención, su curiosidad, su interés... decirle también: «yo me hallé en los
sitios de mayor peligro, y no temblaba por eso»; ver cómo se altera, cómo
palidece y se asusta oyendo referir los horrores del combate, y luego mirar con
desdén a todos los que digan: «¡contad, Gabrielito, esa cosa tan tremenda!...»
¡Oh!, esto era más de lo que necesitaba mi imaginación para enloquecer... Digo
francamente que en aquel día no me hubiera cambiado por Nelson.
Amaneció el
19, que fue para mí felicísimo, y no había aún amanecido, cuando yo estaba en
el alcázar de popa con mi amo, que quiso presenciar la maniobra. Después del
baldeo comenzó la operación de levar el buque. Se izaron las grandes gavias, y
el pesado molinete, girando con su agudo chirrido, arrancaba la poderosa áncora
del fondo de la bahía. Corrían los marineros por las vergas; manejaban otros
las brazas, prontos a la voz del contramaestre, y todas las voces del navío,
antes mudas, llenaban el aire con espantosa - 123 -
algarabía. Los pitos, la
campana de proa, el discorde concierto de mil voces humanas, mezcladas con el
rechinar de los motones; el crujido de los cabos, el trapeo de las velas
azotando los palos antes de henchirse impelidas por el viento, todos estos
variados sones acompañaron los primeros pasos del colosal navío.
Pequeñas
olas acariciaban sus costados, y la mole majestuosa comenzó a deslizarse por la
bahía sin dar la menor cabezada, sin ningún vaivén de costado, con marcha grave
y solemne, que sólo podía apreciarse comparativamente, observando la traslación
imaginaria de los buques mercantes anclados y del paisaje.
Al mismo
tiempo se dirigía la vista en derredor, y ¡qué espectáculo, Dios mío!, treinta
y dos navíos, cinco fragatas y dos bergantines, entre españoles y franceses,
colocados delante, detrás y a nuestro costado, se cubrían de velas y marchaban
también impelidos por el escaso viento. No he visto mañana más hermosa. El sol
inundaba de luz la magnífica rada; un ligero matiz de púrpura teñía la
superficie de las aguas hacia Oriente, y la cadena de colinas y lejanos montes
que limitan el horizonte hacia la parte del Puerto permanecían aún encendidos
por el fuego de la pasada aurora; - 124 -
el cielo limpio apenas tenía
algunas nubes rojas y doradas por Levante; el mar azul estaba tranquilo, y
sobre este mar y bajo aquel cielo las cuarenta velas, con sus blancos
velámenes, emprendían la marcha, formando el más vistoso escuadrón que puede
presentarse ante humanos ojos.
No andaban todos
los bajeles con igual paso. Unos se adelantaban, otros tardaron mucho en
moverse; pasaban algunos junto a nosotros, mientras los había que se quedaban
detrás. La lentitud de su marcha; la altura de su aparejo, cubierto de lona;
cierta misteriosa armonía que mis oídos de niño percibían como saliendo de los
gloriosos cascos, especie de himno que sin duda resonaba dentro de mí mismo; la
claridad del día, la frescura del ambiente, la belleza del mar, que fuera de la
bahía parecía agitarse con gentil alborozo a la aproximación de la flota,
formaban el más imponente cuadro que puede imaginarse.
Cádiz, en
tanto, como un panorama giratorio, se escorzaba a nuestra vista presentándonos
sucesivamente las distintas facetas de su vasto circuito. El sol, encendiendo
los vidrios de sus mil miradores, salpicaba la ciudad con polvos de oro, y su
blanca mole se destacaba - 125 -
tan limpia y pura sobre las aguas, que
parecía haber sido creada en aquel momento, o sacada del mar como la fantástica
ciudad de San Genaro. Vi el desarrollo de la muralla desde el muelle hasta el
castillo de Santa Catalina; reconocí el baluarte del Bonete, el baluarte del
Orejón, la Caleta, y me llené de orgullo considerando de dónde había salido y
dónde estaba.
