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XIII -
La lancha se dirigió... ¿a dónde? Ni el mismo Marcial sabía a dónde nos dirigíamos. La
obscuridad era tan fuerte, que perdimos de vista las demás lanchas, y las luces
del navío Pince se desvanecieron tras la niebla, como si un soplo las hubiera
extinguido. Las olas eran tan gruesas, y el vendaval tan recio, que la débil
embarcación avanzaba muy poco, y gracias a una hábil dirección no zozobró más
de una vez. Todos callábamos, y los más fijaban una triste mirada en el sitio
donde se suponía que nuestros compañeros abandonados luchaban en aquel instante
con la muerte en espantosa agonía.
No acabó
aquella travesía sin hacer, conforme a mi costumbre, algunas reflexiones, que
bien puedo aventurarme a llamar filosóficas. Alguien se reirá de un filósofo de
catorce años; pero yo no me turbaré ante las burlas, y tendré el atrevimiento
de escribir aquí mis reflexiones de entonces. Los niños también suelen pensar
grandes cosas; y en aquella ocasión, ante - 182 -
aquel espectáculo, ¿qué
cerebro, como no fuera el de un idiota, podría permanecer en calma?
Pues bien:
en nuestras lanchas iban españoles e ingleses, aunque era mayor el número de
los primeros, y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a
otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en
horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses,
remando con tanta decisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes
las mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia
del santo sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros.
Con estos pensamientos, decía para mí: «¿Para qué son las guerras, Dios mío?
¿Por qué estos hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones de la vida
como lo son en las de peligro? Esto que veo, ¿no prueba que todos los hombres
son hermanos?».
Pero venía
de improviso a cortar estas consideraciones, la idea de nacionalidad, aquel
sistema de islas que yo había forjado, y entonces decía: «Pero ya: esto de que
las islas han de querer quitarse unas a otras algún pedazo de tierra, lo echa
todo a perder, y sin duda en todas ellas debe de haber hombres - 183 -
muy
malos, que son los que arman las guerras para su provecho particular, bien
porque son ambiciosos y quieren mandar, bien porque son avaros y anhelan ser
ricos. Estos hombres malos son los que engañan a los demás, a todos estos
infelices que van a pelear; y para que el engaño sea completo, les impulsan a
odiar a otras naciones; siembran la discordia, fomentan la envidia, y aquí
tienen ustedes el resultado. Yo estoy seguro
- añadí - , de que esto no puede durar: apuesto doble contra sencillo a
que dentro de poco los hombres de unas y otras islas se han de convencer de que
hacen un gran disparate armando tan terribles guerras, y llegará un día en que
se abrazarán, conviniendo todos en no formar más que una sola familia».
Así pensaba
yo. Después de esto he vivido setenta años, y no he visto llegar ese día.
La lancha
avanzaba trabajosamente por el tempestuoso mar. Yo creo que Marcial, si mi amo
se lo hubiera permitido, habría consumado la siguiente hazaña: echar al agua a
los ingleses y poner la proa a Cádiz o a la costa, aun con la probabilidad casi
ineludible de perecer ahogados en la travesía. Algo de esto me parece que
indicó a mi amo, hablándole quedamente al oído, y D. Alonso debió de darle
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una lección de caballerosidad, porque le oí decir:
«Somos
prisioneros, Marcial; somos prisioneros».
Lo peor del
caso es que no divisábamos ningún barco.
El Pince se
había apartado de donde estaba; ninguna luz nos indicaba la presencia de un
buque enemigo. Por último, divisamos una, y un rato después la mole confusa de
un navío que corría el temporal por barlovento, y aparecía en dirección
contraria a la nuestra. Unos le creyeron francés, otros inglés, y Marcial
sostuvo que era español. Forzaron los remeros, y no sin trabajo llegamos a
ponernos al habla.
«¡Ah del
navío!», gritaron los nuestros.
Al punto contestaron en español:
«Es el San
Agustín - dijo Marcial.
