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-
XVI -
Volvió, no
sé cuándo, a iluminar turbiamente mi espíritu la noción de la vida; sentí un
frío intensísimo, y sólo este accidente me dio a conocer la propia existencia,
pues ningún recuerdo de lo pasado conservaba mi mente, ni podía hacerme cargo
de mi nueva situación. Cuando mis ideas se fueron aclarando y se desvanecía el
letargo de mis sentidos, me encontré tendido en la playa. Algunos hombres
estaban en derredor mío, observándome con interés. Lo primero que oí, fue:
«¡Pobrecito...!, ya vuelve en sí».
Poco a poco fui volviendo a la
vida, y con ella al recuerdo de lo pasado. Me acordé de Marcial, y creo que las primeras palabras articuladas por
mis labios fueron para preguntar por él. Nadie supo contestarme. Entre los que
me rodeaban reconocí a algunos marineros del Rayo, les pregunté por Medio -
hombre, y todos convinieron en que había perecido. Después quise enterarme de cómo
me habían salvado; pero tampoco me dieron razón.
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Diéronme a
beber no sé qué; me llevaron a una casa cercana, y allí, junto al fuego, y
cuidado por una vieja, recobré la salud, aunque no las fuerzas. Entonces me
dijeron que habiendo salido otra balandra a reconocer los restos del Rayo, y
los de un navío francés que corrió igual suerte, me encontraron junto a
Marcial, y pudieron salvarme la vida. Mi compañero de agonía estaba muerto.
También supe que en la travesía del barco naufragado a la costa habían perecido
algunos infelices.
Quise saber
qué había sido de Malespina, y no hubo quien me diera razón del padre ni del
hijo. Pregunté por el Santa Ana, y me dijeron que había llegado felizmente a
Cádiz, por cuya noticia resolví ponerme inmediatamente en camino para reunirme
con mi amo. Me encontraba a bastante distancia de Cádiz, en la costa que
corresponde a la orilla derecha del Guadalquivir. Necesitaba, pues, emprender
la marcha inmediatamente para recorrer lo más pronto posible tan largo proyecto.
Esperé dos días más para reponerme, y al fin, acompañado de un marinero que
llevaba el mismo camino, me puse en marcha hacia Sanlúcar. En la mañana del 27
recuerdo que atravesamos el río, y luego seguimos nuestro viaje a pie sin
abandonar la costa. Como el marinero que me - 244 -
acompañaba era francote
y alegre, el viaje fue todo lo agradable que yo podía esperar, dada la
situación de mi espíritu, aún abatido por la muerte de Marcial y por las
últimas escenas de que fui testigo a bordo. Por el camino íbamos departiendo
sobre el combate y los naufragios que le sucedieron.
«Buen marino era Medio - hombre - decía mi compañero de viaje - . ¿Pero quién le metió a salir a la
mar con un cargamento de más de sesenta años? Bien empleado le está el fin que
ha tenido.
- Era un valiente
marinero - dije yo - ;
y tan aficionado a la guerra, que ni sus achaques le arredraron cuando intentó
venir a la escuadra.
- Pues de ésta me despido - prosiguió el marinero - . No quiero más
batallas en la mar. El Rey paga mal, y después, si queda uno cojo o baldado, le
dan las buenas noches, y si te he visto no me acuerdo. Parece mentira que el
Rey trate tan mal a los que le sirven. ¿Qué cree usted? La mayor parte de los
comandantes de navío que se han batido el 21, hace muchos meses que no cobran
sus pagas. El año pasado estuvo en Cádiz un capitán de navío que, no sabiendo
cómo mantenerse y mantener a sus hijos, se puso a servir en una posada.
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Sus amigos le descubrieron, aunque él trataba de disimular su
miseria, y, por último, lograron sacarle de tan vil estado. Esto no pasa en
ninguna nación del mundo; ¡y luego se espantan de que nos venzan los ingleses!
Pues no digo nada del armamento. Los arsenales están vacíos, y por más que se
pide dinero a Madrid, ni un cuarto. Verdad es que todos los tesoros del Rey se
emplean en pagar sus sueldos a los señores de la Corte, y entre éstos el que
más come es el Príncipe de la Paz, que reúne 40.000 durazos como Consejero de Estado, como
Secretario de Estado, como Capitán General y como Sargento mayor de guardias...