Al mismo
tiempo llegaba a mis oídos como música misteriosa el son de las campanas de la
ciudad medio despierta, tocando a misa, con esa algazara charlatana de las
campanas de un gran pueblo. Ya expresaban alegría, como un saludo de buen
viaje, y yo escuchaba el rumor cual si fuese de humanas voces que nos daban la
despedida; ya me parecían sonar tristes y acongojadas anunciándonos una
desgracia, y a medida que nos alejábamos, aquella música se iba apagando hasta
que se extinguió difundida en el inmenso espacio.
La escuadra
salía lentamente: algunos barcos emplearon muchas horas para hallarse fuera.
Marcial, durante la salida, iba haciendo comentarios sobre cada buque,
observando su marcha, motejándoles si eran pesados, animándoles con paternales
consejos si eran ligeros y zarpaban pronto.
- 126 -
«¡Qué
pesado está D. Federico! - decía
observando el Príncipe de Asturias, mandado por Gravina - . Allá va Mr.
Corneta - exclamaba mirando al
Bucentauro, navío general - . Bien haiga quien te puso Rayo - decía irónicamente mirando al navío de este
nombre, que era el más pesado de toda la escuadra... - Bien por papá Ignacio - añadía dirigiéndose al Santa Ana, que
montaba Álava - . Echa toda la gavia, pedazo de tonina - decía contemplando el navío de Dumanoir - ;
este gabacho tiene un peluquero para rizar la gavia, y carga las velas con
tenacillas».
El cielo se
enturbió por la tarde, y al anochecer, hallándonos ya a gran distancia, vimos a
Cádiz perderse poco a poco entre la bruma, hasta que se confundieron con las
tintas de la noche sus últimos contornos. La escuadra tomó rumbo al Sur.
Por la
noche no me separé de él, una vez que dejé a mi amo muy bien arrellanado en su
camarote. Rodeado de dos colegas y admiradores, les explicaba el plan de
Villeneuve del modo siguiente:
«Mr.
Corneta ha dividido la escuadra en cuatro cuerpos. La vanguardia, que es
mandada por Álava, tiene siete navíos; el centro, que lleva siete y lo manda
Mr. Corneta en persona; - 127 -
la retaguardia, también de siete, que va
mandada por Dumanoir, y el cuerpo de reserva, compuesto de doce navíos, que
manda Don Federico. No me parece que está esto mal pensado. Por supuesto que
van los barcos españoles mezclados con los gabachos, para que no nos dejen en
las astas del toro, como sucedió en Finisterre.
»Según me
ha referido D. Alonso, el francés ha dicho que si el enemigo se nos presenta a
sotavento, formaremos la línea de batalla y caeremos sobre él... Esto está muy
guapo, dicho en el camarote; pero ya... ¿El Señorito va a ser tan buey que se
nos presente a sotavento?... Sí, porque tiene poco farol (inteligencia) su
señoría para dejarse pescar así... Veremos a ver si vemos lo que espera el
francés... Si el enemigo se presenta a barlovento y nos ataca, debemos
esperarle en línea de batalla; y como tendrá que dividirse para atacarnos, si
no consigue romper nuestra línea, nos será muy fácil vencerle. A ese señor todo
le parece fácil. (Rumores.) Dice también que no hará señales y que todo lo
espera de cada capitán. ¡Si iremos a ver lo que yo vengo predicando desde que
se hicieron esos malditos tratados de sursillos, y es que... más vale callar...
quiera Dios...! Ya les he dicho a ustedes que Mr. Corneta - 128 -
no sabe lo
que tiene entre manos, y que no le caben cincuenta barcos en la cabeza. Cuidado
con un almirante que llama a sus capitanes el día antes de una batalla, y les
dice que haga cada uno lo que le diere la gana... Pos pá eso... (Grandes
muestras de asentimiento.) En fin, allá veremos... Pero vengan acá ustedes y
díganme: si nosotros los españoles queremos defondar a unos cuantos barcos
ingleses, ¿no nos bastamos y nos sobramos para ello? ¿Pues a cuenta qué hemos
de juntarnos con franceses que no nos dejan hacer lo que nos sale de dentro,
sino que hemos de ir al remolque de sus señorías? Siempre di cuando
fuimos con ellos, siempre di cuando salimos destaponados... En fin... Dios y la Virgen del
Carmen vayan con nosotros, y nos libren de amigos franceses por siempre
jamás amén». (Grandes aplausos.)