- El San Agustín se ha ido a pique - contestó D. Alonso - . Me parece que será
el Santa Ana, que también está apresado».
Efectivamente,
al acercanos, todos reconocieron al Santa Ana, mandado en el combate por el teniente
general Álava. Al punto los ingleses que lo custodiaban dispusieron prestarnos
auxilio, y no tardamos en hallarnos todos sanos y salvos sobre cubierta.
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El Santa
Ana, navío de 112 cañones, había sufrido también grandes averías, aunque no tan
graves como las del Santísima Trinidad; y si bien estaba desarbolado de todos
sus palos y sin timón, el casco no se conservaba mal. El Santa Ana vivió once
años más después de Trafalgar, y aún habría vivido más si por falta de carena
no se hubiera ido a pique en la bahía de la Habana en 1816. Su acción en las
jornadas que refiero fue gloriosísima. Mandábalo, como he dicho, el teniente
general Álava, jefe de la vanguardia, que, trocado el orden de batalla, vino a
quedar a retaguardia. Ya saben ustedes que la columna mandada por Collingwood
se dirigió a combatir la retaguardia, mientras Nelson marchó contra el centro.
El Santa Ana, amparado sólo por el Fougueux, francés, tuvo que batirse con el
Royal Sovereign y otros cuatro ingleses; y a pesar de la desigualdad de
fuerzas, tanto padecieron los unos como los otros, siendo el navío de
Collingwood el primero que quedó fuera de combate, por lo cual tuvo aquél que
trasladarse a la fragata Eurygalus. Según allí refirieron, la lucha había sido
horrorosa, y los dos poderosos navíos, cuyos penoles se tocaban, estuvieron
destrozándose por espacio de seis horas, hasta que herido el general Álava,
herido el - 186 -
comandante Gardoqui, muertos cinco oficiales y noventa y
siete marineros, con más de ciento cincuenta heridos, tuvo que rendirse el
Santa Ana. Apresado por los ingleses, era casi imposible manejarlo a causa del
mal estado y del furioso vendaval que se desencadenó en la noche del 21; así es
que cuando entramos en él se encontraba en situación bien crítica, aunque no
desesperada, y flotaba a merced de las olas, sin poder tomar dirección alguna.
Desde luego
me sirvió de consuelo el ver que los semblantes de toda aquella gente revelaban
el temor de una próxima muerte. Estaban tristes y tranquilos, soportando con
gravedad la pena del vencimiento y el bochorno de hallarse prisioneros. Un
detalle advertí también que llamó mi atención, y fue que los oficiales ingleses
que custodiaban el buque no eran, ni con mucho, tan complacientes y bondadosos
como los que desempeñaron igual cargo a bordo del Trinidad. Por el contrario,
eran los del Santa Ana unos caballeros muy foscos y antipáticos, y mortificaban
con exceso a los nuestros, exagerando su propia autoridad y poniendo reparos a
todo con suma impertinencia. Esto parecía disgustar mucho a la tripulación
prisionera, especialmente a la marinería, y hasta me pareció advertir murmullos
alarmantes, - 187 -
que no habrían sido muy tranquilizadores para los
ingleses si éstos los hubieran oído.
Por lo
demás, no quiero referir incidentes de la navegación de aquella noche, si puede
llamarse navegación el vagar a la ventura, a merced de las olas, sin velamen ni
timón. No quiero, pues, fastidiar a mis lectores repitiendo hechos que ya
presenciamos a bordo del Trinidad, y paso a contarles otros enteramente nuevos
y que sorprenderán a ustedes tanto como me sorprendieron a mí.
Yo había
perdido mi afición a andar por el combés y alcázar de proa, y así, desde que me
encontré a bordo del Santa Ana, me refugié con mi amo en la cámara, donde pude
descansar un poco y alimentarme, pues de ambas cosas estaba muy necesitado.