Lo dicho, no quiero servir al Rey. A mi casa me voy con mi mujer y mis hijos,
pues ya he cumplido, y dentro de unos días me han de dar la licencia.
- Pues no podrá usted quejarse, amiguito, si
le tocó ir en el Rayo, navío que apenas entró en acción.
- Yo no estaba en el Rayo, sino en el Bahama,
que sin duda fue de los barcos que mejor y por más tiempo pelearon.
- Ha sido apresado, y su comandante murió, si
no recuerdo mal.
- Así fue
- contestó - . Y todavía me dan ganas de llorar cuando me acuerdo de Don
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Dionisio Alcalá Galiano, el más valiente brigadier de la armada. Eso
sí: tenía el genio fuerte y no consentía la más pequeña falta; pero su mucho
rigor nos obligaba a quererle más, porque el capitán que se hace temer por
severo, si a la severidad acompaña la justicia, infunde respeto, y, por último,
se conquista el cariño de la gente. También puede decirse que otro más
caballero y más generoso que D. Dionisio Alcalá Galiano no ha nacido en el
mundo. Así es que cuando quería obsequiar a sus amigos, no se andaba por las
ramas, y una vez en la Habana gastó diez mil duros en cierto convite que dio a
bordo de su buque.
- También oí que era hombre muy sabio en la
náutica.
- ¿En la náutica? Sabía más que Merlín y que
todos los doctores de la Iglesia. ¡Si había hecho un sinfín de mapas y había
descubierto no sé qué tierras que están allá por el mismo infierno! ¡Y hombres
así los mandan a una batalla para que perezcan como un grumete! Le contaré a
usted lo que pasó en el Bahama. Desde que empezó la batalla, D. Dionisio Alcalá
Galiano sabía que la habíamos de perder, porque aquella maldita virada en
redondo... Nosotros estábamos en la reserva y nos quedamos - 247 -
a la
cola. Nelson, que no era ningún rana, vio nuestra línea y dijo: «Pues si la
corto por dos puntos distintos, y les cojo entre dos fuegos, no se me escapa ni
tanto así de navío». Así lo hizo el maldito, y como nuestra línea era tan
larga, la cabeza no podía ir en auxilio de la cola. Nos derrotó por partes,
atacándonos en dos fuertes columnas dispuestas al modo de cuña, que es, según
dicen, el modo de combatir que usaba el capitán moro Alejandro Magno, y que hoy
dicen usa también Napoleón. Lo cierto es que nos envolvió y nos dividió y nos
fue rematando barco a barco de tal modo, que no podíamos ayudarnos unos a
otros, y cada navío se veía obligado a combatir con tres o cuatro.
»Pues verá
usted: el Bahama fue de los que primero entraron en fuego. Alcalá Galiano
revistó la tripulación al mediodía, examinó las baterías, y nos echó una arenga
en que dijo, señalando la bandera: «Señores: estén ustedes todos en la
inteligencia de que esa bandera está clavada». Ya sabíamos qué clase de hombre
nos mandaba; y así, no nos asombró aquel lenguaje. Después le dijo al guardia
marina D. Alonso Butrón, encargado de ella: «Cuida - 248 -
de defenderla.
Ningún Galiano se rinde, y tampoco un Butrón debe hacerlo».
- Lástima es - dije yo - , que estos hombres no hayan
tenido un jefe digno de su valor, ya que no se les encargó del mando de la
escuadra.
- Sí que es lástima, y verá usted lo que pasó.
Empezó la refriega, que ya sabrá usted fue cosa buena, si estuvo a bordo del Trinidad.
Tres navíos nos acribillaron a balazos por babor y estribor. Desde los primeros
momentos caían como moscas los heridos, y el mismo comandante recibió una
fuerte contusión en la pierna, y después un astillazo en la cabeza, que le hizo
mucho daño. ¿Pero usted cree que se acobardó, ni que anduvo con ungüentos ni
parches? ¡Quiá! Seguía en el alcázar como si tal cosa, aunque personas muy
queridas para él caían a su lado para no levantarse más. Alcalá Galiano
mandaba la maniobra y la artillería como si hubiéramos
estado haciendo el saludo frente a una plaza. Una balita de poca cosa le llevó el anteojo, y esto le hizo sonreír. Aún me parece que le estoy viendo.