Todos asintieron
a su opinión. Su conferencia duró hasta hora avanzada, elevándose desde la
profesión naval hasta la ciencia diplomática. La noche fue serena y navegábamos
con viento fresco. Se me permitirá que al hablar de la escuadra diga nosotros. Yo estaba tan orgulloso de
encontrarme a bordo del Santísima Trinidad, que me llegué a figurar que iba a
desempeñar algún papel importante - 129 -
en tan alta ocasión, y por eso no
dejaba de gallardearme con los marineros, haciéndoles ver que yo estaba allí
para alguna cosa útil.
- 130 -
-
X -
Al amanecer
del día 20, el viento soplaba con mucha fuerza, y por esta causa los navíos
estaban muy distantes unos de otros. Mas habiéndose calmado el viento poco
después de mediodía, el buque almirante hizo señales de que se formasen las
cinco columnas: vanguardia, centro, retaguardia y los dos cuerpos que componían
la reserva.
Yo me
deleitaba viendo cómo acudían dócilmente a la formación aquellas moles, y
aunque, a causa de la diversidad de sus condiciones marineras, las maniobras no
eran muy rápidas y las líneas formadas poco perfectas, siempre causaba
admiración contemplar aquel ejercicio. El viento soplaba del SO., según dijo
Marcial, que lo había profetizado desde por la mañana, y la escuadra,
recibiéndole por estribor, marchó en dirección del Estrecho. Por la noche se
vieron algunas luces, y al amanecer del 21 vimos veintisiete navíos por
barlovento, entre los cuales Marcial designó siete de tres puentes. A eso de
las ocho, los treinta - 131 -
y tres barcos de la flota enemiga estaban a la
vista formados en dos columnas. Nuestra escuadra formaba una larguísima línea,
y según las apariencias, las dos columnas de Nelson, dispuestas en forma de
cuña, avanzaban como si quisieran cortar nuestra línea por el centro y
retaguardia.
Tal era la
situación de ambos contendientes, cuando el Bucentauro hizo señal de virar en
redondo. Ustedes quizá no entiendan esto; pero les diré que consistía en variar
diametralmente de rumbo, es decir, que si antes el viento impulsaba nuestros
navíos por estribor, después de aquel movimiento nos daba por babor, de modo
que marchábamos en dirección casi opuesta a la que antes teníamos. Las proas se
dirigían al Norte, y este movimiento, cuyo objeto era tener a Cádiz bajo el
viento, para arribar a él en caso de desgracia, fue muy criticado a bordo del
Trinidad, y especialmente por Marcial, que decía:
«Ya se
esparrancló la línea de batalla, que antes era mala y ahora es peor».
Efectivamente,
la vanguardia se convirtió en retaguardia, y la escuadra de reserva, que era la
mejor, según oí decir, quedó a la cola. Como el viento era flojo, los barcos de
diversa andadura y la tripulación poco diestra, la nueva - 132 -
línea no
pudo formarse ni con rapidez ni con precisión: unos navíos andaban muy a prisa
y se precipitaban sobre el delantero; otros marchaban poco, rezagándose, o se
desviaban, dejando un gran claro que rompía la línea, antes de que el enemigo
se tomase el trabajo de hacerlo.
Se mandó
restablecer el orden; pero por obediente que sea un buque, no es tan fácil de
manejar como un caballo. Con este motivo, y observando las maniobras de los
barcos más cercanos, Medio - hombre decía:
«La línea
es más larga que el camino de Santiago. Si el Señorito la corta, adiós mi
bandera: perderíamos hasta el modo de andar, manque los pelos se nos hicieran
cañones. Señores, nos van a dar julepe por el centro. ¿Cómo pueden venir a
ayudarnos el San Juan y el Bahama, que están a la cola, ni el Neptuno ni el
Rayo, que están a la cabeza? (Rumores de aprobación.) Además, estamos a sotavento,
y los casacones pueden elegir el punto que quieran para atacarnos. Bastante
haremos nosotros con defendernos como podamos. Lo que digo es que Dios nos
saque bien, y nos libre de franceses por siempre jamás amén Jesús».