Había allí, sin embargo, muchos heridos a quienes era preciso curar, y esta
ocupación, muy grata para mí, no me permitió todo el reposo que mi agobiado
cuerpo exigía. Hallábame ocupado en poner a D. Alonso una venda en el brazo,
cuando sentí que apoyaban una mano en mi hombro; me volví y encaré con un joven
alto, embozado en luengo capote azul, y al pronto, como suele suceder, no le
reconocí; mas contemplándole con atención por espacio de algunos segundos,
lancé una exclamación de - 188 -
asombro: era el joven D. Rafael Malespina,
novio de mi amita.
Abrazole D.
Alonso con mucho cariño, y él se sentó a nuestro lado. Estaba herido en una
mano, y tan pálido por la fatiga y la pérdida de la sangre, que la demacración
le desfiguraba completamente el rostro. Su presencia produjo en mi espíritu
sensaciones muy raras, y he de confesarlas todas, aunque alguna de ellas me
haga poco favor. Al punto experimenté cierta alegría viendo a una persona
conocida que había salido ilesa del horroroso luchar; un instante después el
odio antiguo que aquel sujeto me inspiraba se despertó en mi pecho como dolor
adormecido que vuelve a mortificarnos tras un periodo de alivio. Con vergüenza
lo confieso: sentí cierta pena de verle sano y salvo; pero diré también en
descargo mío que aquella pena fue una sensación momentánea y fugaz como un
relámpago, verdadero relámpago negro que obscureció mi alma, o mejor dicho,
leve eclipse de la luz de mi conciencia, que no tardó en brillar con
esplendorosa claridad.
La parte perversa de mi individuo
me dominó un instante; en un instante también supe acallarla, acorralándola en
el fondo de mi ser. ¿Podrán
todos decir lo mismo?
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Después de
este combate moral vi a Malespina con gozo porque estaba vivo, y con lástima
porque estaba herido; y aún recuerdo con orgullo que hice esfuerzos para
demostrarle estos dos sentimientos. ¡Pobre amita mía! ¡Cuán grande había de ser
su angustia en aquellos momentos! Mi corazón concluía siempre por llenarse de
bondad; yo hubiera corrido a Vejer para decirle: «Señorita Doña Rosa, vuestro
D. Rafael está bueno y sano».
El pobre
Malespina había sido transportado al Santa Ana desde el Nepomuceno, navío
apresado también, donde era tal el número de heridos, que fue preciso, según
dijo, repartirlos para que no perecieran todos de abandono. En cuanto suegro y
yerno cambiaron los primeros saludos, consagrando algunas palabras a las
familias ausentes, la conversación recayó sobre la batalla: mi amo contó lo
ocurrido en el Santísima Trinidad, y después añadió:
«Pero nadie
me dice a punto fijo dónde está Gravina. ¿Ha caído prisionero, o se retiró a
Cádiz?
- El general - contestó Malespina - ,
sostuvo un horroroso fuego contra el Defiance y el Revenge. Le auxiliaron el
Neptune, francés, y el San Ildefonso y el San Justo,
nuestros; pero las fuerzas de los enemigos se duplicaron con - 190 -
la
ayuda del Dreadnoutgh, del Thunderer y del Poliphemus, después de lo cual fue
imposible toda resistencia. Hallándose
el Príncipe de Asturias con todas las jarcias cortadas, sin palos, acribillado
a balazos, y habiendo caído herido el general Gravina y su mayor general
Escaño, resolvieron abandonar la lucha, porque toda resistencia era insensata y
la batalla estaba perdida. En un resto de arboladura puso Gravina la señal de
retirada, y acompañado del San Justo, el San Leandro, el Montañés, el
Indomptable, el Neptune y el Argonauta, se dirigió a Cádiz, con la pena de no
haber podido rescatar el San Ildefonso, que ha quedado en poder de los
enemigos.
- Cuénteme usted lo
que ha pasado en el Nepomuceno - dijo mi
amo con el mayor interés - . Aún
me cuesta trabajo creer que ha muerto Churruca, y a pesar de que todos lo dan
como cosa cierta, yo tengo la creencia de que aquel hombre divino ha de estar
vivo en alguna parte».