La sangre de las heridas le manchaba el uniforme y las manos; pero él no se
cuidaba de esto más que si fueran gotas de agua salada salpicadas por el mar.
Como su - 249 -
carácter era algo arrebatado y su genio vivo, daba las
órdenes gritando y con tanto coraje, que si no las obedeciéramos porque era
nuestro deber, las hubiéramos obedecido por miedo... Pero al fin todo se acabó
de repente, cuando una bala de medio calibre le cogió la cabeza, dejándole
muerto en el acto.
»Con esto concluyó el entusiasmo, si
no la lucha. Cuando cayó
muerto nuestro querido comandante, le ocultaron para que no le viéramos; pero
nadie dejó de comprender lo que había pasado, y después de una lucha
desesperada sostenida por el honor de la bandera, el Bahama se rindió a los
ingleses, que se lo llevarán a Gibraltar si antes no se les va a pique, como
sospecho».
Al concluir
su relación, y después de contar cómo había pasado del Bahama al Santa Ana, mi
compañero dio un fuerte suspiro y calló por mucho tiempo. Pero como el camino
se hacía largo y pesado, yo intenté trabar de nuevo la conversación, y
principié contándole lo que había visto, y, por último, mi traslado a bordo del
Rayo con el joven Malespina.
«¡Ah! - dijo - . ¿Es un joven oficial de artillería
que fue transportado a la balandra y de la balandra a tierra en la noche del
23?
- El mismo - conteste - , y por
cierto que - 250 -
nadie me ha dado razón de su paradero.
- Pues ese fue de los que perecieron en la
segunda lancha, que no pudo tocar a tierra. De los sanos se salvaron algunos,
entre ellos el padre de ese señor oficial de artillería; pero los heridos se
ahogaron todos, como es fácil comprender, no pudiendo los infelices ganar a
nado la costa».
Me quedé
absorto al saber la muerte del joven Malespina, y la idea del pesar que
aguardaba a mi infeliz e idolatrada amita llenó mi alma, ahogando todo
resentimiento.
«¡Qué
horrible desgracia! - exclamé - . ¿Y
seré yo quien lleve tan triste noticia a su afligida familia? ¿Pero, señor,
está usted seguro de lo que dice?
- He visto con estos ojos al padre de ese
joven, quejándose amargamente, y refiriendo los pormenores de la desgracia con
tanta angustia que partía el corazón. Según decía, él había salvado a todos los
de la lancha, y aseguraba que si hubiera querido salvar sólo a su hijo, lo
habría logrado a costa de la vida de todos los demás. Prefirió con todo dar la
vida al mayor número, aun sacrificando la de su hijo en beneficio de muchos, y
así lo hizo. Parece que es hombre de mucha alma, y sumamente diestro y
valeroso».
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Esto me
entristeció tanto, que no hablé más del asunto. ¡Muerto Marcial, muerto
Malespina! ¡Qué terribles nuevas llevaba yo a casa de mi amo! Casi estuve por
un momento decidido a no volver a Cádiz, dejando que el azar o la voz pública
llevaran tan penosa comisión al seno del hogar, donde tantos corazones
palpitaban de inquietud. Sin embargo, era preciso que me presentase a D. Alonso
para darle cuenta de mi conducta.
Llegamos
por fin a Rota, y allí nos embarcamos para Cádiz. No pueden ustedes figurarse
qué alborotado estaba el vecindario con la noticia de los desastres de la
escuadra. Poco a poco iban llegando las nuevas de lo sucedido, y ya se sabía la
suerte de la mayor parte de los buques, aunque de muchos marineros y
tripulantes se ignoraba todavía el paradero. En las calles ocurrían a cada momento
escenas de desolación, cuando un recién llegado daba cuenta de los muertos que
conocía, y nombraba las personas que no habían de volver. La multitud invadía
el muelle para reconocer los heridos, esperando encontrar al padre, al hermano,
al hijo o al marido. Presencié escenas de frenética alegría, mezcladas con
lances dolorosos y terribles desconsuelos. Las esperanzas se desvanecían, las
sospechas se - 252 -
confirmaban las más de las veces, y el número de los
que ganaban en aquel agonioso juego de la suerte era bien pequeño, comparado
con el de los que perdían. Los cadáveres que aparecieron en la costa de Santa
María sacaban de dudas a muchas familias, y otras esperaban aún encontrar entre
los prisioneros conducidos a Gibraltar a la persona amada.