El sol
avanzaba hacia el zenit, y el enemigo estaba ya encima.
- 133 -
«¿Les
parece a ustedes que ésta es hora de empezar un combate? ¡Las doce del día!»
exclamaba con ira el marinero aunque no se atrevía a hacer demasiado pública su
demostración, ni estas conferencias pasaban de un pequeño círculo, dentro del
cual yo, llevado de mi sempiterna insaciable curiosidad, me había injerido.
No sé por
qué me pareció advertir en todos los semblantes cierta expresión de disgusto.
Los oficiales en el alcázar de popa y los marineros y contramaestres en el de
proa, observaban los navíos sotaventados y fuera de línea, entre los cuales
había cuatro pertenecientes al centro.
Se me había
olvidado mencionar una operación preliminar del combate, en la cual tomé parte.
Hecho por la mañana el zafarrancho, preparado ya todo lo concerniente al
servicio de piezas y lo relativo a maniobras, oí que dijeron:
«La arena, extender la arena».
Marcial me
tiró de la oreja, y llevándome a una escotilla, me hizo colocar en línea con
algunos marinerillos de leva, grumetes y gente de poco más o menos. Desde la
escotilla hasta el fondo de la bodega se habían colocado, escalonados en los
entrepuentes, algunos marineros, - 134 -
y de este modo iban sacando los
sacos de arena. Uno se lo daba al que tenía al lado, éste al siguiente, y de
este modo se sacaba rápidamente y sin trabajo cuanto se quisiera. Pasando de
mano en mano, subieron de la bodega multitud de sacos, y mi sorpresa fue grande
cuando vi que los vaciaban sobre la cubierta, sobre el alcázar y castillos,
extendiendo la arena hasta cubrir toda la superficie de los tablones. Lo mismo
hicieron en los entrepuentes. Por satisfacer mi curiosidad, pregunté al grumete
que tenía al lado.
«Es para la
sangre - me contestó con indiferencia.
- ¡Para la sangre!» repetí yo sin poder
reprimir un estremecimiento de terror.
Miré la
arena; miré a los marineros, que con gran algazara se ocupaban en aquella
faena, y por un instante me sentí cobarde. Sin embargo, la imaginación, que
entonces predominaba en mí, alejó de mi espíritu todo temor, y no pensé más que
en triunfos y agradables sorpresas.
El servicio
de los cañones estaba listo, y advertí también que las municiones pasaban de
los pañoles al entrepuente por medio de una cadena humana semejante a la que
había sacado la arena del fondo del buque.
- 135 -
Los
ingleses avanzaban para atacarnos en dos grupos. Uno se dirigía hacia
nosotros, y traía en su cabeza, o en el vértice de la cuña, un gran navío con
insignia de almirante. Después supe que era el Victory y que lo
mandaba Nelson. El otro traía a su frente el Royal
Sovereign, mandado por Collingwood.
Todos estos
hombres, así como las particularidades estratégicas del combate, han sido
estudiados por mí más tarde.
Mis
recuerdos, que son clarísimos en todo lo pintoresco y material, apenas me
sirven en lo relativo a operaciones que entonces no comprendía. Lo que oí con
frecuencia de boca de Marcial, unido a lo que después he sabido, pudo darme a
conocer la formación de nuestra escuadra; y para que ustedes lo comprendan
bien, les pongo aquí una lista de nuestros navíos, indicando los desviados, que
dejaban un claro, la nacionalidad y la forma en que fuimos atacados. Poco más o
menos, era así:

- 137 -
Eran las
doce menos cuarto. El terrible instante se aproximaba. La ansiedad era general,
y no digo esto juzgando por lo que pasaba en mi espíritu, pues atento a los
movimientos del navío en que se decía estaba Nelson, no pude por un buen rato
darme cuenta de lo que pasaba a mi alrededor.