Malespina
dijo que desgraciadamente él había presenciado la muerte de Churruca, y
prometió contarlo puntualmente. Formaron corro en torno suyo algunos oficiales,
y yo, más curioso que ellos, me volví todo oídos para no perder una sílaba.
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«Desde que
salimos de Cádiz - dijo Malespina - ,
Churruca tenía el presentimiento de este gran desastre. Él había opinado contra
la salida, porque conocía la inferioridad de nuestras fuerzas, y además
confiaba poco en la inteligencia del jefe Villeneuve. Todos sus pronósticos han
salido ciertos; todos, hasta el de su muerte, pues es indudable que la
presentía, seguro como estaba de no alcanzar la victoria. El 19 dijo a su
cuñado Apodaca: «Antes que rendir mi navío, lo he de volar o echar a pique.
Este es el deber de los que sirven al Rey y a la patria». El mismo día escribió
a un amigo suyo, diciéndole: «Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho
prisionero, di que he muerto».
»Ya se
conocía en la grave tristeza de su semblante que preveía un desastroso
resultado. Yo creo que esta certeza y la imposibilidad material de evitarlo,
sintiéndose con fuerzas para ello, perturbaron profundamente su alma, capaz de
las grandes acciones, así como de los grandes pensamientos.
»Churruca
era hombre religioso, porque era un hombre superior. El 21, a las once de la
mañana, mandó subir toda la tropa y marinería; hizo que se pusieran de
rodillas, y dijo al capellán con solemne acento: «Cumpla usted, - 192 -
padre, con su ministerio, y absuelva a esos valientes que ignoran lo que les
espera en el combate». Concluida la ceremonia religiosa, les mandó poner en
pie, y hablando en tono persuasivo y firme, exclamó: «¡Hijos míos: en nombre de
Dios, prometo la bienaventuranza al que muera cumpliendo con sus deberes! Si
alguno faltase a ellos, le haré fusilar inmediatamente, y si escapase a mis
miradas o a las de los valientes oficiales que tengo el honor de mandar, sus
remordimientos le seguirán mientras arrastre el resto de sus días miserable y
desgraciado».
»Esta
arenga, tan elocuente como sencilla, que hermanaba el cumplimiento del deber
militar con la idea religiosa, causó entusiasmo en toda la dotación del
Nepomuceno. ¡Qué lástima de valor! Todo se perdió como un tesoro que cae al
fondo del mar. Avistados los ingleses, Churruca vio con el mayor desagrado las
primeras maniobras dispuestas por Villeneuve, y cuando éste hizo señales de que
la escuadra virase en redondo, lo cual, como todos saben, desconcertó el orden
de batalla, manifestó a su segundo que ya consideraba perdida la acción con tan
torpe estrategia. Desde luego comprendió el aventurado plan de Nelson, que
consistía en cortar nuestra línea por el centro - 193 -
y retaguardia,
envolviendo la escuadra combinada y batiendo parcialmente sus buques, en tal
disposición, que éstos no pudieran prestarse auxilio.
»El
Nepomuceno vino a quedar al extremo de la línea. Rompiose el fuego entre el Santa
Ana y Royal Sovereign, y sucesivamente todos los navíos fueron entrando en el
combate. Cinco navíos ingleses de la división de Collingwood se dirigieron
contra el San Juan; pero dos de ellos siguieron adelante, y Churruca no tuvo
que hacer frente más que a fuerzas triples.
»Nos
sostuvimos enérgicamente contra tan superiores enemigos hasta las dos de la
tarde, sufriendo mucho; pero devolviendo doble estrago a nuestros contrarios.
El grande espíritu de nuestro heroico jefe parecía haberse comunicado a soldados
y marineros, y las maniobras, así como los disparos, se hacían con una
prontitud pasmosa. La gente de leva se había educado en el heroísmo, sin más
que dos horas de aprendizaje, y nuestro navío, por su defensa gloriosa, no sólo
era el terror, sino el asombro de los ingleses.