En honor
del pueblo de Cádiz, debo decir que jamás vecindario alguno ha tomado con tanto
empeño el auxilio de los heridos, no distinguiendo entre nacionales y enemigos,
antes bien equiparando a todos bajo el amplio pabellón de la caridad.
Collingwood consignó en sus memorias esta generosidad de mis paisanos. Quizás
la magnitud del desastre apagó todos los resentimientos. ¿No es triste
considerar que sólo la desgracia hace a los hombres hermanos?
En Cádiz
pude conocer en su conjunto la acción de guerra que yo, a pesar de haber
asistido a ella, no conocía sino por casos particulares, pues lo largo de la
línea, lo complicado de los movimientos y la diversa suerte de los navíos, no
permitían otra cosa. Según allí me dijeron, además del Trinidad, se habían ido
a pique el Argonauta, de 92, mandado por D. Antonio Pareja, y el San Agustín,
de 80, - 253 -
mandado por D. Felipe Cajigal. Con Gravina, en el Príncipe de
Asturias, habían vuelto a Cádiz el Montañés, de 80, comandante Alcedo, que
murió en el combate en unión del segundo Castaños; el San Justo, de 76, mandado
por D. Miguel Gastón; el San Leandro, de 74, mandado por D. José Quevedo; el
San Francisco, de 74, mandado por D. Luis Flores; el Rayo, de 100, que mandaba
Macdonell. De éstos, salieron el 23, para represar las naves que estaban a la
vista, el Montañés, el San Justo, el San Francisco y el Rayo; pero los dos
últimos se perdieron en la costa, lo mismo que el Monarca, de 74, mandado por
Argumosa, y el Neptuno, de 80, cuyo heroico comandante, D. Cayetano Valdés, ya
célebre por la jornada del 14, estuvo a punto de perecer. Quedaron apresados el
Bahama, que se deshizo antes de llegar a Gibraltar; el San Ildefonso, de 74,
comandante Vargas, que fue conducido a Inglaterra, y el Nepomuceno, que por
muchos años permaneció en Gibraltar, conservado como un objeto de veneración o
sagrada reliquia. El Santa Ana llegó felizmente a Cádiz en la misma noche en
que le abandonamos. Los ingleses también perdieron algunos de sus fuertes
navíos, y no pocos de sus oficiales generales compartieron el glorioso fin del
almirante Nelson.
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En cuanto a
los franceses, no es necesario decir que tuvieron tantas pérdidas como
nosotros. A excepción de los cuatro navíos que se retiraron con Dumanoir sin
entrar en fuego, mancha que en mucho tiempo no pudo quitarse de encima la
marina imperial, nuestros aliados se condujeron heroicamente en la batalla.
Villeneuve, deseando que se olvidaran en un día sus faltas, peleó hasta el fin
denodadamente, y fue llevado prisionero a Gibraltar. Otros muchos comandantes
cayeron en poder de los ingleses, y algunos murieron. Sus navíos corrieron
igual suerte que los nuestros: unos se retiraron con Gravina; otros fueron
apresados, y muchos se perdieron en las costas. El Achilles se voló en medio del
combate, como indiqué en mi relación.
Pero a
pesar de estos desastres, nuestra aliada, la orgullosa Francia, no pagó tan
caro como España las consecuencias de aquella guerra. Si perdía lo más florido
de su marina, en tierra alcanzaba en aquellos mismos días ruidosos triunfos.
Napoleón había transportado en poco tiempo el gran ejército desde las orillas
del Canal de la Mancha a la Europa central, y ponía en ejecución su colosal
plan de campaña contra el Austria. El 20 de Octubre, un día antes de Trafalgar,
Napoleón presenciaba - 255 -
en el campo de Ulm el desfile de las tropas
austriacas, cuyos generales le entregaban su espada, y dos meses después, el 2
de Diciembre del mismo año, ganaba en los campos de Austerlitz la más brillante
acción de su reinado.
Estos
triunfos atenuaron en Francia la pérdida de Trafalgar; el mismo Napoleón mandó
a los periódicos que no se hablara del asunto, y cuando se le dio cuenta de la
victoria de sus implacables enemigos los ingleses, se contentó con encogerse de
hombros diciendo: «Yo no puedo estar en todas partes».
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