De repente
nuestro comandante dio una orden terrible. La repitieron los contramaestres.
Los marineros corrieron hacia los cabos, chillaron los motones, trapearon las
gavias.
«¡En facha,
en facha! - exclamó Marcial, lanzando
con energía un juramento - . Ese condenado se nos quiere meter por la popa».
Al punto
comprendí que se había mandado detener la marcha del Trinidad para estrecharle
contra el Bucentauro, que venía detrás, porque el Victory parecía venir
dispuesto a cortar la línea por entre los dos navíos.
Al ver la
maniobra de nuestro buque, pude observar que gran parte de la tripulación no
tenía toda aquella desenvoltura propia de los marineros, familiarizados como
Marcial con la guerra y con la tempestad. Entre los soldados vi algunos que
sentían el malestar del mareo, y se agarraban a los obenques para no caer.
Verdad es que había gente muy decidida, especialmente en la clase de
voluntarios; pero - 138 -
por lo común todos eran de leva, obedecían las
órdenes como de mala gana, y estoy seguro de que no tenían ni el más leve
sentimiento de patriotismo. No les hizo dignos del combate más que el combate
mismo, como advertí después. A pesar del distinto temple moral de aquellos
hombres, creo que en los solemnes momentos que precedieron al primer cañonazo,
la idea de Dios estaba en todas las cabezas.
Por lo que
a mí toca, en toda la vida ha experimentado mi alma sensaciones iguales a las
de aquel momento. A pesar de mis pocos años, me hallaba en disposición de
comprender la gravedad del suceso, y por primera vez, después que existía,
altas concepciones, elevadas imágenes y generosos pensamientos ocuparon mi
mente. La persuasión de la victoria estaba tan arraigada en mi ánimo, que me
inspiraban cierta lástima los ingleses, y les admiraba al verles buscar con
tanto afán una muerte segura.
Por primera
vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón
respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi
alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas que
gobernaban la nación, tales como el Rey y su célebre Ministro, - 139 -
a quienes
no consideraba con igual respeto. Como yo no sabía más historia que la que
aprendí en la Caleta, para mí era de ley que debía uno entusiasmarse al oír que
los españoles habían matado muchos moros primero, y gran pacotilla de ingleses
y franceses después. Me representaba, pues, a mi país como muy valiente; pero
el valor que yo concebía era tan parecido a la barbarie como un huevo a otro
huevo. Con tales pensamientos, el patriotismo no era para mí más que el orgullo
de pertenecer a aquella casta de matadores de moros.
Pero en el
momento que precedió al combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra
significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu,
iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche,
y saca de la obscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una
inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la
sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos
que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un
pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un
ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos
para - 140 -
defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus
plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos
padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada
por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del
largo viaje; el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago
de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza,
recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles,
transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad
de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue
nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e
inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el
campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra
existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes
patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si
el propio cuerpo no le bastara.
Yo creía
también que las cuestiones que España tenía con Francia o con Inglaterra eran
siempre porque alguna de estas naciones quería quitarnos algo, en lo cual no
iba del - 141 -
todo descaminado. Parecíame, por tanto, tan legítima la
defensa como brutal la agresión; y como había oído decir que la justicia
triunfaba siempre, no dudaba de la victoria. Mirando nuestras banderas rojas y
amarillas, los colores combinados que mejor representan al fuego, sentí que mi
pecho se ensanchaba; no pude contener algunas lágrimas de entusiasmo; me acordé
de Cádiz, de Vejer; me acordé de todos los españoles, a quienes consideraba
asomados a una gran azotea, contemplándonos con ansiedad; y todas estas ideas y
sensaciones llevaron finalmente mi espíritu hasta Dios, a quien dirigí una
oración que no era Padre - nuestro ni Ave - María, sino algo nuevo que a mí se
me ocurrió entonces. Un repentino estruendo me
sacó de mi arrobamiento, haciéndome estremecer con violentísima sacudida. Había sonado el primer cañonazo.
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