»Estos
necesitaron nuevos refuerzos: necesitaron seis contra uno. Volvieron los dos
navíos que nos habían atacado primero, y el - 194 -
Dreadnoutgh se puso al
costado del San Juan, para batirnos a medio tiro de pistola. Figúrense ustedes
el fuego de estos seis colosos, vomitando balas y metralla sobre un buque de 74
cañones. Parecía que nuestro navío se agrandaba, creciendo en tamaño, conforme
crecía el arrojo de sus defensores. Las proporciones gigantescas que tomaban
las almas, parecía que las tomaban también los cuerpos; y al ver cómo
infundíamos pavor a fuerzas seis veces superiores, nos creíamos algo más que
hombres.
»Entre
tanto, Churruca, que era nuestro pensamiento, dirigía la acción con serenidad
asombrosa. Comprendiendo que la destreza había de suplir a la fuerza,
economizaba los tiros, y lo fiaba todo a la buena puntería, consiguiendo así
que cada bala hiciera un estrago positivo en los enemigos. A todo atendía, todo
lo disponía, y la metralla y las balas corrían sobre su cabeza, sin que ni una
sola vez se inmutara. Aquel hombre, débil y enfermizo, cuyo hermoso y triste
semblante no parecía nacido para arrostrar escenas tan espantosas, nos infundía
a todos misterioso ardor, sólo con el rayo de su mirada.
»Pero Dios
no quiso que saliera vivo de la terrible porfía. Viendo que no era posible
hostilizar - 195 -
a un navío que por la proa molestaba al San Juan
impunemente, fue él mismo a apuntar el cañón, y logró desarbolar al contrario. Volvía
al alcázar de popa, cuando una bala de cañón le
alcanzó en la pierna derecha, con tal acierto, que casi se la desprendió del
modo más doloroso por la parte alta del muslo. Corrimos a sostenerlo, y el héroe cayó en mis brazos. ¡Qué terrible
momento! Aún me parece que siento bajo mi mano el violento palpitar de un
corazón, que hasta en aquel instante terrible no latía sino por la patria. Su decaimiento físico fue
rapidísimo: le vi esforzándose por erguir la cabeza, que se le inclinaba sobre
el pecho, le vi tratando de reanimar con una sonrisa su semblante, cubierto ya
de mortal palidez, mientras con voz apenas alterada, exclamó: Esto no es nada.
Siga el fuego.
»Su
espíritu se rebelaba contra la muerte, disimulando el fuerte dolor de un cuerpo
mutilado, cuyas postreras palpitaciones se extinguían de segundo en segundo.
Tratamos de bajarle a la cámara; pero no fue posible arrancarle del alcázar. Al
fin, cediendo a nuestros ruegos, comprendió que era preciso abandonar el mando.
Llamó a Moyna, su segundo, y le dijeron que había muerto; llamó al comandante
de la primera batería, y éste, aunque gravemente - 196 -
herido, subió al
alcázar y tomó posesión del mando.
»Desde
aquel momento la tripulación se achicó: de gigante se convirtió en enano;
desapareció el valor, y comprendimos que era indispensable rendirse. La
consternación de que yo estaba poseído desde que recibí en mis brazos al héroe
del San Juan, no me impidió observar el terrible efecto causado en los ánimos
de todos por aquella desgracia. Como si una repentina parálisis moral y física
hubiera invadido la tripulación, así se quedaron todos helados y mudos, sin que
el dolor ocasionado por la pérdida de hombre tan querido diera lugar al
bochorno de la rendición.
»La mitad
de la gente estaba muerta o herida; la mayor parte de los cañones desmontados;
la arboladura, excepto el palo de trinquete, había caído, y el timón no
funcionaba. En tan lamentable estado, aún se quiso hacer un esfuerzo para
seguir al Príncipe de Asturias, que había izado la señal de retirada; pero el
Nepomuceno, herido de muerte, no pudo gobernar en dirección alguna. Y a pesar
de la ruina y destrozo del buque; a pesar del desmayo de la tripulación; a
pesar de concurrir en nuestro daño circunstancias tan desfavorables, ninguno de
los seis navíos ingleses se atrevió - 197 -
a intentar un abordaje. Temían a
nuestro navío, aun después de vencerlo.
»Churruca,
en el paroxismo de su agonía, mandaba clavar la bandera, y que no se rindiera
el navío mientras él viviese. El plazo no podía menos de ser desgraciadamente
muy corto, porque Churruca se moría a toda prisa, y cuantos le asistíamos nos
asombrábamos de que alentara todavía un cuerpo en tal estado; y era que le
conservaba así la fuerza del espíritu, apegado con irresistible empeño a la
vida, porque para él en aquella ocasión vivir era un deber. No perdió el
conocimiento hasta los últimos instantes; no se quejó de sus dolores, ni mostró
pesar por su fin cercano; antes bien, todo su empeño consistía sobre todo en
que la oficialidad no conociera la gravedad de su estado, y en que ninguno
faltase a su deber. Dio las gracias a la tripulación por su heroico
comportamiento; dirigió algunas palabras a su cuñado Ruiz de Apodaca, y después
de consagrar un recuerdo a su joven esposa, y de elevar el pensamiento a Dios, cuyo
nombre oímos pronunciado varias veces tenuemente por sus secos labios, expiró
con la tranquilidad de los justos y la entereza de los héroes, sin la
satisfacción de la victoria, pero también sin el resentimiento del vencido;
asociando el deber a la - 198 -
dignidad, y haciendo de la disciplina una
religión; firme como militar, sereno como hombre, sin pronunciar una queja, ni
acusar a nadie, con tanta dignidad en la muerte como en la vida. Nosotros
contemplábamos su cadáver aún caliente, y nos parecía mentira; creíamos que
había de despertar para mandamos de nuevo, y tuvimos para llorarle menos
entereza que él para morir, pues al expirar se llevó todo el valor, todo el
entusiasmo que nos había infundido.
»Rindiose
el San Juan, y cuando subieron a bordo los oficiales de las seis naves que lo
habían destrozado, cada uno pretendía para sí el honor de recibir la espada del
brigadier muerto. Todos decían: «se ha rendido a mi navío», y por un instante
disputaron reclamando el honor de la victoria para uno u otro de los buques a
que pertenecían. Quisieron que el comandante accidental del San Juan decidiera
la cuestión, diciendo a cuál de los navíos ingleses se había rendido, y aquél
respondió: «A todos, que a uno solo jamás se hubiera rendido el San Juan».
»Ante el
cadáver del malogrado Churruca, los ingleses, que le conocían por la fama de su
valor y entendimiento, mostraron gran pena, y uno de ellos dijo esto o cosa
parecida: - 199 -
«Varones ilustres como éste, no debían estar expuestos a
los azares de un combate, y sí conservados para los progresos de la ciencia de
la navegación». Luego dispusieron que las exequias se hicieran formando la
tropa y marinería inglesa al lado de la española, y en todos sus actos se
mostraron caballeros, magnánimos y generosos.
»El número
de heridos a bordo del San Juan era tan considerable, que nos transportaron a
otros barcos suyos o prisioneros. A mí me tocó pasar a éste, que ha sido de los
más maltratados; pero ellos cuentan poderlo remolcar a Gibraltar antes que ningún
otro, ya que no pueden llevarse al Trinidad, el mayor y el más apetecido de
nuestros navíos».
Aquí
terminó Malespina, el cual fue oído con viva atención durante el relato de lo
que había presenciado. Por lo que oí, pude comprender que a bordo de cada navío
había ocurrido una tragedia tan espantosa como la que yo mismo había
presenciado, y dije para mí:
«¡Cuánto
desastre, Santo Dios, causado por las torpezas de un solo hombre!». Y aunque yo
era entonces un chiquillo, recuerdo que pensé lo siguiente: «Un hombre tonto no
es - 200 -
capaz de hacer en ningún momento de su vida los disparates que
hacen a veces las naciones, dirigidas por centenares de hombres de talento».
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